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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Mujercitas (73 page)

BOOK: Mujercitas
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A
unque Laurie había ido a Niza con la intención de pasar una semana, se quedó un mes. Estaba cansado de viajar solo y la presencia de Amy le hacía sentir como en casa en aquel entorno extranjero. Echaba de menos los mimos de sus vecinas y poder recuperarlos, aunque solo fuera una parte, le agradaba mucho, porque las atenciones de los desconocidos, por halagüeñas que fueran, no se podían comparar con la deliciosa sensación que le producía sentir la adoración de las hermanas March. Amy nunca le había mimado tanto como las demás, pero, dadas las circunstancias, estaba muy contenta de verle y no se separaba de él, como si le considerase el representante de su querida familia, a la que tenía más ganas de volver a ver de lo que se atrevía a admitir. Así pues, era lógico que ambos disfrutasen en compañía del otro y pasasen mucho tiempo juntos, montando a caballo, paseando, bailando o perdiendo el tiempo, porque en Niza nadie puede estar demasiado ocupado durante el verano. Sin embargo, mientras parecían divertirse despreocupadamente, lo cierto es que, aun sin demasiada conciencia, estaban descubriendo cosas y formándose una nueva opinión del otro. Cada día que pasaba, Laurie tenía en más alta estima a su amiga y se valoraba menos a sí mismo. Y ambos sintieron que algo ocurría antes de atreverse a decir nada. Amy quería complacerle y lo conseguía. La joven le agradecía los buenos ratos que pasaban juntos y le correspondía con la clase de servicios que una mujer femenina sabe cómo ofrecer con un encanto indescriptible. Laurie no oponía resistencia, se dejaba llevar con facilidad y procuraba olvidar, diciéndose que todas las mujeres debían ser amables con él puesto que la que él quería había sido tan cruel. No le costaba nada ser generoso y, si Amy hubiese aceptado, le habría regalado toda clase de caprichos y baratijas disponibles en la ciudad… pero, al mismo tiempo, sentía que no podía cambiar la opinión que la joven se estaba formando de él y temía encontrarse con aquellos grandes ojos azules, que le observaban con una sorpresa que tenía parte de triste y parte de desdén.

—Todos han ido a pasar el día a Mónaco, pero yo he preferido quedarme a escribir unas cartas. Ahora ya he terminado y voy a ir a Valrosa a dibujar un rato. ¿Te apetece acompañarme? —preguntó Amy al reunirse con Laurie en un hermoso día, cuando, como de costumbre, él pasó a buscarla a eso de las doce.

—Sí, claro, pero ¿no hace demasiado calor para dar un paseo tan largo? —preguntó él con voz queda, porque, viniendo del calor de la calle, el frescor y la sombra del salón resultaban tentadores.

—Tengo a mi disposición un carruaje pequeño y Baptiste puede conducir, así que lo único que tendrás que hacer es sostener la sombrilla y procurar que no se te manchen los guantes —apuntó Amy, con una mirada sarcástica a los inmaculados guantes de su amigo, que eran su punto débil.

—Entonces, iré encantado. —Dicho esto, el joven tendió la mano para coger el bloc de dibujo, pero ella se lo colocó bajo el brazo y comentó con cierta acritud:

—No te molestes, no me agotaré por llevarlo, y no estoy segura de que pueda decir lo mismo de ti.

Laurie arqueó las cejas y siguió a buen paso a Amy, que bajó corriendo por las escaleras. Una vez en el interior del carruaje, se hizo con las riendas y el pobre Baptiste se limitó a cruzarse de brazos y a dormitar en su puesto.

Nunca llegaban a discutir. Amy no lo hacía por educación y Laurie, por pereza. Así, al cabo de un minuto, el joven asomó la cabeza bajo el ala del sombrero de Amy y la miró inquisitivo; por toda respuesta, ella sonrió, y siguieron el recorrido en una disposición de lo más amistosa.

Era un paseo encantador, por carreteras serpenteantes y con abundantes escenas pintorescas que eran un deleite para la vista. De un antiguo monasterio llegó a sus oídos el canto solemne de los monjes. Un pastor con las piernas al aire, zapatos de madera, sombrero puntiagudo y una chaqueta rústica sobre el hombro estaba sentado sobre una gran piedra, fumando en pipa, mientras las ovejas pastaban entre las rocas o descansaban a sus pies. Pasaron junto a un burro gris, dócil, cargado con alforjas de mimbre llenas de hierba recién cortada, con una hermosa niña con caperuza sentada entre los montones verdes. Divisaron ancianas hilando en ruecas, niños morenos de mirada dulce que salían de cuchitriles y se acercaban corriendo para venderles ramilletes o naranjas que aún estaban pegadas a un trozo de rama. Colinas enteras cubiertas de olivos nudosos de follaje oscuro, huertos con frutas doradas que pendían de los árboles y grandes anémonas escarlatas en los lindes del camino.

Valrosa hacía honor a su nombre, ya que, gracias a su perenne clima estival, había siempre rosas en flor por doquier; cubrían el arco de la entrada, asomaban entre las barras de la gran verja, como si quisieran dar la bienvenida a los visitantes, y serpenteaban entre los limoneros y las palmeras por la colina, en cuya cumbre estaba la casa. En cada rincón con sombra había sillas para que los paseantes pudiesen hacer un alto y contemplar los macizos de flores. En cada una de las frescas grutas había una ninfa de mármol sonriente, rodeada de un manto de flores, y en cada fuente se reflejaban rosas carmesíes, blancas o rosa claro, que se inclinaban hacia el agua como si quisiesen contemplar su propia belleza. Las paredes, las cornisas y los pilares de la casa estaban cubiertos de rosas, al igual que la balaustrada de la gran terraza, desde la que se podía disfrutar del sol mediterráneo y de las vistas de la ciudad encalada situada en la costa.

—Este es un auténtico paraíso para una luna de miel, ¿no te parece? ¿Habías visto alguna vez rosas como estas? —preguntó Amy al detenerse en la terraza para disfrutar de la vista y del aroma de las flores.

—No, y tampoco me había clavado espinas como esta —contestó Laurie, que se había llevado el pulgar a la boca tras intentar en vano arrancar una rosa roja que quedaba ligeramente fuera de su alcance.

—Baja un poco y coge las que no tengan espinas —le aconsejó Amy, y cogió con habilidad tres rosas pequeñitas de color crudo que habían brotado en la pared que tenía tras ella. Las colocó en el ojal de su amigo, en prenda de paz, y él se quedó unos segundos mirándolas con curiosidad pues, debido a la sangre italiana que corría por sus venas, era algo supersticioso; además, su estado de ánimo, emotivo y melancólico, le llevaba a buscar dobles sentidos en casi todo, hasta el punto de que casi cualquier escena disparaba su espíritu romántico. Al tratar de alcanzar la rosa roja, había pensado en Jo, porque las flores de colores vivos le sentaban muy bien y la recordaba llevando rosas como esa, cortadas del invernadero de casa. Las rosas claras que Amy le había puesto en el ojal eran las que en Italia se colocan en las manos de los muertos (nunca en los tocados de novia), y Laurie se preguntó si aquel presagio se refería a Jo o a él. Sin embargo, pronto su sentido común norteamericano ganó la partida al sentimentalismo, y lanzó la carcajada más sincera que Amy le había oído desde que se reuniera con ella—. Es un buen consejo, síguelo y así no te pincharás los dedos —dijo la joven pensando que la risa se debía a sus palabras.

—Gracias, ¡lo haré! —repuso él en broma, aunque meses más tarde lo diría de todo corazón.

—Laurie, ¿cuándo vas a ir a ver a tu abuelo? —preguntó Amy poco después, cuando se sentó en un banco rústico.

—Muy pronto.

—Te he oído decir eso docenas de veces en las últimas tres semanas.

—No me sorprende. Las respuestas cortas evitan muchos problemas.

—Pero él te está esperando; debes ir.

—¡Qué considerada! Eso ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué no vas?

—Será por mi natural depravado.

—Di mejor tu dejadez. Eso está muy mal —Amy se puso seria.

—No es tan malo. Si fuese, sería un estorbo para él, así que prefiero quedarme y estorbarte a ti un poco más. Tú lo soportas mejor. De hecho, creo que te sienta bien. —Laurie se apoyó cómodamente en la balaustrada, como si pensase pasar allí un buen rato, sin hacer nada.

Amy meneó la cabeza y abrió su cuaderno de dibujo con aire resignado, pero decidió que «el muchacho» necesitaba un buen sermón, de modo que volvió a la carga.

—¿Y ahora qué haces?

—Observo a las lagartijas.

—No, no me refiero a eso. ¿Qué haces o qué te gustaría hacer en este momento de tu vida?

—Si tú me lo permites, me encantaría fumar un cigarrillo.

—¡Eres imposible! No me gusta que fumes y solo lo aprobaré con la condición de que me hagas de modelo; necesito que haya una figura humana en mi dibujo.

—Será un verdadero placer. ¿Cómo quieres que me coloque? ¿Voy a salir de cuerpo entero o tres cuartos? ¿De pie o boca abajo? Con todo respeto, propongo que probemos con una postura yacente y que te sumes a mí. Podríamos llamar a la composición
Dolce far niente
.

—Mientras no te muevas, por mí te puedes dormir. Yo quiero trabajar —afirmó Amy con tono enérgico.

—¡Qué entusiasmo tan encomiable! —observó él, y se apoyó contra una vasija alta con aire totalmente satisfecho.

—¿Qué diría Jo si te viese ahora? —preguntó Amy con impaciencia, esperando que la mención de su enérgica hermana lo hiciese reaccionar.

—Diría lo de siempre: «Déjame, Teddy, estoy ocupada». —Laurie se echó a reír, pero su risa no sonó natural y una sombra nubló su rostro por unos instantes, porque pronunciar aquel nombre tan querido había reabierto una herida que aún estaba por curar.

A Amy le sorprendieron tanto el tono como el semblante de su amigo, pues, aunque había oído aquellas palabras en otras ocasiones, no recordaba haber visto nunca tanta dureza, amargura, dolor, insatisfacción y pesar en la mirada de Laurie. Apenas tuvo tiempo de analizarla, ya que Laurie adoptó un aire indiferente de inmediato. Y mientras él posaba al sol, sin sombrero, con los ojos llenos de sueños meridionales, Amy le estudió desde un punto de vista artístico y pensó que el joven podía pasar por un italiano. El estaba ausente, perdido en sus ensoñaciones, como si se hubiese olvidado por completo de Amy.

—Pareces la efigie de un joven rey dormido sobre su tumba —comentó ella mientras trazaba cuidadosamente el perfil que se recortaba con nitidez sobre el fondo de piedra oscura.

—¡Ojalá lo fuera!

—Desear eso es una locura, salvo que hayas echado a perder tu vida. Has cambiado tanto que a veces me pregunto… —Amy se interrumpió y miró a su amigo con una mezcla de timidez y melancolía más elocuentes que cualquier palabra.

Laurie percibió y comprendió la afectuosa angustia que la joven no quería mostrar abiertamente, y mirándola a los ojos dijo, como solía decirle a la madre de la muchacha:

—Todo está bien, señora.

Eso bastó para tranquilizar a Amy y alejar de ella las dudas que la asediaban últimamente. También la emocionó, y lo mostró por la cordialidad con la que comentó:

—¡Me alegro! No es que pensara que habías sido un mal muchacho, pero imaginaba que tal vez habías malgastado tu dinero en esa depravada ciudad de Baden-Baden, que una francesa casada te había robado el corazón con sus encantos o que te habías metido en esa clase de líos que los jóvenes parecen considerar imperativos en un viaje por Europa. No te quedes ahí, bajo el sol, ven a tumbarte en la hierba, a mi lado, y seamos «buenos amigos», como me decía Jo cuando nos hacíamos confidencias sentadas en el sofá.

Laurie, obediente, se dejó caer en la hierba y, para entretenerse, se puso a arrancar margaritas y colocarlas en el sombrero de Amy, que estaba junto a él en el suelo.

—Soy todo oídos para tus secretos —apuntó, y miró a la joven con vivo interés.

—Yo no tengo ninguno, Empieza tú.

—Yo tampoco tengo. Podrías contarme novedades de casa.

—Ya te he contado lo último que he sabido. ¿No recibes noticias con frecuencia? Suponía que Jo te mandaría libros enteros.

—Está muy ocupada y, como yo no paro demasiado en ninguna parte, es muy difícil mantener una correspondencia fluida. ¿Cuándo vas a empezar tu magna obra de arte, Rafaela? —preguntó, cambiando bruscamente de tema, tras un breve silencio en el que se había preguntado si Amy conocía su secreto y pretendía obligarle a hablar de él.

—¡Jamás! —respondió ella, decidida y decepcionada a un tiempo—. En Roma recibí una lección de humildad porque, al ver las maravillas que alberga, comprendí mi insignificancia y abandoné mis locos planes.

—¿Por qué habrías de abandonar? Tienes talento y fuerza.

—Precisamente por eso. Una cosa es tener talento y otra ser un genio, y por mucha fuerza que tengas, no puedes pasar de lo uno a lo otro. Si no puedo ser genial, prefiero no intentarlo. Me horrorizaría ser una pintora mediocre más, así que he decidido dejarlo.

—¿Y qué has pensado hacer entonces, si es que me lo quieres contar?

—Voy a potenciar mis otros talentos y, si tengo suerte, me convertiré en una dama elegante.

Sin duda el discurso era osado e indicaba que la joven te-nía una fuerte personalidad, pero la audacia es propia de la juventud y la ambición de Amy tenía una buena base. Laurie se sonrió, pero le agradó el ánimo con el que la joven encaraba su nuevo propósito, sin detenerse a lamentar la muerte de otro que había acariciado durante largo tiempo.

—¡Vaya! Y supongo que en ese plan entra en juego Fred Vaughn, ¿no?

Amy guardó un discreto silencio, pero adoptó una expresión tan alicaída que Laurie se sentó y dijo en tono muy serio:

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