Ella miró el teclado de su ordenador donde, al parecer, encontró la respuesta que buscaba, y levantó la cara hacia Brunetti.
—Es indiferente que se lo diga usted o yo, comisario. Mi hermana no ha hecho nada malo. De modo que no le diré nada.
Él preguntó entonces por curiosidad:
—¿Y si no fuera indiferente? ¿Y si ella hubiera hecho algo malo?
—Si eso había de ayudarla, la avisaría. Por supuesto.
—¿Aun a costa de vulnerar un secreto policial? —preguntó él, y entonces sonrió, para dar a entender que bromeaba, aunque no era así.
Ella le miraba ahora con perplejidad.
—¿Cree usted que yo respetaría un secreto policial en algo que afectara a mi familia?
Él respondió, cortado:
—No; no lo creo.
La
signorina
Elettra sonrió, satisfecha de haber podido ayudar una vez más al comisario a ser más comprensivo.
—¿Sabe usted algo más acerca de la esposa? —y entonces Brunetti rectificó—: La viuda.
—No directamente. Sólo lo que he leído en la prensa. Siempre anda metida en Causas Nobles —dijo haciendo audibles las mayúsculas—. Por ejemplo, recogiendo alimentos para Somalia, que luego son robados, enviados a Albania y vendidos. O bien organizando conciertos de gala con los que a duras penas se cubren gastos, pero dan a las organizadoras la ocasión de ponerse de tiros largos y presumir ante las amistades. Me sorprende que no sepa usted quién es.
—Tengo una vaga idea de haber leído el nombre, pero nada más. ¿Y el marido?
—Era especialista en derecho internacional, y muy bueno, según creo. Si mal no recuerdo, intervino en un convenio con Polonia, o Chequia, o uno de esos países en los que la gente come muchas patatas y viste mal… pero no recuerdo cuál de ellos.
—¿Qué clase de convenio?
Ella movió negativamente la cabeza, sin poder recordar.
—¿Podría averiguarlo?
—Quizá si me acercara a las oficinas del
Gazzettino
podría encontrar algo.
—¿Tiene algo que hacer para el
vicequestore
?
—Le haré la reserva para el almuerzo y bajaré al
Gazzettino.
¿Desea que busque algo más?
—Sí, vea si hay algo acerca de la esposa. ¿Quién escribe ahora las crónicas de sociedad?
—Pitteri, me parece.
—Pues hable con él, a ver qué puede decirle de ellos dos; especialmente, cosas que no haya podido publicar.
—Que son las cosas que la gente prefiere leer.
—Eso parece —dijo Brunetti.
—¿Algo más?
—No,
signorina,
muchas gracias. ¿Ha llegado Vianello?
—No lo he visto.
—Cuando llegue, ¿hará el favor de decirle que suba a mi despacho?
—Desde luego —dijo ella, y volvió a la revista. Brunetti echó una ojeada al artículo que ella estaba leyendo, que trataba de hombreras, y se fue a su despacho.
La carpeta, como suele ocurrir al principio de una investigación, contenía poco más que nombres y fechas. Carlo Trevisan había nacido en Trento hacía cincuenta años, se había licenciado en derecho por la Universidad de Padua y había ejercido de abogado en Venecia. Hacía diecinueve años, había contraído matrimonio con Franca Lotto, con la que había tenido dos hijos, Francesca, que ahora contaba quince años, y Claudio, de diecisiete.
El
avvocato
Trevisan nunca se había interesado en derecho criminal ni tenido relación alguna con la policía; tampoco había sufrido inspecciones de la Guardia di Finanza, lo que parecía un milagro, a no ser que las declaraciones de impuestos del
avvocato
hubieran sido siempre correctas, lo que también sería milagroso. La carpeta contenía los nombres de los empleados del bufete de Trevisan y una copia de su solicitud de pasaporte.
—
Lavata con Perlana
—dijo Brunetti en voz alta, dejando los papeles encima de la mesa. Porque, ¿quién más limpio que Carlo Trevisan? Y, todavía más interesante, ¿quién podía haberle metido dos balas en el cuerpo, sin molestarse en llevarse la billetera?
Brunetti abrió el cajón de abajo de su mesa con la punta del zapato derecho y echó la silla hacia atrás apoyando los pies en el cajón. El asesino tenía que haber actuado entre Padua y Mestre; no iba a arriesgarse a permanecer en el tren hasta Venecia, donde seguramente ya se habría descubierto el cadáver y habría una investigación. El tren no era de cercanías, y entre Padua y Venecia sólo paraba en Mestre. No era probable que quienquiera que se apeara en Mestre hubiera llamado la atención, pero no estaría de más preguntar en la estación. Los revisores suelen ir en el primer compartimiento; también a ellos habría que preguntarles qué recordaban. Investigar sobre el arma, desde luego; comprobar si las balas coincidían con las utilizadas en otros crímenes. Las armas de fuego estaban muy controladas, y tal vez fuera posible identificarla. ¿A qué había ido Trevisan a Padua? ¿Con quién había estado? La mujer, investigar a la mujer. Luego preguntar a vecinos y amigos, para confirmar lo que ella dijera. La hija… ¿una enfermedad venérea a los catorce años?
Brunetti se inclinó, acabó de abrir el cajón y sacó la guía telefónica. La abrió y buscó en la Z. «Zorzi, Barbara, Médico» aparecía dos veces: domicilio particular y consultorio. Marcó el número del consultorio y una grabación le informó de que las visitas eran a partir de las cuatro. Marcó entonces el domicilio y oyó la misma voz que le decía que la
dottoressa
estaba
momentaniamente assente
y le pedía que dejara su nombre, motivo de la llamada y número de teléfono, al que se le llamaría
appena possibile.
—Buenos días, doctora —empezó él después de la señal—. Aquí el comisario Guido Brunetti. Llamo por el asunto de la muerte del
avvocato
Carlo Trevisan. Tengo entendido que su esposa y su hija eran…
—
Buon giorno,
comisario —le interrumpió la voz fosca de la doctora—. ¿En qué puedo ayudarle?
—Buenos días,
dottoressa
—dijo él—. ¿Siempre filtra sus llamadas?
—Comisario, hay una mujer que, desde hace tres años, me llama todas las mañanas para pedirme que vaya a visitarla a su casa. Y cada mañana tiene síntomas distintos. —Su voz era grave, pero tenía un leve acento humorístico.
—No sabía que hubiera tantas partes del cuerpo —dijo Brunetti.
—Hace combinaciones interesantes —explicó la doctora Zorzi—. ¿En qué puedo ayudarle, comisario?
—Como le decía, tengo entendido que la
signora
Trevisan y su hija eran pacientes suyas. —Hizo una pausa, para ver si ella decía algo. Silencio—. ¿Sabe ya lo del
avvocato
Trevisan?
—Sí.
—Quería preguntarle si estaría dispuesta a hablarme de la esposa y la hija.
—¿Como personas o como pacientes? —preguntó ella con voz sosegada.
—Como usted prefiera —respondió Brunetti.
—Podríamos empezar por lo primero y, si es necesario, seguir con lo segundo.
—Muy amable,
dottoressa.
¿Podría ser hoy?
—Esta mañana tengo que hacer varias visitas, pero espero haber terminado a eso de las once. ¿Dónde quiere que nos encontremos?
Puesto que era ella la que le hacía el favor, a Brunetti no le parecía correcto pedirle que fuera a la
questura.
—¿Dónde estará usted a las once?
—A ver, un momento. —Ella dejó el teléfono pero volvió al cabo de un momento—. Mi paciente vive cerca del embarcadero de San Marco —dijo.
—¿Quiere que nos encontremos en Florian's?
Ella no respondió inmediatamente y, recordando sus tendencias políticas, Brunetti casi esperaba algún comentario cáustico acerca de la manera en que él se permitía gastar el dinero del contribuyente.
—De acuerdo, comisario, en Florian's —dijo al fin.
—Hasta luego entonces. Y muchas gracias,
dottoressa.
—Hasta las once —dijo ella, y colgó.
Brunetti dejó la guía telefónica en el cajón y lo cerró con el pie, dando un golpe seco. Al levantar la cabeza vio a Vianello entrar en el despacho.
—¿Deseaba usted verme, comisario? —preguntó el sargento.
—Sí. Siéntese. El
vicequestore
me ha asignado el caso Trevisan. —Vianello asintió, dando a entender que en la
questura
esto ya había dejado de ser noticia—. ¿Qué sabe usted del asunto?
—Lo que decían los periódicos y la radio esta mañana. Que anoche lo encontraron muerto en el tren. De dos disparos. No se ha hallado el arma ni hay sospechosos.
Brunetti advirtió que, a pesar de haber leído los informes de la policía, no tenía él más datos. Con un movimiento de cabeza invitó a Vianello a tomar asiento.
—¿Sabe usted algo de él?
—Un hombre importante —empezó Vianello, sentándose en una silla que pareció disminuir de tamaño bajo su corpulencia—. Era miembro del consejo municipal, encargado, si mal no recuerdo, de Sanidad. Casado, dos hijos. Tenía un bufete importante en los alrededores de San Marco, me parece.
—¿Vida personal?
Vianello movió la cabeza negativamente.
—De eso no sé nada.
—¿Y la esposa?
—Algo he leído sobre ella. Quiere salvar los bosques. ¿O es la del alcalde?
—Creo que sí.
—Pues alguna otra cosa. Salvar algo. África, quizá. —Vianello resopló despectivamente, y Brunetti no hubiera podido decir si era por la
signora
Trevisan o por la probabilidad de que África pudiera ser salvada.
—¿Sabe de alguien que pudiera tener información sobre él? —preguntó Brunetti.
—¿La familia? ¿Los clientes? ¿Los empleados? —sugirió Vianello. Al ver la expresión de Brunetti, dijo—: Lo siento, no se me ocurre nadie más. No recuerdo a nadie que lo mencionara siquiera.
—Hablaré con la esposa, pero no hasta esta tarde. Me gustaría que esta mañana fuera usted a su despacho, para ver la reacción causada por su muerte.
—¿Cree usted que habrá alguien? ¿El día después?
—Será interesante averiguarlo —repuso Brunetti—. Me ha dicho la
signorina
Elettra que había oído hablar de su intervención en un convenio comercial con Polonia o, quizá, con Chequia. Averigüe si saben algo de eso. Ella dice que lo leyó en el periódico, pero no recuerda de qué se trataba exactamente. Y procure averiguar también lo de siempre. —Llevaban trabajando juntos el tiempo suficiente como para que Brunetti no tuviera que especificar qué era lo de siempre: un empleado desleal, problemas profesionales, un marido celoso, los celos de su propia esposa… Vianello tenía el don de hacer hablar a la gente, especialmente si eran venecianos. Las personas a las que interrogaban solían sentirse comunicativas con este hombre corpulento y bonachón que daba la impresión de preferir su común dialecto al italiano, lo que, insensiblemente, propiciaba las confidencias.
—¿Algo más, comisario?
—Sí. Esta mañana voy a estar ocupado y por la tarde trataré de hablar con la viuda, de modo que le agradeceré que envíe a alguien a la estación para que interrogue a la revisora que encontró el cadáver. Que averigüe también si los otros revisores vieron algo de particular. —Antes de que Vianello pudiera protestar, Brunetti agregó—: Sí, ya lo sé. Si hubieran visto algo, ya lo hubieran dicho. Pero de todos modos quiero que se lo pregunte.
—Sí, señor.
—Y deseo ver la lista de los nombres y direcciones de todas las personas que se encontraban en el tren cuando se detuvo, y la transcripción de todo lo que dijeron al ser interrogadas.
—¿Por qué no le robarían, comisario?
—Si el motivo era el robo, quizá el asesino oyó acercarse a alguien por el pasillo antes de que pudiera registrar los bolsillos de la víctima, se asustó y huyó. O quizá quería que supiéramos que no había sido un robo.
—No le veo el sentido —dijo Vianello—. ¿No le hubiera valido más hacernos creer eso precisamente?
—Depende de por qué lo mataran.
Vianello reflexionó antes de asentir.
—Sí, seguramente —pero no parecía convencido. ¿Por qué alguien iba a querer dar esa ventaja a la policía? Pero, sin perder más tiempo en especulaciones, Vianello se levantó diciendo—: Iré ahora mismo al bufete, a ver qué puedo averiguar. ¿Vendrá usted esta tarde, comisario?
—Seguramente, aunque depende de la hora en que pueda ver a la viuda. De todos modos, si no viniera, le llamaría.
—Bien. Hasta esta tarde entonces, comisario —dijo Vianello saliendo del despacho.
Brunetti se acercó la carpeta, la abrió y leyó el número de teléfono del domicilio particular de Trevisan. Marcó. No contestaron hasta la décima señal.
—
Pronto.
—Era voz de hombre.
—¿Es la casa del
awocato
Trevisan? —preguntó Brunetti.
—¿Quién llama?
—El comisario Guido Brunetti. Deseo hablar con la
signora
Trevisan, por favor.
—Mi hermana no puede ponerse al teléfono.
Brunetti buscó en la carpeta la hoja en que figuraba el apellido de soltera de la viuda y dijo:
—
Signor
Lotto, lamento molestarle en estos momentos y lamento más aún tener que molestar a su hermana, pero es indispensable que hable con ella lo antes posible.
—Lo siento, pero no puede ser, comisario. Mi hermana se encuentra bajo los efectos de un fuerte sedante y no puede ver a nadie. Está destrozada.
—Soy consciente del dolor que padece,
signor
Lotto, y deseo expresar mi sincera condolencia. Pero, antes de empezar la investigación, necesitamos hablar con alguien de la familia.
—¿Qué información es la que necesitan?
—Tenemos que hacernos una idea de la vida del
av
vocato
Trevisan, sus asuntos profesionales, sus relaciones, a fin de tratar de averiguar qué ha podido motivar este crimen.
—Creí que había sido un intento de robo —dijo Lotto.
—No se llevaron nada.
—Pues para matar a mi cuñado no podía haber otro motivo. Algo debió de asustar al ladrón.
—Es posible,
signor
Lotto, pero nos gustaría hablar con su hermana, aunque no sea más que para descartar otras posibilidades y poder concentrarnos en la hipótesis del robo.
—¿Qué otras posibilidades podía haber? —preguntó Lotto ásperamente—. Yo le aseguro que en la vida de mi cuñado no había absolutamente nada anormal.
—De eso no me cabe la menor duda,
signor
Lotto, pero aun así, tengo que hablar con su hermana.