—Sí —respondió Lotto escuetamente. Y con voz neutra preguntó—: ¿Qué clase de información?
Brunetti sonrió y abrió las manos como si quisiera desprenderse de los dedos.
—Eso es lo que no sé y por eso he venido. Puesto que el
avvocato
Trevisan le había confiado sus asuntos financieros, he pensado que quizá usted supiera si alguno de sus clientes podía estar… ¿cómo le diría…?, descontento del
signor
Trevisan.
—¿Descontento, comisario?
Brunetti se miró las rodillas como el que, una vez más, ha tropezado con el escollo de su impericia lingüística, un individuo del que Lotto podría pensar tranquilamente que no debía de ser menos inepto como policía.
Lotto dijo, rompiendo el silencio que se dilataba:
—Lo siento, pero sigo sin comprender. —Brunetti observó complacido cómo su interlocutor forzaba la nota de la sinceridad al simular confusión, ya que ello indicaba que Lotto creía estar frente a un hombre insensible a la sutileza o la complejidad.
—Verá,
signor
Lotto, puesto que no tenemos móvil para esta muerte… —empezó Brunetti.
—¿No fue el robo el móvil? —interrumpió Lotto alzando las cejas.
—No se llevaron nada.
—¿No es posible que el ladrón huyera al oír acercarse a alguien?
Brunetti otorgó a esta sugerencia la atención que hubiera merecido si nadie la hubiera formulado antes, que era lo que él deseaba que Lotto creyera.
—Es posible, supongo —dijo Brunetti, como si hablara a un igual. Asintió, sopesando esta nueva posibilidad. Después, con machacona insistencia, volvió a la primera idea—. ¿Y si no fuera así? ¿Y si se tratara de un asesinato premeditado? En tal caso, el móvil podría estar en su vida profesional. —Brunetti se preguntaba si Lotto cortaría la lenta deriva de su pensamiento antes de que llegara a la siguiente posibilidad: que el móvil radicara en la vida privada de Trevisan.
—¿Insinúa que esto pudo hacerlo un cliente? —preguntó Lotto con la voz impregnada de incredulidad. Estaba claro que este policía no sabía con qué clase de clientes trabajaba un hombre como Trevisan.
—Comprendo que la probabilidad es remota —dijo Brunetti con una sonrisa que él quería nerviosa—. Pero es posible que, en su calidad de abogado, el
signor
Trevisan estuviera en posesión de información peligrosa.
—¿Sobre uno de sus clientes? ¿Eso es lo que quiere decir, comisario? —El asombro que Lotto imprimió en su voz indicaba lo seguro que estaba de su habilidad para manejar a este policía.
—Sí.
—Imposible.
Brunetti hizo asomar a sus labios otra media sonrisa.
—Parece inverosímil, lo comprendo, pero aun así, aunque sólo sea para descartar esta posibilidad, necesitamos ver una lista de los clientes del
signor
Trevisan, y he pensado que usted, como apoderado suyo, podría facilitárnosla.
—¿Van a mezclarlos en esto? —preguntó Lotto, procurando que Brunetti percibiera en su tono una incipiente indignación.
—Puede usted tener la completa seguridad de que haremos cuanto esté en nuestra mano para impedir que ellos se enteren de que tenemos sus nombres.
—¿Y si no se les dieran esos nombres?
—Nos veríamos en la necesidad de solicitar una orden judicial.
Lotto apuró su vermut y dejó el vaso en la mesa que tenía a su izquierda.
—Diré que le preparen esa lista. —Su reticencia era audible. Al fin y al cabo, estaba hablando con la policía—. Pero les agradeceré que tomen en consideración que no se trata de la clase de personas que suelen ser objeto de una investigación policial.
En circunstancias normales, Brunetti hubiera respondido que, durante los últimos años, la policía no hacía prácticamente nada más que investigar a «esa clase de personas», pero se reservó el comentario y se limitó a decir:
—Se lo agradezco.
Lotto carraspeó.
—¿Eso es todo?
—Sí —dijo Brunetti haciendo girar el vermut en el vaso y observando cómo resbalaba por el cristal—. Había otra cosa, pero carece de importancia. —El viscoso líquido bailaba en el vaso.
—¿Sí? —preguntó Lotto sin demostrar interés, ahora que el motivo de la visita del policía ya estaba ventilado.
—Rino Favero —dijo Brunetti, dejando caer el nombre con la misma suavidad con que una mariposa se mece en las corrientes de aire.
—¿Qué? —dijo Lotto, con un asombro muy vivo como para ser reprimido. Satisfecho, Brunetti parpadeó con su expresión más bovina y volvió a contemplar el líquido del vaso. Lotto modificó entonces su pregunta a un neutro—: ¿Quién?
—Favero. Rino. Era gestor. En Padua, según creo. ¿Lo conoce usted,
signor
Lotto?
—El nombre me suena. ¿Por qué?
—Murió hace poco. Por su propia mano. —Pensaba Brunetti que éste era el eufemismo que un hombre de su posición social debía utilizar para referirse al suicidio de una persona de la categoría de Favero. Calló, esperando a descubrir la magnitud de la curiosidad de Lotto.
—¿Por qué lo pregunta?
—He pensado que, si lo conocía, éste sería un momento difícil para usted, por haber perdido a dos amigos en tan poco tiempo.
—No; no lo conocía. Por lo menos, personalmente.
Brunetti movió la cabeza.
—Un caso muy triste.
—Sí —convino Lotto en conclusión, y se puso en pie—. ¿Algo más, comisario?
Brunetti se levantó y miró en derredor, un poco azorado, buscando dónde depositar el vaso con el resto de la bebida, y dejó que Lotto se lo tomara de las manos y lo pusiera en la mesa, al lado del suyo.
—Nada más. Sólo esa lista de clientes.
—Mañana. O pasado mañana —dijo Lotto yendo hacia la puerta.
Brunetti sospechaba que sería pasado mañana, pero ello no le impidió extender la mano y dar al financiero las más efusivas gracias por su tiempo y su colaboración.
Lotto acompañó a Brunetti hasta la escalera, volvió a estrecharle la mano y cerró la puerta. Brunetti se paró un momento en el rellano y contempló la discreta placa de bronce que había a la derecha de la oficina de enfrente: C. Trevisan, Avvocato. Brunetti estaba seguro de que, detrás de aquella puerta, habría un ambiente de dinamismo y eficacia análogo al que dejaba atrás, pero ahora le constaba, además, que las dos oficinas tenían en común mucho más que el domicilio y la decoración y sospechaba que ambas estaban relacionadas con Rino Favero.
A la mañana siguiente, Brunetti encontró en su escritorio, enviada por fax por el
capitano
Della Corte de la policía de Padua, una copia del expediente de Rino Favero, cuya muerte se atribuía aún, por lo menos de cara a los medios de comunicación, a suicidio. El expediente revelaba sobre la muerte de Favero poco más de lo que Della Corte le había dicho por teléfono. Para Brunetti, lo más interesante era lo que podía deducirse acerca de la posición que ocupaba Favero en la sociedad y los medios financieros de Padua, una ciudad próspera y tranquila, a una media hora al oeste de Venecia.
Favero, especializado en la contabilidad de empresas, empleaba a siete contables, y su firma estaba muy bien conceptuada no sólo en Padua capital sino en toda la provincia. Figuraban entre sus clientes algunos de los más importantes empresarios de esta industriosa zona y los jefes de tres departamentos de la universidad, una de las mejores de Italia. Brunetti conocía los nombres de muchas de las empresas y particulares cuyo patrimonio gestionaba Favero. No había entre ellos relación aparente, ya que pertenecían a campos muy diversos de la actividad: productos químicos, artículos de piel, agencias de viajes y de empleo, el departamento de Ciencias Políticas… No se advertían puntos de contacto.
Brunetti estaba nervioso y con deseos de entrar en acción o, por lo menos, de cambiar de escenario, y pensó en ir a Padua para hablar con Della Corte pero luego decidió llamarle por teléfono. Entonces, por asociación de ideas, recordó la advertencia de Della Corte, de que no hablara de Favero con nadie más que con él, palabras que indicaban que sobre Favero —y quizá también sobre la policía de Padua— había mucho más que saber de lo que Della Corte había querido revelar.
—Della Corte —contestó el capitán a la primera señal.
—Buenos días,
capitano.
Brunetti, de Venecia.
—Buenos días, comisario.
—Le llamo para preguntarle si hay alguna novedad.
—Sí.
—¿Sobre Favero?
—Sí. Al parecer, usted y yo tenemos amigos comunes, comisario.
—¿Sí? —preguntó Brunetti, sorprendido.
—Ayer, después de hablar con usted, hice una llamada.
Brunetti no dijo nada.
—Y mencioné su nombre casualmente —agregó Della Corte.
Brunetti dudó que la mención hubiera sido casual.
—¿A quién hizo la llamada? —preguntó.
—A Riccardo Fosco. De Milán.
—Ah, ¿cómo está? —preguntó Brunetti, aunque lo que a él le interesaba era por qué Della Corte había tenido que llamar a un periodista investigador para informarse sobre Brunetti, porque estaba seguro de que la llamada a Fosco no había sido casual.
—Me dijo muchas cosas de usted —empezó Della Corte—. Todas buenas.
Sólo dos años atrás, si alguien hubiera dicho a Brunetti que un policía creía necesario llamar a un periodista para averiguar si otro policía era de fiar, se hubiera escandalizado, pero ahora sólo sentía una sorda desesperación porque se vieran obligados a tomar estas precauciones.
—¿Cómo está Riccardo? —preguntó sosegadamente.
—Bien, muy bien. Me dio recuerdos para usted.
—¿Se ha casado?
—Sí. Hace un año.
—¿Interviene usted en la busca? —preguntó Brunetti, refiriéndose a los policías amigos de Fosco que, años después del ataque de un pistolero que le había dejado parcialmente inválido, aún no habían perdido la esperanza de descubrir a los responsables.
—Sí, pero sin resultado. ¿Y usted? —peguntó Della Corte, halagando a Brunetti al suponer que también él seguía buscando, a pesar de que habían transcurrido más de cinco años desde la agresión.
—Nada tampoco. ¿Llamó usted a Riccardo por algo en particular?
—Quería saber si podía decirme algo acerca de Favero, algo interesante que nosotros no pudiéramos averiguar.
—¿Y le dijo algo?
—Nada.
Con una súbita corazonada, Brunetti preguntó:
—¿Le llamó desde su despacho?
El ruido que hizo Della Corte podía ser risa.
—No. —Siguió un silencio largo y Della Corte dijo—: ¿Tiene línea directa en su despacho?
Brunetti le dio el número.
—Le llamaré dentro de diez minutos.
Mientras esperaba, Brunetti pensó en llamar a Fosco, para preguntar por el otro policía, pero no quería bloquear la línea y se dijo que el que Della Corte le hubiera hablado del periodista era ya recomendación suficiente.
Un cuarto de hora después llamaba Della Corte. Brunetti oía su voz sobre un fondo de ruidos de tráfico, cláxones y motores.
—Espero que su teléfono sea seguro —dijo Della Corte, dando a entender que el suyo no lo era. Brunetti reprimió el impulso de preguntar seguro contra qué.
—¿Qué ocurre? —preguntó Brunetti.
—Hemos tenido que dar por bueno lo del suicidio. Oficialmente.
—¿Por qué?
—El informe de la autopsia indica ahora dos miligramos.
—¿Ahora? —preguntó Brunetti.
—Ahora —repitió Della Corte.
—¿Con lo que Favero habría estado en condiciones de conducir? —preguntó Brunetti.
—Sí, y meter el coche en el garaje y cerrar la puerta y, en suma, suicidarse. —La voz de Della Corte era sorda de indignación contenida—. No encuentro a un juez que esté dispuesto a firmar una orden de investigación de asesinato o de exhumación del cadáver para una segunda autopsia.
—¿Cómo consiguió el primer informe?
—Hablé con el médico que hizo la autopsia. Trabaja en el hospital. Es ayudante.
—¿Y…?
—Cuando llegó el informe oficial del laboratorio… él había hecho un análisis inmediatamente después de la autopsia, pero envió las muestras al laboratorio para el contraanálisis, vio que indicaba que el nivel del barbitúrico era muy inferior al que había hallado él.
—¿Comprobó sus anotaciones? ¿Y las muestras?
—Han desaparecido.
—¿Desaparecido?
Della Corte no se molestó en contestar.
—¿Dónde estaban?
—En el laboratorio de Patología.
—¿Qué procedimiento se sigue normalmente?
—Una vez redactado el informe oficial de la autopsia, las muestras se guardan durante un año y luego son destruidas.
—¿Y esta vez?
—Cuando llegó el informe oficial, él quiso revisar sus notas, por si se había equivocado. Y entonces me llamó. —Della Corte se interrumpió antes de agregar—: Eso fue hace dos días. Después volvió a llamar para decirme que los primeros resultados debían de estar equivocados.
—¿Alguien le ha presionado?
—Desde luego —dijo Della Corte secamente.
—¿Usted ha dicho algo de esto?
—No; no me gustó lo que me dijo sobre las notas la segunda vez que llamé. De modo que me mostré de acuerdo con él en que a veces suceden estas cosas, fingí estar molesto por el error y le advertí que tuviera más cuidado la próxima vez que hiciera una autopsia.
—¿Él le creyó?
El gesto de escepticismo con que Della Corte se encogió de hombros recorrió la línea telefónica.
—¿Quién sabe?
—¿Y entonces? —preguntó Brunetti.
—Entonces llamé a Fosco para informarme sobre usted. —Brunetti oyó ruidos extraños en la línea y se preguntó si estaría pinchado su propio teléfono, pero los ruidos se definieron en los chasquidos y señales que indicaban que Della Corte estaba echando monedas en el teléfono—. Comisario —dijo—, apenas me quedan monedas. ¿Podríamos vernos para hablar de esto?
—Por supuesto. ¿Extraoficialmente?
—Del todo.
—¿Dónde? —preguntó Brunetti.
—¿A mitad de camino? —sugirió Della Corte—. ¿En Mestre?
—¿Bar Pinetta?
—¿Esta noche a las diez?
—¿Cómo le conoceré? —preguntó Brunetti, esperando que Della Corte no fuera un policía con aspecto de policía.
—Soy calvo. ¿Y yo a usted?
—Tengo pinta de poli.
Aquella noche, a las diez menos diez, Brunetti bajó por la escalera de la estación de Mestre y torció hacia la izquierda. Sabía dónde estaba la Via Fagare, porque la había localizado en el plano que estaba impreso en la cubierta de la guía telefónica de Venecia. Delante de la estación había la acostumbrada aglomeración de coches mal aparcados y en ambas direcciones circulaba un tráfico fluido. Cruzó la calzada y siguió hacia la izquierda. En la segunda travesía dobló a la derecha, en dirección al centro. A uno y otro lado bordeaban la calle los cierres metálicos de las tiendas, bajados ahora como rastrillos de una fortaleza, contra posibles invasiones nocturnas.