—Esta vez le ha tocado a mamá. Además, es más fácil hacer su firma que la tuya. —Mientras hablaba, Chiara recogía las hojas esparcidas por encima de la mesa y las apilaba cuidadosamente. Las dejó a un lado y levantó la mirada, deseosa de continuar con los asuntos importantes.
Él se arrimó una silla y se sentó frente a la niña.
—¿Y qué te han dicho esas personas, Chiara?
—Lo primero, que también a esa otra chica, Francesca le había contado la historia del secuestro que nos contó a nosotras en primaria, hace cinco años.
—¿Cuántos cursos estudiaste con ella, Chiara?
—Toda la básica. Luego su familia se mudó y la llevaron al colegio Vivaldi. A veces la veo, pero nunca hemos sido lo que se dice amigas.
—¿Y de esa otra chica sí era amiga? —Vio que Chiara fruncía los labios antes de contestar y agregó—: Me parece que será preferible que me lo cuentes a tu manera.
—Esa otra chica de mi colegio hizo con ella el segundo ciclo, y dice que Francesca les contaba que sus padres le advertían que tuviera mucho cuidado con quién hablaba y que nunca fuera con personas desconocidas. Es más o menos lo que nos había dicho a nosotras.
Chiara miró a su padre, buscando un gesto de aprobación, y él le sonrió, aunque esto no era mucho más de lo que le había contado durante el almuerzo.
—Como esto ya lo sabía, he pensado que sería mejor hablar con una chica de su escuela de ahora. Por eso me he tomado la tarde libre, para estar segura de encontrarla. Esa chica me ha dicho que Francesca tiene novio. No, papá, un novio de verdad. Quiero decir amantes y todo.
—¿Te ha dicho quién es él?
—No, Francesca no dice el nombre, sólo que es mayor, de más de veinte años, y que se iría con él, pero él no quiere, hasta que ella sea mayor de edad.
—¿Sabe esa chica por qué quiere irse Francesca?
—A ella le parece que es por la madre. Siempre están discutiendo.
—¿Y el padre?
—Francesca se llevaba muy bien con su padre, pero no lo veía mucho porque estaba siempre ocupado.
—Francesca tiene un hermano, ¿verdad?
—Sí, Claudio, pero estudia en Suiza. Por eso he hablado con la profe. Enseñaba en la escuela a la que iba él, y he pensado que por ella podría enterarme de algo.
—¿Y te has enterado?
—Sí, claro. Le he dicho que era la mejor amiga de Francesca y que Francesca estaba muy preocupada por cómo se tomaría Claudio esto de la muerte de su padre, estando solo en Suiza. Le he dicho que también yo lo conocía, y hasta le he dado a entender que me gustaba. —Sacudió la cabeza—. ¡Buá! Todo el mundo, absolutamente todo el mundo, dice que Claudio es un asqueroso, pero me ha creído.
—¿Qué le has preguntado?
—Le he dicho que Francesca deseaba saber si ella, quiero decir la profe, podía aconsejarle sobre cómo debía tratar a Claudio. —Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti, dijo—: Sí, ya sé que parece una estupidez, que eso es algo que nadie preguntaría, pero ya sabes cómo son los profes, cómo les gusta darte consejos y decir lo que tienes que hacer con tu vida.
—¿Y la profesora se lo ha creído?
—Naturalmente —respondió Chiara muy seria.
—Debes de ser una buena embustera —comentó Brunetti, no del todo en broma.
—Lo soy. Dice mamá que eso es algo que hay que aprender a hacer bien —dijo Chiara sin preocuparse de mirar a Brunetti, y agregó—: La profe ha dicho que Francesca debe tener presente… eso ha dicho ella, «tener presente», que Claudio siempre se había sentido más unido a su padre que a su madre, por lo que ahora lo pasará muy mal. —Hizo una mueca—. No es gran cosa, ¿eh? Cruzar toda la ciudad, para eso. Y ha estado hablando media hora para decirlo.
—¿Qué te han dicho las otras?
—Luciana… he tenido que ir hasta Castello para hablar con ella… me ha dicho que Francesca no traga a su madre, porque es una mandona que siempre estaba manipulando a su padre y diciéndole lo que tenía que hacer. Tampoco quiere al tío, que se cree que es el jefe de la familia.
—¿De qué forma lo manipulaba?
—No lo sabe. Pero es lo que decía Francesca, que su padre hacía siempre lo que mandaba la madre. —Antes de que Brunetti pudiera bromear al respecto, Chiara agregó—: No es lo mismo que entre tú y mamá. Ella te dice lo que tienes que hacer, tú le contestas que sí y luego haces lo que te parece. —Levantó la mirada hacia el reloj de la pared—. ¿Dónde estará mamá? Son casi las siete. ¿Qué habrá de cena? —Era evidente que la última pregunta era la que más la preocupaba.
—Probablemente, estará en la universidad, diciendo a algún alumno lo que debe hacer con su vida. —Antes de que Chiara decidiera entre reírse o no, Brunetti apuntó—: Si no tienes más información, ¿qué te parece si empezáramos a preparar la cena? Así mamá la encontrará lista cuando llegue, para variar.
—¿Y cuánto te parece que vale la información? —preguntó Chiara, melosa.
Brunetti reflexionó.
—Unas treinta mil —dijo al fin. Puesto que el dinero saldría de su bolsillo, él tasaba la información en esta cantidad. Pero, si era cierto que la señora Trevisan dominaba a su marido y si su dominio
alcanzaba a
la actividad profesional, el dato podía valer infinitamente más.
Al día siguiente,
Il Gazzettino
daba en primera plana la noticia del suicidio de Rino Favero, uno de los asesores financieros más importantes de la región del Véneto. Favero, se informaba, había metido su Rover en el garaje doble del sótano de su casa, había cerrado la puerta y se había tendido tranquilamente en el asiento delantero, dejando el motor en marcha. Su esposa, que había pasado la noche en el hospital junto a su madre moribunda, lo había encontrado al volver a casa por la mañana. Se rumoreaba que el nombre de Favero iba a salir a la luz en relación con el escándalo que había estallado en el Ministerio de Sanidad. Aunque toda Italia ya estaba al corriente de la acusación de que el ex ministro de Sanidad había aceptado fuertes sobornos de varios laboratorios farmacéuticos a cambio de permitirles aumentar los precios de sus medicamentos, aún no era de dominio público que Favero fuera el gestor del patrimonio del presidente de la mayor de aquellas empresas. Los que lo sabían suponían que él había decidido imitar a tantos otros de los implicados en esta vasta trama de corrupción y, para salvar el honor, había decidido eludir la acusación y el posible castigo. Eran pocos los que parecían dudar de que de esta manera pudiera salvarse el honor.
Una mañana, tres días después de la muerte de Favero y cinco del asesinato de Trevisan, cuando Brunetti llegó a su despacho estaba sonando el teléfono.
—Brunetti —contestó acercando el aparato al oído con una mano y empezando a desabrocharse la gabardina con la otra.
—Comisario Brunetti, aquí el
capitano
Della Corte, de la Policía de Padua. —A Brunetti le sonaba el nombre, y tenía la sensación de que lo había oído nombrar en términos elogiosos.
—Buenos días, capitán, ¿en qué puedo servirle?
—¿Podría decirme si en la investigación del asesinato del tren ha aparecido el nombre de Rino Favero?
—¿Favero? ¿El que se suicidó?
—¿Que se suicidó? —preguntó Della Corte—. ¿Con cuatro miligramos de Rohipnol en la sangre?
Brunetti se puso alerta. Nadie que tuviera tal cantidad de este barbitúrico en la sangre podría andar y mucho menos, conducir un coche.
—¿Qué relación puede haber con Trevisan? —preguntó.
—Lo ignoramos. Pero estamos comprobando todos los números de su libreta de teléfonos. Es decir, los números sin nombre al lado. Uno de ellos es el de Trevisan.
—¿Tienen ya las listas? —No hacía falta especificar que se refería a las listas de las llamadas hechas desde el teléfono de Favero.
—No hay constancia de que llamara al despacho ni al domicilio particular de Trevisan. Por lo menos, desde sus propios teléfonos.
—Entonces, ¿por qué había de tener los números? —preguntó Brunetti.
—Eso es lo que nos gustaría saber. —El tono de Della Corte era seco.
—¿Cuántos más números sin nombre había?
—Ocho. Uno es de un bar de Mestre, otro de una cabina de la estación de Padua y el resto no existen.
—¿Qué quiere decir?
—Que no son del Véneto.
—¿Ni de otras provincias o ciudades?
—Tampoco. O tienen demasiados dígitos o no corresponden a números de este país.
—¿Del extranjero entonces?
—A la fuerza.
—¿Ningún indicio del país ni del prefijo?
—Dos parecen del este de Europa y dos podrían ser de Ecuador o de Tailandia, pero no me pregunte cómo han podido averiguarlo los chicos que me lo han dicho. Todavía están trabajando con los otros —respondió Della Corte—. Pero nunca llamó a ninguno de estos números desde sus teléfonos, ni a los del extranjero ni a los del Véneto.
—Pero los tenía anotados —dijo Brunetti.
—Sí, los tenía anotados.
—Pudo llamar desde una cabina —sugirió Brunetti.
—Ya lo sé.
—¿Y qué me dice de otras llamadas internacionales? ¿Llamaba con frecuencia a algún país en concreto?
—Llamaba con frecuencia a muchos países.
—¿Clientela internacional? —preguntó Brunetti.
—Algunas de las llamadas eran a clientes, sí. Pero muchas no corresponden a personas para las que trabajara.
—¿Qué países?
—Austria, Holanda, República Dominicana… —empezó Della Corte. Se interrumpió y dijo—: Un momento, aquí tengo la lista. —Sonó un golpe seco del teléfono en la mesa, un murmullo de papeles y de nuevo la voz de Della Corte—. Y Polonia, Rumania y Bulgaria.
—¿Con qué frecuencia llamaba?
—A algunos de estos países, dos veces a la semana.
—¿Siempre al mismo número o números?
—No siempre.
—¿Los han localizado?
—El número austríaco corresponde a una agencia de viajes de Viena.
—¿Y los otros?
—Comisario, no sé si estará usted muy familiarizado con la Europa del Este, pero allí no tienen ni guías telefónicas, y no digamos telefonistas que te digan de quién es un número determinado.
—¿Y la policía?
Della Corte resopló con desdén.
—¿Han llamado a esos números? —preguntó Brunetti.
—Sí. Nadie contesta.
—¿En ninguno?
—En ninguno.
—¿Qué me dice de los teléfonos de la estación y del bar? —preguntó Brunetti.
En respuesta recibió otro resoplido, pero ahora Della Corte explicó:
—Tuve suerte de que se me autorizara a localizar los números. —Della Corte hizo una pausa larga, y Brunetti esperó la petición que sabía que no podía dejar de llegar—. He pensado que usted, que está mucho más cerca, podría enviar a alguien a vigilar el teléfono del bar.
—¿Dónde está? —preguntó Brunetti tomando un bolígrafo de la mesa, pero sin comprometerse.
—¿Significa eso que enviará usted a alguien?
—Lo intentaré —respondió Brunetti. Era lo más que podía hacer—. ¿Dónde está?
—No tengo más que un nombre y una dirección. No conozco Mestre lo suficiente como para saber por dónde cae. —En opinión de Brunetti, Mestre no era una ciudad digna de ser conocida lo suficiente como para saber por dónde caía nada. —Se llama Bar Pinetta. Via Fagare, dieciséis. ¿Sabe dónde está? —preguntó Della Corte.
—La Via Fagare está cerca de la estación, según creo. Pero no he oído hablar de ese bar. —Después de acceder, en cierta medida, a ayudar a su comunicante, Brunetti pensó que tenía derecho a solicitar cierta información a cambio—. ¿Tiene idea de qué relación pueda haber?
—¿Está enterado de lo de las empresas farmacéuticas?
—¿Y quién no lo está? ¿Piensan que los dos pudieran estar involucrados?
En lugar de responder directamente, Della Corte dijo:
—Es una posibilidad. Pero queremos empezar investigando a todos sus clientes. Trabajaba para mucha gente del Véneto.
—¿Gente respetable?
—De lo más respetable. Desde hacía un par de años había empezado a llamarse «procurador» en lugar de simple gestor.
—¿Era bueno?
—Dicen que el mejor.
—Entonces lo bastante bueno como para entender el impreso del impuesto sobre la renta —apuntó Brunetti, tratando con la broma de crear un sentimiento de complicidad. Le constaba que todos los italianos sentían una profunda aversión hacia la oficina de impuestos, pero este año, con un formulario de treinta y dos páginas que el propio ministro de Hacienda se había confesado incapaz de rellenar, la aversión se había exacerbado.
La palabra soez que musitó Della Corte denotaba claramente sus sentimientos hacia la oficina de impuestos, pero no delataba sentimiento alguno de compañerismo.
—Sí, al parecer era lo bastante bueno hasta para eso. Su lista de clientes haría enfermar de envidia a la mayoría de sus colegas.
—¿Incluía a Medi-Tech? —preguntó Brunetti, nombrando a la mayor de las empresas implicadas en el escándalo de fijación de precios.
—No; al parecer, él no tenía nada que ver con sus tratos con el ministerio, y su trabajo para el presidente se circunscribía a su patrimonio personal.
—¿Así que no estaba implicado en el escándalo? —preguntó Brunetti, cada vez más interesado.
—No que nosotros sepamos.
—¿Alguna otra razón para…? —Brunetti buscaba la palabra adecuada—. ¿…su muerte?
Della Corte no contestó inmediatamente.
—No hemos encontrado nada. Estaba casado. Desde hacía treinta y siete años. Felizmente, al parecer. Cuatro hijos, todos ellos licenciados universitarios y ninguno, problemático.
—¿Así pues, asesinato?
—Probablemente.
—¿Lo dirá a los periódicos?
—No; por lo menos, hasta que podamos decirles algo más, a no ser que alguno descubra lo del informe del forense —respondió Della Corte, dando la impresión de que él podría impedir durante algún tiempo que tal cosa sucediera.
—¿Y cuando se enteren? —Brunetti recelaba de la prensa y de las muchas libertades que se tomaba con la verdad.
—Ya me preocuparé cuando llegue el momento —dijo Della Corte ásperamente—. ¿Me tendrá informado si averigua algo en el bar?
—Por supuesto. ¿Puedo llamarle a la
questura
?
Della Corte le dio el número de la línea directa de su despacho.
—… y, Brunetti, si descubre algo, no dé la información a cualquier otra persona que pueda contestar al teléfono, ¿de acuerdo?
—Descuide —dijo Brunetti, aunque la petición no dejó de sorprenderle.