—No, que yo recuerde. Carlo estaba siempre muy absorbido por su trabajo. Con los cambios políticos de los últimos años y la apertura de nuevos mercados, estaba muy ocupado. Pero no, durante estos últimos meses no me ha parecido especialmente nervioso, no más de lo que normalmente justificaría su trabajo.
—¿Le había hablado de algún caso en el que estuviera trabajando o quizá de algún cliente que le preocupara especialmente?
—No, nada de eso.
Brunetti esperaba.
—Tenía un cliente nuevo —dijo ella al fin—. Un danés que quería abrir un negocio de importación, quesos y mantequilla, según creo, y que tenía dificultades con las normas de la Unión Europea. Carlo estaba tratando de encontrar la forma de que él pudiera transportar su mercancía a través de Francia en lugar de Alemania. O quizá era al revés. Estaba muy atareado con esto, pero no disgustado.
—¿Y en el bufete? ¿Cómo eran sus relaciones con sus empleados? ¿Normales? ¿Amistosas?
Ella juntó las manos en el regazo y se las contempló.
—Creo que sí. Desde luego, nunca dijo tener problemas con el personal. De haberlos tenido, estoy segura de que me lo hubiera dicho.
—¿Es cierto que la firma era suya en su totalidad, que los otros abogados eran simples asalariados?
—¿Cómo dice? —Ella le miraba ahora con extrañeza—. No entiendo la pregunta.
—¿Los otros abogados participaban de los beneficios del bufete o eran empleados?
Ella levantó la mirada de las manos y la posó en Brunetti.
—Lo siento, pero no puedo responder a eso,
dottor
Brunetti. No sé casi nada de los asuntos profesionales de Carlo. Tendrá que hablar con su apoderado.
—¿Y quién es el apoderado,
signora
?
—Ubaldo.
—¿Su hermano?
—Sí.
—Comprendo —respondió Brunetti. Después de una pausa, prosiguió—: Me gustaría hacerle unas preguntas acerca de su vida personal,
signora.
—¿Nuestra vida personal? —repitió ella, como si nunca hubiera oído la expresión. En vista de que él no decía nada, la mujer movió la cabeza de arriba abajo, para indicarle que podía empezar.
—¿Cuánto tiempo llevaban de matrimonio?
—Diecinueve años.
—¿Cuántos hijos tiene,
signora
?
—Dos. Claudio, de diecisiete años y Francesca, de quince.
—¿Van a la escuela en Venecia?
Ella le miró fijamente.
—¿Por qué lo pregunta?
—Yo tengo una hija de catorce años, Chiara, y he pensado que a lo mejor se conocen —respondió él con una sonrisa, para demostrar la inocencia de la pregunta.
—Claudio estudia en Suiza, pero Francesca está aquí, con nosotros, quiero decir conmigo —rectificó ella, pasándose la mano por la frente.
—¿Diría usted que el suyo era un matrimonio feliz,
signora
?
—Sí —respondió ella inmediatamente, con mucha más rapidez de la que hubiera contestado Brunetti a esta misma pregunta, aunque hubiera dado la misma respuesta. De todos modos, ella no se extendió en explicaciones.
—¿Podría decirme si tenía su marido amigos íntimos o socios?
Ella levantó la mirada, pero volvió a bajarla a sus manos.
—Nuestros amigos más íntimos son los Nogare, Mirto y Graziella. Él es arquitecto y viven en
campo
Sant'Angelo. Son los padrinos de Francesca. De socios no sé nada, tendrá que preguntar a Ubaldo.
—¿Otros amigos,
signora
?
—¿Para qué necesita saber todo esto? —dijo ella levantando la voz con sequedad.
—Me gustaría saber más cosas de su marido,
signora.
—¿Por qué? —La pregunta saltó de su garganta, casi a pesar suyo.
—Mientras no sepa qué clase de persona era, no podré comprender por qué ha ocurrido esto.
—¿Un robo? —preguntó ella, casi con sarcasmo.
—No fue robo,
signora.
Lo mataron deliberadamente.
—Nadie podía tener motivos para matar a Carlo —insistió ella. Brunetti, que había oído esto más veces de las que deseaba recordar, no dijo nada.
De pronto, la
signora
Trevisan se puso de pie.
—¿Tiene usted más preguntas? Si no es así, me gustaría volver junto a mi hija.
Brunetti se levantó y extendió la mano.
—De nuevo, muchas gracias por haber accedido a hablar conmigo,
signora.
Comprendo el doloroso trance por el que atraviesan usted y su familia, y le deseo que encuentre el valor necesario para superarlo. —Aún no había acabado de hablar cuando comprendió que sus palabras eran los formulismos que se utilizan cuando no se percibe un dolor verdadero, como ocurría en este caso.
—Gracias, comisario —dijo ella imprimiendo en su mano un leve apretón y yendo hacia la puerta. La sostuvo abierta mientras él salía y lo acompañó al recibidor. Los otros miembros de la familia no daban señales de vida.
Brunetti saludó a la viuda con una inclinación de cabeza y empezó a bajar la escalera mientras a su espalda la puerta se cerraba con suavidad. Parecía extraño que, al cabo de casi veinte años de matrimonio, una mujer no supiera nada de los negocios del marido. Y más extraño todavía cuando su propio hermano era el apoderado. ¿De qué hablaban durante las comidas familiares? ¿De fútbol? Todas las personas que Brunetti conocía detestaban a los abogados. Brunetti detestaba a los abogados. Por lo tanto, no podía creer que un abogado no tuviera enemigos, especialmente si era famoso y rico. Al día siguiente hablaría de esto con Lotto, que quizá fuera más explícito que su hermana.
Mientras Brunetti estaba en el apartamento de Trevisan, el cielo se había encapotado y la tarde había refrescado. Por su reloj, aún no eran las seis, y hubiera tenido que volver a la
questura,
pero tomó el camino de su casa, por el puente de Accademia. Durante el trayecto entró en un bar y pidió un vasito de vino blanco. Tomó uno de los
pretzels
que había en la barra, pero al primer mordisco lo echó al cenicero. No era el vino mejor que el
pretzel,
por lo que también lo dejó y siguió hacia casa.
Mientras caminaba trataba de evocar la expresión que había visto en la cara de Francesca Trevisan cuando la muchacha había aparecido en el vano de la puerta, pero no recordaba más que unos ojos grandes, brillantes y secos. La muchacha se parecía a su madre tanto por el corte de sus facciones como por su fría resignación. No había pena en aquellos ojos sino sólo sorpresa. ¿Esperaba ver allí a otra persona?
¿Cómo reaccionaría Chiara si lo mataran a él? ¿Y Paola? ¿Sería capaz su mujer de contestar a un policía preguntas sobre su vida personal? Desde luego, Paola no podría decir, como la
signora
Trevisan, que ella no sabía nada de los asuntos profesionales de su difunto esposo. Esta pretendida ignorancia resultaba a Brunetti, más que chocante, inverosímil.
Cuando abrió la puerta de su casa, el radar afinado durante muchos años le dijo que no había nadie. Fue a la cocina, y vio la mesa cubierta de periódicos y lo que parecían los deberes de Chiara, hojas con números y signos matemáticos que no tenían ningún sentido para él. Tomó una de las hojas y contempló las largas series de cifras trazadas con la escritura inclinada y pulcra de su hija, que, si no le fallaba la memoria, desarrollaban una ecuación de segundo grado. ¿Cálculo? ¿Trigonometría? Las matemáticas nunca fueron su fuerte y, además, al cabo de tanto tiempo, casi no recordaba nada. No obstante, tenía que haberlas estudiado durante cuatro años.
Brunetti apartó los papeles de Chiara y repasó los diarios, en los que el asesinato de Trevisan competía por la atención con otro caso de soborno de otro senador. Habían transcurrido años desde que el juez Di Pietro había formulado la primera acusación formal, y los granujas seguían gobernando el país. Todas, o casi todas, las figuras políticas que habían ocupado los cargos de mayor responsabilidad desde que Brunetti era niño habían sido acusadas una y otra vez y hasta habían empezado a acusarse mutuamente, sin que ninguna llegara a ser juzgada y sentenciada, a pesar de haber vaciado las arcas del Estado. Hacía décadas que se llenaban los bolsillos, pero nada —ni la repulsa popular, ni un desbordamiento de indignación nacional— había podido apartarlos del poder. Volvió la página y vio las fotos de los dos peores, el chepa y el cerdo calvorota, y dobló el diario con asco y cansancio. Nada cambiaría. Brunetti sabía no pocas cosas de aquellos escándalos, sabía adonde había ido buena parte del dinero y sabía quién sería señalado con el dedo a continuación, pero también sabía con absoluta certeza que todo seguiría igual. Lampedusa estaba en lo cierto: tenía que parecer que todo cambiaba, para que todo siguiera igual. Habría elecciones, caras nuevas y nuevas promesas, pero la única diferencia sería que en las arcas se meterían otras manos.
Y en los discretos bancos privados de Suiza se abrirían otras cuentas.
Brunetti conocía bien —y casi temía— este estado de ánimo, esta convicción que a veces lo asaltaba de la futilidad de su trabajo. ¿Por qué preocuparse por meter en la cárcel a un revientapisos, si el que ha estafado miles de millones a la Sanidad nacional es nombrado embajador en el país al que ha estado desviando los fondos desde hace años? ¿Y qué sistema judicial podía imponer una multa a la persona que dejaba de pagar el impuesto por la radio del coche, si el fabricante de ese coche, que reconocía haber pagado miles de millones a los jefes de los sindicatos para que impidieran a sus afiliados pedir mejoras laborales, podía seguir en libertad? ¿Por qué arrestar a nadie por asesinato, o por qué preocuparse en buscar a la persona que había asesinado a Trevisan, si el que durante décadas había sido el político más relevante del país estaba acusado de ordenar el asesinato de los pocos jueces honrados que habían tenido el valor de investigar a la Mafia?
La llegada de Chiara interrumpió esta lúgubre reflexión. La niña cerró con un portazo y entró con mucho ruido y un montón de libros. Brunetti la vio meterse en su habitación, de donde salió a los pocos momentos sin los libros.
—Hola, ángel —la saludó—. ¿Te apetece comer algo? —Y cuándo no le apetecía, se preguntó el padre.
—
Ciao, papà
—respondió ella, que venía por el pasillo batallando con la manga de la chaqueta, que había vuelto del revés, en su empeño por liberar la mano, aprisionada en el puño. Él observó cómo su hija tiraba ahora de la manga rebelde con la otra mano. Desvió la mirada Un momento y al volverse de nuevo vio que la chaqueta estaba en el suelo y que Chiara se agachaba a recogerla.
La niña entró en la cocina y puso la mejilla para recibir el beso que él le daba. Fue a la nevera, la abrió, se agachó a mirar en su interior, metió una mano y sacó un paquete de queso. Se enderezó, tomó un cuchillo del cajón y cortó una gruesa loncha.
—¿Pan? —preguntó su padre, bajando una bolsa de panecillos de encima del frigorífico. Ella asintió y le dio un trozo de queso a cambio de dos panecillos.
—Papá —empezó ella—, ¿a cuánto cobran la hora los policías?
—No lo sé exactamente, Chiara. Cobran un sueldo, pero a veces tienen que trabajar más horas que un empleado de oficina.
—¿Te refieres a cuando hay mucha delincuencia o cuando tienen que seguir a alguien en particular?
—Sí. —Él señaló el queso con el mentón y ella cortó otra loncha y se la dio.
—¿O cuando tienen que pasar mucho tiempo interrogando a la gente, sospechosos y así? —insistió ella, reacia a abandonar el tema.
—Sí —repitió él, preguntándose adonde querría ir a parar.
Chiara terminó el segundo panecillo y metió la mano en la bolsa, en busca del tercero.
—Mamá te matará si te comes todo el pan —dijo él. A fuerza de años de repeticiones, la frase, más que una advertencia, era un mimo.
—¿A cuánto crees tú que saldría la hora, papá? —preguntó ella, abriendo el panecillo, sin darse por enterada del aviso.
Él, consciente de que acabaría pagando la suma que ahora mencionara, decidió inventar una cifra.
—Calculo que sobre unas veinte mil liras la hora. —Y, suponiendo que ella esperaba la pregunta, agregó—: ¿Por qué?
—Bueno, como creí que te interesaría saber cosas del padre de Francesca, he hecho preguntas, y me parece que, ya que he trabajado para la policía, tendrían que pagarme. —Únicamente cuando observaba en sus hijos estas señales de mercantilismo lamentaba Brunetti la milenaria tradición comercial de Venecia.
No contestó, y Chiara, dejando de masticar, lo miró fijamente.
—¿Qué te parece?
Él reflexionó.
—Depende de lo que descubrieras, Chiara. Porque tú no cobras un sueldo fijo, hagas lo que hagas, como los policías de verdad. Tú serías una especie de eventual que trabaja de
freelance,
y se te pagaría según el valor de la información que dieras.
Ella meditó un momento y pareció convencida por la lógica del argumento.
—Está bien. Yo te digo lo que he descubierto y tú me dices cuánto te parece que vale.
No sin admiración, Brunetti apreció la habilidad con que su hija soslayaba la cuestión fundamental, de si él le pagaría la información o no y, como si ya estuviera cerrado el trato, pasaba a negociar los detalles. Adelante pues.
—Cuenta.
Chiara terminó el tercer panecillo, se limpió los labios con un paño de cocina y se sentó, con las manos juntas encima de la mesa, en actitud formal.
—He tenido que hablar con cuatro personas diferentes, antes de poder averiguar algo —dijo muy seria, como si hablara delante de un tribunal. O de una cámara de televisión.
—¿Quiénes son esas personas?
—Una chica del colegio al que ahora va Francesca, una maestra y una chica de mi colegio y una de las chicas que hacían primaria con nosotras.
—¿Y todo en una tarde, Chiara?
—Oh, he tenido que tomarme la tarde libre, para ir a ver a Luciana, y al colegio de Francesca donde estaba esa chica, pero antes de salir he hablado con la profe y con la chica de mi escuela.
—¿Te has tomado la tarde libre? —preguntó Brunetti, pero sólo por curiosidad.
—Claro, lo hacen todos. Llevas una nota de los padres diciendo que estás enferma o que tienes que ir a algún sitio, y nadie te hace preguntas.
—¿Y eso lo haces muy a menudo, Chiara?
—Oh, no, papá, sólo cuando es necesario.
—¿Y la nota quién la ha firmado?