Muerte y juicio (2 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte y juicio
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La noticia pronto fue desplazada de los periódicos por la profanación de un cementerio judío de Milán y el asesinato de otro juez más. Pero no desapareció sin que la leyera la
professoressa
Paola Falier, ayudante de Literatura Inglesa de la Universidad de Cà Pesaro, de Venecia y —lo que importa para este relato— esposa de Guido Brunetti, comisario de policía de la ciudad.

3

Carlo Trevisan, el
avvocato
Carlo Trevisan, como él prefería que lo llamaran, era hombre de origen modesto, no obstante lo cual, hizo una carrera de lo más brillante. Era natural de Trento, una ciudad próxima a la frontera austríaca y se licenció en derecho por la Universidad de Padua con matrícula de honor y el unánime elogio de sus profesores. Al terminar sus estudios, el joven
avvocato
entró a trabajar en un bufete de Venecia, donde adquirió gran experiencia en derecho internacional, por ser uno de los pocos hombres de la ciudad que se interesaban por esta materia. Cinco años después abrió su propio despacho y se especializó en derecho mercantil internacional.

En Italia suele ocurrir que una ley que se dicta hoy es revocada mañana. Por otra parte, no es de extrañar que, en un país en el que resulta imposible descifrar el sentido hasta de la noticia periodística más banal, exista cierta confusión respecto al alcance de la ley. La diversidad de interpretaciones posibles crea un clima muy propicio para los abogados que se precian de entender la ley. Entre éstos, el
avvocato
Carlo Trevisan.

Por ser trabajador y ambicioso, el
avvocato
Trevisan prosperó. Por haberse casado con la hija de un banquero, entró en contacto, familiar o amistoso, con acaudalados y poderosos empresarios y financieros de la región del Véneto. Su clientela crecía y su cintura se dilataba y, cuando cumplió los cincuenta, el
avvocato
Trevisan tenía a siete abogados trabajando en su bufete, ninguno de los cuales era socio de la firma. Asistía todos los domingos a misa en Santa María del Giglio, se había distinguido en el servicio a la ciudad desde el consejo municipal en dos legislaturas y tenía dos hijos, chico y chica, ambos inteligentes y guapos.

El martes anterior a la fiesta de la Madonna della Salute, a últimos de noviembre, el
avvocato
Trevisan se trasladó a Padua, para hacer una visita a Francesco Urbani, un cliente que recientemente había decidido separarse de su esposa, tras veintisiete años de matrimonio. Durante las dos horas que duró la entrevista, Trevisan sugirió a Urbani que sacara del país cierto capital y lo llevara, por ejemplo, a Luxemburgo y que vendiera inmediatamente su participación en las dos fábricas de Verona de las que era socio capitalista y diera el mismo destino al producto de las transacciones.

Después de la reunión, concertada para que enlazara con su cita siguiente, Trevisan acudió a su cena semanal con un asociado. La semana anterior se habían encontrado en Venecia, por lo que hoy tocaba cenar en Padua. Esta reunión, como todas las demás, tuvo la cordialidad que propician el éxito y la prosperidad. Buena cocina, buen vino y buenas noticias.

El socio llevó a Trevisan a la estación, donde el
avvocato
solía tomar el Intercity con destino a Trieste que lo dejaba en Venecia a las diez y cuarto. A pesar de tener billete de primera clase, que estaba en la cola del tren, Trevisan atravesó los semivacíos coches y se sentó en un compartimiento de segunda; al igual que todos los venecianos, prefería viajar en el primer coche, para no tener que recorrer a la llegada el largo andén de la estación de Santa Lucia.

Trevisan dejó su cartera de piel de becerro en el asiento de delante, la abrió y sacó un folleto que había recibido del Banco Nacional de Luxemburgo, en el que se ofrecían intereses de hasta un 18 por ciento, aunque no a las cuentas en liras. Sacó una pequeña calculadora de un bolsillo de la tapa de la cartera y empezó a hacer anotaciones en un papel con su Mont Blanc.

La puerta del compartimiento se abrió, y Trevisan se volvió de espaldas, para sacar el billete del bolsillo del abrigo y darlo al revisor. Pero lo que la persona que estaba en la puerta venía a pedir al
avvocato
Carlo Trevisan no era el billete.

El cadáver fue descubierto por Cristina Merli, la revisora, cuando el tren cruzaba la laguna que separa Venecia de Mestre. En un principio, al pasar frente al compartimiento en el que el bien trajeado pasajero dormía apoyado en la ventanilla, la mujer decidió no despertarlo para pedirle el billete, pero después recordó que eran muchos los pasajeros, incluso bien vestidos, que fingían dormir porque viajaban sin billete, para ahorrarse las mil liras de la corta travesía sobre la laguna. Por otra parte, si aquel hombre dormía realmente e iba a Venecia, le agradecería que lo despertara, especialmente, si tenía que tomar el barco 1 para Rialto, que salía del embarcadero de la estación exactamente tres minutos después de la llegada del tren.

La revisora abrió la puerta y entró en el pequeño compartimiento.


Buona sera, signore. Suo biglietto, per favore.

Después, al hablar de ello, a Cristina le parecía recordar el olor que había notado al abrir la puerta del super-caldeado compartimiento. La revisora dio dos pasos hacia el durmiente y repitió, en voz más alta:


Suo biglietto, per favore.

¿Tan profundamente dormía que no la oía? Imposible, debía de viajar sin billete y trataba de salvarse de la inevitable multa. Al cabo de sus años de servicio en los trenes, Cristina Merli casi había llegado a gozar de este momento: pedir la identificación, extender el billete y cobrar la multa. También le divertía la retahíla de las consabidas excusas, que hubiera podido recitar hasta en sueños: se me habrá caído; el tren iba a salir y no quería perderlo; lo tiene mi esposa, que está en otro compartimiento.

La revisora, consciente de todo ello y del tiempo que este incidente la haría perder al final del largo viaje desde Turín, no pudo reprimir un gesto de impaciencia, casi de irritación.

—Por favor,
signore,
despierte y déme su billete —dijo inclinándose y sacudiéndolo por el hombro. Bajo la presión de su mano, el hombre, lentamente, se apartó de la ventana, cayó de lado sobre el asiento y se deslizó al suelo. Al caer, se le abrió la americana, dejando al descubierto la camisa manchada de rojo. Del cuerpo emanaba el olor inconfundible a orina y excrementos.


Maria Vergine
—jadeó la mujer que, andando hacia atrás muy despacio, salió del compartimiento. Por la izquierda se acercaban dos pasajeros que se dirigían hacia la puerta anterior—. Lo siento, señores, pero esta puerta está bloqueada; tendrán que apearse por detrás.

Acostumbrados a las anomalías, los hombres dieron media vuelta y se alejaron hacia la parte posterior del coche. Ella miró por la ventana y vio que el tren estaba llegando al final del puente. Dentro de tres o cuatro minutos entraría en la estación. Entonces se abrirían las puertas y los pasajeros se apearían y dispersarían, llevando consigo los recuerdos del viaje y de las personas a las que hubieran visto en los pasillos del largo tren. Sacudidas y chirridos indicaban que estaban entrando en agujas. La cabeza del tren ya estaba bajo la cubierta de la estación.

Hacía quince años que Cristina Merli trabajaba en el ferrocarril y nunca había visto utilizar este recurso, pero entonces hizo lo único que se le ocurrió: entrar en el compartimiento de al lado y tirar con fuerza del freno de alarma. El gastado cordón se rompió con un pequeño chasquido y ella se quedó esperando, no sin una curiosidad distante, casi académica, lo que fuera a ocurrir ahora.

4

Las ruedas se bloquearon y patinaron y el tren se detuvo bruscamente; los pasajeros cayeron al suelo de los pasillos o fueron proyectados al regazo de los desconocidos sentados enfrente. A los pocos segundos se bajaban ventanillas y aparecían cabezas que indagaban la causa de aquella insólita parada. Cristina Merli abrió una ventanilla del pasillo, aspiró agradecida el aire frío y se asomó para requerir ayuda del exterior. Por el andén venían corriendo una pareja de la
polizia ferrovia.

—Aquí, aquí —les gritó la mujer. Como no quería que nadie más que la policía oyera lo que tenía que decir, no volvió a hablar hasta que los hombres estuvieron debajo de la ventanilla.

Al oír la noticia, uno regresó corriendo a la estación y el otro fue a hablar con el maquinista. Lentamente, después de dos falsas arrancadas, el tren entró en la estación y se detuvo en su lugar habitual de la vía 5. En el andén había gente que esperaba a los pasajeros o que deseaba subir al tren de la noche para ir a Trieste. En vista de que no se abrían las puertas, los que aguardaban se agolpaban en el andén preguntándose unos a otros qué ocurría. Una mujer, suponiendo que se trataba de una de tantas huelgas de trenes, dejó caer la maleta y levantó las manos por encima de la cabeza. Mientras los pasajeros comentaban, molestos, aquella demora incomprensible, otra prueba más del mal funcionamiento de los ferrocarriles, seis policías armados con metralletas aparecieron por el extremo del andén y se apostaron a lo largo del tren uno a cada dos coches. En las ventanillas se multiplicaban las cabezas, los hombres gritaban con impaciencia, pero nadie prestaba atención a sus protestas. Las puertas del tren permanecían cerradas.

Al cabo de varios minutos, alguien dijo al sargento que mandaba la unidad, que el tren tenía un sistema de altavoces. El sargento subió a la locomotora y, por el micrófono explicó a los pasajeros que en el tren se había cometido un asesinato y que se les retendría en la estación hasta que la policía pudiera tomar nota de nombres y direcciones.

Cuando el sargento acabó de hablar, el maquinista abrió las puertas y los policías subieron al tren. Desgraciadamente, nadie había pensado en explicar lo ocurrido a los que esperaban en el andén, que se precipitaron al tren y se mezclaron con los demás pasajeros. En el segundo coche, dos hombres trataban de apearse a toda costa, decían al agente apostado en el pasillo que ellos no habían visto nada, que no sabían nada y que ya llegaban con retraso. El policía se cruzó la metralleta sobre el pecho bloqueando el pasillo y les hizo entrar en un compartimiento, donde ellos se quedaron despotricando contra la prepotencia de la policía e invocando sus derechos de ciudadanos.

Al fin, descontando a los que habían subido detrás de los policías, resultó que en el tren viajaban sólo treinta y cuatro personas. Al cabo de media hora, la policía tomó nota de sus nombres y direcciones y les preguntó si algo les había llamado la atención durante el viaje. Dos recordaban a un mendigo negro que se había apeado en Vicenza, otro dijo que cuando llegaban a Verona había salido del aseo un hombre con el pelo largo y barba y alguien había visto apearse en Mestre a una mujer con gorro de piel. Por lo demás, nada de particular.

Cuando ya parecía que el tren iba a estar allí toda la noche y los pasajeros empezaban a llamar a Trieste para avisar a la familia de que no los esperasen, una locomotora se acercó a la cola del tren haciendo marcha atrás y se enganchó a ella convirtiéndola en la cabeza. Unos mecánicos de uniforme azul desengancharon el que ahora era el último vagón, donde estaba el cadáver. Un revisor recorría el andén gritando:
«In partenza, in partenza, siamo in partenza»
y los pasajeros se apresuraban a volver al tren. El revisor cerró una puerta, luego otra, y subió al tren en el momento en que éste arrancaba. Mientras tanto, Cristina Merli estaba en el despacho del jefe de estación, tratando de demostrar por qué no debían imponerle una multa de un millón de liras por haber tirado del timbre de alarma.

5

Guido Brunetti no se enteró del asesinato del
avvocato
Carlo Trevisan hasta la mañana siguiente, y de un modo muy poco profesional: al leer el titular de
Il Gazzettino,
el mismo diario que en dos ocasiones había aplaudido la gestión del
avvocato
Trevisan en el consejo municipal.
«Avvocato assassinato sul treno»,
pregonaba el titular, mientras que
La Nuova,
siempre amante del melodrama, hablaba de
«Il treno della morte».
Brunetti vio los titulares cuando iba camino del trabajo, y se paró a comprar los dos periódicos. Leyó la noticia plantado en el mercado de la Ruga Orefici, ajeno al aluvión de los compradores de primera hora que pasaban rozándolo. La noticia daba los hechos escuetos: muerto por arma de fuego en el tren, el cadáver hallado cuando el convoy cruzaba la laguna, la policía realiza las investigaciones pertinentes.

Brunetti levantó la cabeza y paseó una mirada ausente por los puestos de frutas y verduras. ¿«Las investigaciones pertinentes»? ¿Quién estaba de guardia ayer por la noche? ¿Por qué no le habían avisado? ¿A cuál de sus compañeros habían llamado?

Brunetti dio la espalda al quiosco y siguió andando hacia la
questura,
mientras repasaba mentalmente los varios casos pendientes y trataba de deducir a quién encomendarían éste. Brunetti estaba terminando la investigación de una ramificación menor, a escala veneciana, de la vasta red de cohecho y corrupción que había operado desde Milán durante años. Se habían construido en el continente, con un desembolso de miles de millones de liras, varias superautopistas, una de las cuales unía la ciudad con el aeropuerto. Hasta que estuvo terminada, a nadie se le ocurrió considerar que la comunicación con el aeropuerto, que no registraba más de cien vuelos diarios, estaba ya perfectamente servida por las carreteras, autobuses, taxis y vapores existentes. Hasta entonces no se cuestionó el enorme dispendio de fondos públicos en la construcción de una autopista que ni con el mayor alarde de imaginación podía considerarse necesaria. De ahí la intervención de Brunetti, y de ahí las órdenes de arresto y bloqueo de las cuentas del dueño de la constructora a la que se habían encargado la mayor parte de las obras y de los tres miembros del consejo de la ciudad que más habían batallado para que se le otorgara el contrato.

Otro comisario trabajaba en un asunto del Casino, donde una vez más los crupiers habían hallado la forma de burlar las normas para embolsarse un porcentaje de las apuestas. El tercero estaba investigando a una serie de empresas de Mestre controladas por la Mafia, una investigación que no parecía tener ni límites ni, desgraciadamente, final.

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