—Aquí tienes tus flores, las he preparado yo mismo teniendo en cuenta que no te gustan lo que Hannah llama «floripondios» —explicó Laurie tendiéndole un delicado ramillete en un elegante soporte que ella quería desde que lo vio en el escaparate de Cardiglia.
—¡Qué amable eres! —exclamó agradecida—. De haber sabido que vendrías, habría encargado flores para ti, aunque, claro, no serían tan hermosas como estas.
—Gracias, no están todo lo bien que deberían, pero en tus manos, mejoran —repuso él mientras le colocaba una pulsera de plata en la muñeca.
—¡Por favor, no lo hagas!
—Pensé que te agradaría.
—No, viniendo de ti; prefiero que te comportes con la naturalidad de siempre.
—¡Me alegra oírte decir eso! —dijo él con alivio. Después, abotonó los guantes de Amy y preguntó si llevaba la corbata bien puesta, tal y como solía hacer cuando iban a alguna fiesta en casa.
La gente que se reunió aquella noche en la
salle à manger
era de lo más variopinta, como solo en Europa se encuentra. Los hospitalarios anfitriones norteamericanos habían invitado a todos sus conocidos en Niza y, como no tenían nada en contra de los títulos, se habían asegurado la presencia de unos cuantos nobles que diesen brillo a su fiesta de Navidad.
Un príncipe ruso aceptó sentarse en un rincón durante una hora y charlar con una mujer muy gorda que vestía como la madre de Hamlet, con un traje de terciopelo negro y una gargantilla de perlas pegada a la barbilla. Un conde polaco de ochenta años se dedicó en cuerpo y alma a conquistar mujeres que lo consideraban «un hombre fascinante», y un noble alemán que había aceptado la invitación exclusivamente por la cena recorría la sala en busca de algo que devorar. El secretario privado del barón Rothschild, un judío de nariz grande y botas estrechas, sonreía a todo el mundo y aprovechaba el halo mágico que le otorgaba el nombre de su protector; un francés robusto que conocía al emperador había acudido a la fiesta porque le encantaba bailar, y lady de Jones, una dama inglesa, había llevado consigo a sus ocho hijos. Por supuesto, en la fiesta había jovencitas norteamericanas, ligeras de pies y de voz chillona, muchachas británicas, hermosas y lacias, y unas cuantas demoiselles francesas sencillas pero atractivas. No faltaba el habitual cortejo de jóvenes caballeros viajeros que se divertían a sus anchas mientras madres de todas las nacionalidades, alineadas contra la pared, sonreían complacidas al verles bailar con sus hijas.
Cualquier jovencita podrá imaginar cómo se sentía Amy aquella noche al entrar en la sala de baile del brazo de Laurie. Sabía que estaba radiante y no solo le encantaba bailar, sino que se podría decir que las salas de baile eran el lugar natural para sus pies, así que disfrutaba de esa deliciosa sensación de poder que embarga a una joven cuando pisa por primera vez un reino nuevo y fascinante en el que será la protagonista absoluta por su belleza, su juventud y su condición de mujer. Sentía pena por las hermanas Davis, que eran poco elegantes, simples y tenían por pareja un adusto padre y tres tías solteronas aún más adustas. Cuando pasó ante ellas, las saludó e hizo una reverencia amable, con lo que las jóvenes pudieron admirar su vestido mientras se preguntaban quién sería su distinguido acompañante. Una vez que la banda empezó a tocar, a Amy se le encendió el rostro, se le iluminaron los ojos y empezó a mover, impaciente, los pies. Era consciente de lo bien que bailaba y ardía en deseos de mostrárselo a Laurie, Por ello, es más fácil comprender que describir la profunda decepción que se apoderó de ella cuando él dijo sin demasiado entusiasmo:
—¿Quieres bailar?
—¡Es lo que se suele hacer en un baile!
La mirada de sorpresa de la joven y su rápida respuesta hicieron a Laurie comprender que había cometido un error, y corrió a enmendarlo.
—Me refería a si me concedías el primer baile. ¿Me harás ese honor?
—Para bailar contigo tendré que declinar la invitación del conde. Es un bailarín maravilloso, pero seguro que lo comprende porque sabe que somos viejos amigos —dijo Amy, segura de que mencionar al conde le serviría para que Laurie la tomara más en serio.
Sin embargo, lo único que consiguió oír de boca de Laurie fue lo siguiente:
—Es un buen muchacho, pero algo bajo para acompañar a «una hija de dioses, divinamente alta y más divinamente rubia».
Como se encontraban en un ambiente inglés, a Amy no le quedó más remedio que guardar el decoro, aunque tenía ganas de bailar la tarantela con brío. Laurie la dejó en manos del «buen muchacho» y fue a saludar a Flo sin preocuparse de garantizar futuros bailes con Amy, y esta, en justo castigo a su reprochable falta de previsión, se comprometió hasta la hora de la cena, momento en que estaba dispuesta a ablandarse si él daba muestras de arrepentimiento. Cuando él fue tranquilamente hacia ella —en lugar de correr, como era deseable— y le pidió que le concediese el próximo baile, una estupenda polca, Amy le mostró orgullosa su carnet de baile completo; las educadas excusas del muchacho no lograron ablandarla y, mientras daba saltos por la sala con el conde, vio que Laurie se sentaba junto a su tía con cara de alivio.
Aquel gesto le pareció imperdonable y optó por no hacerle caso durante un buen rato, incluso cuando iba junto a su tía a descansar no intercambiaba con él más de un par de palabras. Sin embargo, ocultar su enfado tras una sonrisa surtió mucho más efecto, porque parecía más alegre y deslumbrante que nunca. Laurie la miraba embelesado porque Amy no brincaba o deambulaba como otras, sino que bailaba con auténtica gracia y disfrutaba de ese delicioso pasatiempo que debería ser, para tocios, la danza. La estudió bajo esa nueva perspectiva y, cuando había transcurrido media velada, se dijo que la pequeña Amy se iba a convertir en una mujer encantadora.
La reunión resultó muy animada porque el espíritu festivo se apoderó de todos enseguida y la alegría navideña iluminaba rostros, alegraba corazones y ponía alas en los pies de los bailarines. Los músicos tocaban el violín, el piano y la percusión como si realmente disfrutasen, todos cuantos sabían bailar lo hicieron, y los que no, admiraron al resto con un deleite poco habitual. Las Davis oscurecían el ambiente y las Jones brincaban como torpes jirafas. El famoso secretario cruzó la sala como un meteorito, acompañado de una impresionante dama francesa que fue barriendo el suelo con la cola de su vestido de satén rosa. El alemán hambriento encontró la mesa de la comida y pasó el resto de la fiesta feliz, devorando sin parar todo el menú, para consternación de los camareros que lo observaban. El amigo del emperador se cubrió de gloria porque bailó con toda mujer que se puso en su camino, la conociese o no, y no dudaba en intercalar piruetas imprevistas cuando se inspiraba. El arrojo juvenil de aquel hombre mayor era digno de verse, porque, aunque tenía que guiar a su pareja, se movía como una pelota de un sitio para otro. Corría, volaba y hacía cabriolas con el rostro encendido, la calva brillante y la cola de su chaqueta moviéndose sin parar. Sus zapatos se movían a tal velocidad que parecían volar y, cuando la música terminaba, se secaba el sudor de la frente y sonreía satisfecho a sus amigos como un Pickwick francés sin gafas.
Amy y su compañero tenían ese mismo entusiasmo, pero mucha más gracia y agilidad. Sin pretenderlo, Laurie se quedó prendado del rítmico movimiento de los zapatos blancos, que volaban infatigables, como si tuviesen alas. Cuando el bajito Vladimir la dejó al fin, tras asegurar que sentía tener que abandonarla tan pronto, Amy se dispuso a descansar y a observar qué tal le había sentado el castigo a su cobarde caballero.
Había dado resultado porque, a los veintitrés, la vida social es un bálsamo para la frustración y verse rodeado de belleza, luz, música y movimiento hace que el entusiasmo crezca, la sangre se altere y el ánimo se eleve. Cuando se levantó para que ella se sentara, Laurie dio muestras de haber recibido un primer aviso, y, cuando a continuación corrió a traerle algo de cena, ella sonrió satisfecha y dijo para sus adentros: Sabía que le vendría bien.
—Pareces la «Femme peinte par elle-même» de Balzac —comentó Laurie mientras la abanicaba con una mano y le sujetaba la taza de café con la otra.
—Este colorete no es postizo —repuso Amy, y tras frotar su brillante mejilla mostró el guante blanco con tal solemnidad que el joven no pudo evitar soltar una carcajada.
—¿Cómo se llama esta tela? —preguntó cogiendo un pliegue del chal que caía sobre su rodilla.
—Gloria.
—Un nombre muy adecuado. Es muy bonita. Es nueva, ¿verdad?
—Es tan vieja como el mundo, se la habrás visto puesta a docenas de chicas y ¡no te has dado cuenta de lo bonita que era hasta ahora…
stupide!
—Es porque no la había visto nunca en ti, de ahí mi error.
—No sigas, te lo prohíbo. Prefiero que me traigas más café a que me piropees. Me pone nerviosa verte gandulear.
Laurie se levantó cual rayo y cogió obedientemente la taza vacía. Experimentaba un extraño placer al cumplir las órdenes de la «pequeña Amy», que, superada la timidez inicial, sentía el deseo irrefrenable de tratarle sin miramientos, como gusta hacer a las muchachas cuando ven que algún señor da alguna muestra de sometimiento.
—¿Dónde has aprendido a actuar de este modo? —preguntó él con una mirada burlona.
—Dado que «de este modo» es una expresión bastante imprecisa, ¿me podrías aclarar a qué te refieres? —rogó Amy, quien, a pesar de saber perfectamente a qué se refería, sentía el pícaro deseo de verle expresar lo inexpresable.
—Bueno, me refiero a todo un poco… a tu estilo, a tu serenidad… a la gloria… la tela esa, ya sabes. —Laurie se echó a reír, dándose por vencido, y aprovechó aquel nuevo término para salir del apuro.
Amy estaba satisfecha pero, por supuesto, no dio muestras de ello y apuntó con coqueta timidez:
—Lo queramos o no, vivir en el extranjero enseña mucho. Yo me he dedicado tanto a estudiar como a divertirme, y en cuanto a esto —añadió señalando el vestido con un gesto—, el tul es una tela barata, las flores se consiguen por nada y estoy acostumbrada a sacar partido de lo poco que tenga a mí alcance.
Amy de inmediato se arrepintió de haber pronunciado la última frase, temía que no fuera un comentario de buen gusto, pero Laurie la quiso aún más por haberlo dicho. Admiraba y respetaba a aquella joven que había tenido la paciencia y el valor de sacar el máximo partido a las oportunidades y el ánimo de suplir con flores la falta de medios económicos. Aunque Amy no sabía a qué se debía que Laurie la mirara con tanta ternura, apuntase su nombre en su carnet de baile y le dedicase toda clase de atenciones durante el resto de la velada, lo cierto es que tan agradable cambio era el resultado de una nueva impresión que ambos sintieron sin ser conscientes de ello.
E
n Francia, las muchachas se aburren mucho hasta que se casan, momento en el que «Vive la liberté» pasa a ser su consigna. Como todo el mundo sabe, en Norteamérica las muchachas firman primero su declaración de independencia y disfrutan de la libertad con republicano entusiasmo, pero, cuando se casan, abdican en favor de su primer vástago y viven más encerradas que una monja de clausura francesa, aunque, eso sí, sin el voto de silencio. Les guste o no, lo cierto es que, una vez superada la emoción de la boda, la mayoría de las jóvenes recién casadas quedan prácticamente arrinconadas y, como hacía recientemente una hermosa mujer que conocemos bien, comentan con lástima: «Estoy más guapa que nunca, pero nadie se fija en mí porque estoy casada».
Al no ser la reina de ningún baile ni una dama elegante, Meg no conoció esa pena hasta que sus hijos cumplieron un año, porque en su pequeño universo imperaban costumbres ancestrales que la hacían sentirse más admirada y amada que nunca.
Como era una joven muy femenina y tenía un instinto maternal muy fuerte, se dedicaba en cuerpo y alma a sus hijos, excluyendo toda otra actividad y relación. Los atendía como una gallina empolla, día y noche, con incansable entrega y ansia, y había abandonado el cuidado de John en las tiernas manos del servicio —en aquel momento, la intendencia corría a cargo de una criada irlandesa—. John, que era un hombre muy hogareño, echaba de menos las atenciones a las que su mujer le tenía acostumbrado pero, como adoraba a sus dos hijos, aceptaba de buen grado sacrificar, temporalmente, su comodidad porque, en una clara muestra de ingenuidad masculina, estaba convencido de que el agua no tardaría en volver a su cauce. Sin embargo, tres meses después del nacimiento de los niños, todo seguía igual. Meg estaba cansada y nerviosa —los niños consumían todo su tiempo—; la casa, descuidada, y Kitty, la cocinera, que se tomaba las cosas con calma, le tenía prácticamente a dieta. Por la mañana, John salía de casa abrumado por el sinfín de pequeños encargos que le hacía la cautiva mamá. Si por la noche volvía contento, ansioso por abrazar a su familia, su mujer le recibía con un «Chist, los niños han pasado un mal día y acaban de dormirse». Si proponía hacer algo entretenido en casa, Meg respondía: «No, que molestaríamos a los niños». Si insinuaba que fuesen a una conferencia o un concierto, recibía una mirada de reprobación y una respuesta tajante: «¿Dejar a mis hijos para ir a divertirme? ¡Jamás!». Entre el llanto de los niños y las idas y venidas silenciosas de una figura fantasmagórica que velaba en las noches, John ya no recordaba lo que era dormir de un tirón. Tampoco le era posible comer sin interrupciones, pues su temperamental compañera le dejaba solo al menor atisbo de gorjeo de los pajarillos que ocupaban el nido, escaleras arriba. Y al leer el periódico de la tarde, los cólicos de Demi se mezclaban con los embarques, y las caídas de Daisy afectaban al precio de las acciones, porque a la señora Brooke las únicas noticias que le interesaban eran las que tenían que ver con su hogar.