Mujercitas (69 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

BOOK: Mujercitas
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A
las tres en punto, todo el que es alguien en Niza sale a dar una vuelta por la Promenade des Anglais, un lugar encantador. Se trata de un ancho paseo, bordeado de palmeras, flores y plantas tropicales que llega, en uno de sus extremos, a la orilla del mar y, por el otro, a una gran avenida llena de hoteles y de chalets que se recortan sobre un fondo lejano de colinas y huertos de naranjos. En el paseo, están representadas muchas naciones, se oye hablar muchas lenguas, se lucen muchos vestidos y, en un día de sol, el espectáculo que ofrece tiene la alegría y el brillo propio del carnaval. Altivos ingleses, animados franceses, sobrios alemanes, guapos españoles, feos rusos, sumisos judíos y despreocupados norteamericanos acuden al lugar a pasear o sentarse, mientras comentan las últimas novedades y critican al famoso de turno desde Ristori hasta Dickens y de Víctor Manuel a la reina de las islas Sandwich. Los medios de transporte son tan variados como la concurrencia y llaman mucho la atención, sobre todo unas carrozas bajas tiradas por unos gallardos potros, con alegres cortinas que impiden que los voluminosos vestidos con volantes de las damas salgan fuera del diminuto habitáculo y unos pequeños pajes encaramados en la parte trasera.

Era el día de Navidad y un joven alto recoma lentamente el paseo con las manos en la espalda y la mirada perdida, como ausente. Parecía italiano, vestía a la inglesa y tenía el aire independiente de los norteamericanos. Esa mezcla llamaba poderosamente la atención de las mujeres y hacía que los dandis de traje negro, pajarita rosa, guantes de ante y flor de naranjo en el ojal con los que se cruzaba se encogiesen de hombros y envidiasen su porte y su altura. Los muchos rostros hermosos que allí había no parecían llamar la atención del joven, que solo levantaba la vista, de vez en cuando, para fijarse en alguna joven rubia o vestida de azul. En el momento que nos ocupa, el joven acababa de salir del paseo y se encontraba en un cruce de calles, indeciso sobre si ir a oír a la banda que tocaba en los jardines públicos o caminar por la playa en dirección a la colina del castillo. El rápido trote de los cascos de unos ponis le obligó a levantar la vista justo cuando un pequeño carruaje pasaba calle abajo, con una única dama en su interior. La dama era una joven rubia vestida de azul. Al verla, el rostro se le iluminó y agitó efusivamente su sombrero, feliz como un niño, al tiempo que corría hacia el carruaje.

—¿Laurie? ¿En verdad eres tú? ¡Pensé que no vendrías nunca! —exclamó Amy, que soltó las riendas y tendió las manos en un gesto que escandalizó sobremanera a una madre francesa, testigo de la escena, que apresuró el paso para que su hija no se contagiase con los malos modos de esos «locos ingleses».

—Me he retrasado un poco, pero prometí pasar la Navidad contigo y aquí estoy.

—¿Cómo está tu abuelo? ¿Cuándo habéis llegado? ¿Dónde os hospedáis?

—Está muy bien. Ayer por la noche. En el Chavrain. Fui a buscarte a tu hotel, pero ya habías salido.


Mon Dieu!
Tengo tanto que contarte que no sé por dónde empezar. Entra y podremos charlar a gusto. Iba a dar un paseo y agradeceré tener compañía. Flo está descansando para tener fuerzas esta noche.

—¿Qué ocurre esta noche, vais a un baile?

—El hotel ofrece una fiesta de Navidad. Hay muchos huéspedes norteamericanos y la han organizado en honor a ellos. Vendrás con nosotras, ¿verdad? La tía estará encantada.

—¡Gracias! ¿Adónde vamos ahora? —preguntó Laurie, que se reclinó y cruzó de brazos, para gran satisfacción de Amy, que esperaba poder conducir ella porque, fusta y riendas en mano, se sentía como una reina.

—Primero he de pasar por el banco a buscar unas cartas, luego iremos a la colina del castillo, a disfrutar de la vista, que es estupenda, y a dar de comer a los pavos reales. ¿Conoces el lugar?

—He estado en varias ocasiones, pero hace años. No me importa volver.

—Bueno, ahora cuéntame algo de ti. Lo último que supe fue que tu abuelo esperaba que volvieses de Berlín.

—Sí, pasé un mes allí y luego me reuní con él en París, que es donde va a pasar el invierno. Allí tiene buenos amigos y mucho con que entretenerse. Yo iré a visitarle y lo pasaremos en grande.

—Es un buen plan —comentó Amy, que tenía la impresión de que algo no terminaba de encajar en Laurie, pero no sabía qué.

—A él le horroriza viajar y yo detesto estar quieto, así que hemos buscado una forma de satisfacer las necesidades de los dos. Así no hay problema. Le veo con frecuencia y disfruta oyéndome narrar mis aventuras, y yo me alegro de que alguien me reciba con los brazos abiertos después de andar perdido un tiempo. Menudo agujero lleno de mugre, ¿no te parece? —añadió con un gesto de disgusto cuando dejaron atrás el bulevar y entraron en la plaza de Napoleón, en la ciudad vieja.

—La mugre tiene su lado pintoresco, no me molesta. El río y las colinas son una delicia y estas callecitas estrechas me encantan. Tendremos que parar para dejar pasar a la procesión. Van a la iglesia de San Juan.

Mientras Laurie contemplaba con desgana la procesión de curas bajo palios, monjas con velos blancos y velas encendidas en las manos y toda una hermandad de azul cantando, Amy le observaba a él y sentía cierto pudor al no reconocer en aquel hombre pensativo al muchacho de semblante alegre que ella conocía. Le pareció más guapo e interesante que nunca. Sin embargo, una vez superado el placer del reencuentro, el aspecto de Laurie volvía a ser el de alguien agotado y sin ánimo; no enfermo o desdichado, sino más maduro y serio de lo que cabía esperar después de un par de años de buena vida. No comprendía qué le había ocurrido y no se atrevió a preguntarle; meneó la cabeza y, una vez que la procesión hubo desaparecido bajo los arcos del puente de Paglioni, en dirección a la iglesia, puso nuevamente en marcha el carruaje.


Que pensez-vous?
—preguntó haciendo alarde de su francés, que, desde que había iniciado el viaje, había mejorado más en cantidad que en calidad.

—Que mademoiselle ha aprovechado bien el tiempo y el resultado es encantador —contestó Laurie, que hizo una reverencia, con la mano en el pecho, y contempló a la joven con admiración.

Ella se sonrojó pero, por algún motivo, aquel piropo no le aportó la genuina satisfacción de aquellos otros elogios, más francos, a los que el muchacho la tenía acostumbrada cuando ambos vivían en casa y coincidían en un día de fiesta. En aquel entonces, él decía algo como «estás estupenda», sonreía dichoso y le daba unas palmaditas en la cabeza. El nuevo tono que empleaba no era de su agrado porque sonaba a indiferencia.

Si por crecer se tiene que volver así, preferiría que fuese siempre un muchacho, pensó, y aunque se sentía extrañamente decepcionada e incómoda, fingió estar alegre y relajada.

Al llegar a Avigdor, encontró varias cartas de casa, por lo que cedió las riendas a Laurie y se dedicó a disfrutar de la lectura, mientras el carruaje recorría el sombreado camino bordeado por plantas verdes y rosales tan floridos como si fuese el mes de junio.

—Mamá dice que Beth no se encuentra nada bien. A menudo pienso que debería volver, pero todos me alientan a quedarme; les hago caso porque soy consciente de que nunca volveré a tener una oportunidad como esta —comentó Amy mirando muy seria una de las hojas de la carta.

—Creo que estás en lo cierto. En casa no podrías hacer nada y todos se sienten mejor sabiendo que estás bien, eres feliz y te diviertes, querida.

Al decir esto, se acercó un poco y volvió a parecer el Laurie de siempre. Amy sintió que el miedo que a veces pesaba sobre su corazón disminuía porque la mirada del joven, sus gestos y aquel «querida» la hicieron sentir que, de ocurrir algo malo, no estaría sola en un país extraño. Al poco rato, reía mientras mostraba a Laurie una caricatura de Jo con su «traje de escribir», el lazo bien erguido sobre el gorro y la siguiente frase saliendo de su boca: «¡Genio en plena ebullición!».

Laurie sonrió, lo cogió y lo guardó en el bolsillo de su abrigo «para que no se lo llevase el viento», y escuchó con interés a Amy, que, muy animada, leyó en voz alta una carta.

—Esta sí que es una buena Navidad para mí: por la mañana, los regalos; por la tarde, tu presencia y estas cartas, y por la noche, una fiesta —dijo Amy cuando llegaron a las ruinas del viejo fuerte y un grupo de espléndidos pavos reales acudió a su encuentro y esperó dócilmente a que les diesen de comer. Mientras Laurie repartía migas a las magníficas aves, Amy reía sentada en un banco cercano. El joven la observó, como ella había hecho con él, movido por la curiosidad natural de descubrir los cambios provocados por el tiempo y la ausencia. Lo que encontró no le causó decepción o desconcierto, sino agrado y admiración, porque, excepción hecha de una ligera afectación en el habla y los modales, la muchacha seguía siendo tan atractiva y grácil como siempre, con ese plus indescriptible que, aplicado al vestir y al porte, llamamos «elegancia». Amy, que siempre había sido muy madura para su edad, había ganado aplomo tanto en la forma de conducirse como en la conversación, por lo que daba la impresión de ser una mujer con más mundo del que en realidad tenía. Su antiguo malhumor asomaba de vez en cuando, su fuerte personalidad seguía muy presente y el barniz extranjero no había hecho mella en su franqueza natural.

Laurie no se dio cuenta de todo eso mientras observaba cómo daba de comer a los pavos reales, pero apreció lo suficiente para sentirse satisfecho e interesado, y guardó en la memoria aquella escena protagonizada por una joven de rostro resplandeciente bañada por la luz del sol, que destacaba el suave color de su vestido, el tono sonrosado de sus mejillas y el dorado brillo de su cabello.

Cuando estaban a punto de alcanzar la meseta pedregosa que coronaba la colina, Amy le hizo una señal con la mano, como si le invitase a visitar su rincón favorito, y comentó señalando aquí y allí:

—¿Recuerdas la catedral y el Corso, los pescadores echando sus redes en la bahía y esa adorable carretera que conduce a Villa Franca, la que fue casa de Schubert, que queda justo allí debajo? Y lo mejor de todo, ¿ves esa pequeña mancha que asoma en el mar? ¡Es la isla de Córcega!

—Sí, lo recuerdo todo muy bien, apenas ha cambiado —contestó él sin mucho entusiasmo.

—¡Lo que daría Jo por ver esa famosa mancha! —dijo Amy, que se sentía de buen humor y tenía ganas de verle a él más animado.

—Sí —dijo él por toda respuesta, pero se volvió y miró hacia la isla con más pasión de la que hubiese puesto el propio Napoleón.

—Echa un buen vistazo en su nombre y luego cuéntame en qué has andado ocupado todo este tiempo —propuso Amy, y tomó asiento con ganas de iniciar una conversación.

Sin embargo, aunque él se sentó junto a ella, no consiguió que le dijera nada de interés. El joven contestaba vagamente a sus preguntas y lo único que sacó en claro fue que había estado recorriendo Europa y que había llegado hasta Grecia. Ese vano intento de comunicación se prolongó casi una hora; luego regresaron a casa, Laurie saludó a la señora Carrol y se marchó, no sin antes prometer que volvería por la noche.

Amy se acicaló especialmente para la velada. El tiempo y la ausencia habían hecho mella en ambos; ella veía a su viejo amigo bajo un nuevo prisma, ya no era «nuestro chico» sino un apuesto y agradable joven por el que sentía el deseo natural de agraciar. Sabía bien cómo sacar partido a su atractivo y lo hizo con ese gusto y habilidad que constituyen la verdadera fortuna de una joven sin recursos pero hermosa.

Como el tul no era caro en Niza, eligió esta tela para cubrirse aquella noche y, de acuerdo con la costumbre inglesa que indica que las jóvenes solteras han de vestir ropa sencilla, escogió un traje discreto y se adornó con flores naturales, algo de bisutería y unos complementos elegantes pero nada caros que lucían mucho. Hay que reconocer que, en el caso de Amy, a veces la artista le ganaba la partida a la mujer y apostaba por peinados extravagantes, poses estatuarias y telas sofisticadas. Pero todos tenemos defectos y no es difícil perdonar las debilidades de una joven que alegra la vista con su encanto y nos hace sonreír con su ingenua vanidad.

Quiero que me vea estupenda y que lo comente a todos cuando vuelva a casa, pensó Amy mientras se ponía un viejo vestido blanco de seda de Flo y lo cubría con un chal de tul que, al destacar el blanco de sus hombros y el dorado de su cabello, creaba un efecto de lo más artístico. Después de intentar recoger sus gruesos bucles y rizos en un mono en la nuca, tuvo el acierto de dejarse la melena suelta.

«No es lo que se lleva, pero me favorece y no puedo ir hecha un espantajo», solía decir cuando le recomendaban que se hiciese trenzas, se rizase o se ahuecase el pelo, como mandaba la moda.

Como no tenía adornos lo bastante buenos para la ocasión, decoró las faldas de lana con azaleas y enmarcó sus blancos hombros con delicadas hojas de vid. Le vinieron a la memoria sus botas teñidas y repasó satisfecha sus femeninos zapatos blancos de satén, tras lo cual bajó a la sala admirando su aristocrático calzado.

El abanico nuevo hace juego con las flores, los guantes son un primor y el encaje del pañuelo de la tía da el toque final al vestido. ¡Ojalá tuviese una nariz más regia! Entonces sería la mujer más feliz, se dijo mientras echaba un último vistazo a su aspecto, con una vela en cada mano.

A pesar de su preocupación, estaba especialmente hermosa y elegante. La joven solía caminar acompasadamente, casi nunca corría, no iba con su estilo, pensaba. Como era alta, consideraba que el aire que mejor le iba no era el de muchacha deportista o enérgica sino el de dama majestuosa, como la diosa Juno. Mientras esperaba a Laurie, recorrió el salón de un extremo a otro; aunque en una ocasión, se detuvo bajo la lámpara de araña porque se dijo que su cabello brillaría más, pero luego lo pensó mejor y se fue a un rincón, como si se avergonzase de lo infantil de su deseo de causar una buena impresión. Y fue un acierto, ya que Laurie entró sin hacer ruido y la vio de pie, junto a una ventana, con la cabeza medio vuelta, recogiéndose la falda con una mano, y al ver su figura esbelta y vestida de blanco contra las cortinas rojas le pareció una escultura bella y perfecta.

—¡Buenas noches, Diana! —saludó Laurie con esa expresión de satisfacción que a Amy tanto le gustaba ver en sus ojos cuando la miraba.

—¡Buenas noches, Apolo! —repuso sonriendo a su vez, porque él también estaba especialmente impresionante, y la idea de entrar en la sala de baile del brazo de un hombre tan encantador hizo que se apiadase de las cuatro señoritas Davis.

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