Muerte y juicio (10 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte y juicio
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—Si volvemos a tropezamos con el nombre de Trevisan, le llamaré. Trate de descubrir si había alguna relación entre ellos. Un número de teléfono no es mucho.

Brunetti se mostró de acuerdo, pero era algo y, por lo que al caso Trevisan se refería, mucho más de lo que tenían ellos.

La despedida de Della Corte fue brusca, como si lo reclamaran asuntos más importantes.

Brunetti colgó el teléfono y se arrellanó en su sillón, tratando de adivinar qué relación podía existir entre un abogado de Venecia y un gestor de Padua. Uno y otro debían de moverse en los mismos círculos sociales y profesionales, por lo que nada tendría de particular que se conocieran ni que el teléfono de uno apareciera en la libreta del otro. Pero era curioso que estuviera anotado sin nombre y con la insólita compañía de dos teléfonos públicos y otros números de lugares desconocidos. Y más extraño todavía era que el número apareciera en la libreta de direcciones de un hombre que había sido asesinado la misma semana que Trevisan.

12

Brunetti llamó a la
signorina
Elettra para preguntar si la SIP había facilitado ya lista de todas las llamadas telefónicas de Trevisan durante los seis meses últimos que él había pedido, y ella le respondió que la lista estaba encima de la mesa del comisario desde la víspera. Él colgó y empezó a revolver papeles, apartando los informes de personal que había estado demorando revisar desde hacía dos semanas y una carta de un antiguo compañero de Nápoles, que temía leer porque sabía que lo deprimiría.

Allí estaba la lista de llamadas, treinta hojas de impresora en una carpeta. En la primera hoja sólo había llamadas de larga distancia, hechas desde el despacho y desde el domicilio. Los números estaban dispuestos en columnas, con el prefijo de la ciudad o el país correspondiente, la hora de la llamada, duración y, por último, el nombre de la ciudad o el país. Hojeó rápidamente las listas y vio que sólo indicaban las llamadas hechas desde aquellos teléfonos, no las recibidas. Quizá éstas no se habían solicitado o quizá la SIP tardaba más en localizarlas. O quizá se había inventado una nueva traba burocrática para el trámite de esta petición, que demoraba su llegada.

Brunetti repasó la columna de la derecha, correspondiente a las ciudades. En las primeras páginas, no se apreciaba una pauta pero, a partir de la cuarta, pudo observar que Trevisan —o quienquiera que utilizara sus teléfonos— llamaba a tres números de Bulgaria con cierta regularidad, por lo menos, dos o tres veces al mes. Otro tanto ocurría con números de Hungría y de Polonia. Recordó que Della Corte había mencionado el primero de estos países, pero no los otros. Intercaladas había llamadas a Holanda e Inglaterra, éstas, motivadas quizá por la especialidad profesional de Trevisan. La República Dominicana no aparecía en la lista, y las llamadas a Austria y Holanda, los otros países mencionados por Della Corte, no parecían frecuentes.

Brunetti ignoraba en qué medida podían despacharse por teléfono los asuntos de un bufete jurídico, por lo que no sabía si la lista que tenía delante reflejaba un número exagerado de llamadas.

Descolgó el teléfono y pidió a la centralita que le pusieran con el número que le había dado Della Corte. Cuando el otro policía contestó, Brunetti se identificó y pidió los números de Padua y de Mestre que figuraban en la libreta de Favero.

Cuando Della Corte se los hubo leído, Brunetti dijo:

—Tengo delante una lista de las llamadas de Trevisan, pero sólo las de larga distancia, así que los números de Mestre no saldrán. ¿Quiere esperar un momento, mientras compruebo si aparece el número de Padua?

—Pregúnteme si quiero morir en los brazos de una quinceañera y recibirá la misma respuesta.

Brunetti lo tomó por una afirmación y empezó a repasar la lista, deteniéndose cada vez que encontraba el 049, prefijo de Padua. Las tres primeras páginas no revelaron nada, pero en la quinta y de nuevo en la novena vio el número. Éste desaparecía temporalmente, para reaparecer en la página 14, tres veces la misma semana.

La respuesta de Della Corte cuando Brunetti le comunicó su hallazgo fue un gruñido.

—Creo que vale más que ponga a alguien en ese teléfono.

—Y yo enviaré a alguien al bar, a echar un vistazo —dijo Brunetti, ahora interesado, deseando saber qué clase de bar era y quién lo frecuentaba, pero deseando sobre todo conseguir una lista de las llamadas locales de Trevisan y ver si en ella aparecía el número del bar.

Los largos años de servicio y la dura experiencia habían destruido toda la fe que Brunetti pudiera haber tenido en la casualidad. No podía ser casualidad que dos hombres que habían sido asesinados con pocos días de diferencia conocieran un mismo número de teléfono. Aquel número de Padua significaba algo, aunque Brunetti no podía adivinar qué, y de pronto tuvo la convicción de que el número del bar de Mestre estaría en la lista de las llamadas locales de Trevisan.

Después de prometer a Della Corte que tan pronto como averiguara algo acerca del teléfono de Mestre se lo comunicaría, Brunetti soltó la tecla de la línea exterior de su aparato y marcó el número de la extensión de Vianello. Cuando el sargento contestó, Brunetti le pidió que subiera a su despacho.

Minutos después entraba Vianello.

—¿Trevisan? —preguntó, mirando a Brunetti a los ojos con franca curiosidad.

—Sí. Acabo de recibir una llamada de la policía de Padua acerca de Favero.

—¿El gestor que trabajaba para el ministro de Sanidad? —preguntó Vianello. Cuando Brunetti movió la cabeza afirmativamente, Vianello estalló con vehemencia—: ¡Todos tendrían que hacer eso!

Brunetti lo miró con asombro.

—¿Hacer qué?

—Matarse, todo ese hatajo de sinvergüenzas. —Con la misma brusquedad con que se había sulfurado, Vianello se calmó y se sentó en la silla situada frente al escritorio de Brunetti.

—¿A qué viene eso? —preguntó Brunetti.

Por toda respuesta, Vianello se encogió de hombros y agitó una mano frente a sí.

Brunetti aguardaba.

—Es el editorial del
Corriere
de esta mañana —explicó Vianello al fin.

—¿Qué dice?

—Que hay que compadecer a esos pobres hombres, que se ven empujados a quitarse la vida por la vergüenza y el sufrimiento que se les impone, que los jueces deberían dejarles salir de la cárcel para que pudieran volver junto a sus familias. He olvidado el resto. Leer eso sólo ya me ha puesto enfermo. —Como Brunetti no dijera nada, Vianello prosiguió—: Cuando el que roba un bolso va a la cárcel, no leemos editoriales, por lo menos, en el
Corriere,
pidiendo la excarcelación o compasión para ellos. Y sólo Dios sabe los millones que han robado estos cerdos. Sus impuestos, comisario. Los míos. Miles y miles de millones. —Al darse cuenta de que estaba alzando la voz, Vianello repitió el ademán como si desechara su indignación, y preguntó moderando el tono—: ¿Qué hay de Favero?

—Que no se suicidó —dijo Brunetti.

La expresión facial de Vianello era de franca sorpresa.

—¿Qué ocurrió? —preguntó, aparentemente olvidada ya su explosión.

—Tenía tantos barbitúricos en el cuerpo que no podía haber conducido.

—¿Qué cantidad? —preguntó Vianello.

—Cuatro miligramos —y, antes de que Vianello le dijera que ésta no era una dosis fuerte, puntualizó—: De Rohipnol. —Vianello sabía, al igual que Brunetti, que cuatro miligramos de Rohipnol harían dormir durante un día y medio a cualquiera de ellos dos.

—¿Qué relación hay con Trevisan? —preguntó Vianello.

Hacía tiempo que Vianello, al igual que Brunetti había dejado de creer en las coincidencias, y se mostró atento al dato de que ambas víctimas tenían anotado un mismo número de teléfono.

—¿En la estación de Padua? —preguntó Vianello—. ¿Y un bar de Via Fagare?

—Sí. El bar Pinetta. ¿Lo conoce?

Vianello miró hacia un lado y luego asintió.

—Me parece que sí, si es el que imagino. ¿A la izquierda de la estación?

—Eso no lo sé —contestó Brunetti—. Dicen que está cerca de la estación, pero nunca había oído hablar de él.

—Sí, me parece que es el Pinetta.

Brunetti asintió y esperó a que Vianello continuara.

—Si es el que supongo, es bastante malo. Muchos norteafricanos, de esos del
tú comprar
que hay por todas partes. —Vianello se interrumpió, y Brunetti se preparó para oír un comentario despectivo sobre los vendedores callejeros que infestaban Venecia con sus bolsos Gucci de imitación y sus tallas africanas. Pero Vianello lo sorprendió al decir—: Pobres tipos.

Hacía tiempo que Brunetti había abandonado toda esperanza de descubrir coherencia política en sus conciudadanos, pero le pilló desprevenido la simpatía que manifestaba Vianello por aquellos vendedores sin licencia, generalmente los más despreciados de los cientos de miles de inmigrantes que inundaban Italia con la esperanza de recoger unas migajas de la riqueza del país. Sin embargo, Vianello, que no sólo votaba por la Lega Nord sino que afirmaba con convicción que había que dividir a Italia por el norte de Roma y, en sus momentos de mayor exaltación, incluso abogaba por la construcción de una muralla para detener a los bárbaros, es decir, los africanos, porque para él, al sur de Roma todos eran africanos, ese mismo Vianello los llamaba ahora «pobres tipos», y su compasión parecía sincera.

Aunque la observación desconcertó a Brunetti, éste prefería no hablar de eso ahora, y se limitó a preguntar:

—¿Tenemos a alguien que pudiera ir allí por la noche?

—¿Para hacer qué? —preguntó Vianello, no menos deseoso que Brunetti de eludir el otro tema.

—Tomar unas copas. Charlar con la clientela. Ver quién usa el teléfono. Quién contesta cuando suena.

—¿Quiere decir alguien que no tenga pinta de policía?

Brunetti asintió.

—¿Puccetti? —sugirió Vianello.

Brunetti movió la cabeza negativamente.

—Demasiado joven.

—Y, probablemente, demasiado limpio —convino Vianello inmediatamente.

—Pues bonito lugar debe de ser el Pinetta.

—Es la clase de sitio en el que prefiere uno llevar la pistola —dijo Vianello. Y, después de pensar un momento, apuntó con forzada indiferencia—: Parece un trabajo para Topa. —Se refería a un sargento que se había retirado hacía seis meses, después de treinta años de servicio. El verdadero nombre de Topa era Romano, pero nadie le había llamado así desde hacía más de cinco décadas, cuando era un niño regordete, como el ratoncito al que aludía el apodo. El niño creció y se convirtió en un hombre tan fornido que había que hacerle la chaqueta del uniforme a medida, pero el nombre le quedó, indeleble a pesar de su incongruencia. Nadie se había reído nunca de Topa por tener un apodo con terminación femenina. Durante sus treinta años de servicio, varias personas habían tratado de perjudicarle, pero nadie se había atrevido a reírse de su apodo.

Como Brunetti no contestara, Vianello levantó la mirada y la desvió rápidamente.

—Ya sé lo que piensa usted de él, comisario. —Y, antes de que Brunetti pudiera hacer un comentario, dijo—: En realidad, no sería trabajo. Por lo menos, oficialmente. Sería sólo un favor que le hacía a usted.

—¿Yendo al Pinetta?

Vianello asintió.

—No me gusta —dijo Brunetti.

—Sería sólo un jubilado que entra en un bar a tomar una copa, o quizá a jugar una partida de cartas. —Ante el silencio de Brunetti, Vianello prosiguió—: Un policía retirado puede entrar en un bar a jugar una partida si le apetece, ¿no?

—Eso es lo que no sé —dijo Brunetti.

—¿El qué?

—Si le apetece. —Era evidente que ninguno de los dos deseaba o veía la utilidad de mencionar la razón del retiro anticipado de Topa. Hacía un año, Topa había arrestado a un joven de veintitrés años, hijo de un consejero municipal, por abusos a una niña de ocho años. El arresto tuvo lugar por la noche, en el domicilio del joven, y cuando el sospechoso llegó a la
questura
tenía fracturados un brazo y el tabique nasal. Topa dijo que el joven le había atacado en un intento de fuga, pero el joven afirmó que Topa había parado el coche camino de la
questura,
le había metido en un callejón y le había golpeado.

El policía que estaba de guardia en la
questura
trató en vano de describir la mirada que Topa lanzó al sospechoso cuando éste empezó a contar esta historia. El joven no la repitió, ni presentó denuncia. No obstante, al cabo de una semana, del despacho del
vicequestore
Patta partió la consigna de que al sargento Topa le había llegado la hora del retiro, y éste la acató, perdiendo con ello una parte de la pensión. El joven fue sentenciado a dos años de arresto domiciliario. Topa, que tenía una nieta de siete años, nunca dijo ni una palabra del arresto, de su retiro ni de las circunstancias que lo rodearon.

Sin darse por enterado de la mirada de Brunetti, Vianello preguntó:

—¿Quiere que le llame?

Brunetti vaciló antes de decir, a regañadientes:

—De acuerdo.

Vianello se guardó bien de sonreír.

—No llega del trabajo hasta las ocho. Lo llamaré entonces.

—¿Trabajo? —preguntó Brunetti, a sabiendas de que no debía preguntar. La ley prohibía trabajar a los jubilados, que, si la contravenían, se exponían a perder la pensión.

—Trabajo —repitió Vianello lacónicamente, levantándose—. ¿Desea algo más, comisario?

Brunetti recordó que Topa había sido compañero de Vianello durante más de siete años y que el sargento quiso marcharse cuando Topa fue obligado a retirarse y sólo la enérgica intervención de Brunetti lo disuadió. Topa nunca había parecido a Brunetti la clase de persona que mereciera sacrificios heroicos.

—No, nada más. Al bajar, ¿querrá pedir a la
signorina
Elettra que pregunte a los de la SIP si pueden darle la lista de las llamadas locales de Trevisan?

—El Pinetta no es un sitio al que llame normalmente un abogado especializado en derecho internacional —comentó Vianello.

Tampoco parecía un sitio al que tuviera que llamar un prestigioso gestor de patrimonios, pero Brunetti se reservó la opinión.

—Las listas nos lo dirán —dijo llanamente. Vianello esperó un momento y, en vista de que su superior no añadía nada, bajó a su despacho, dejando a Brunetti especulando sobre las razones por las que relevantes y prósperos ciudadanos llamaban a teléfonos públicos, especialmente de un local tan dudoso como el bar Pinetta.

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