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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (3 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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Vianello bebió el café de un trago, dejó la taza en el mostrador y dijo:

—¿Algo más, comisario?

—Vea qué puede averiguar sobre droga en este barrio. Quién la vende y dónde. Si alguien ha sido arrestado por tráfico o consumo, violencia callejera, robo, etcétera. Y dónde van a pincharse, si a alguna de esas calles que dan al canal, y si por la mañana hay jeringuillas por ahí.

—¿Cree que es un asunto de drogas, comisario?

Brunetti terminó su café e hizo una seña al camarero para que le pusiera otro. Vianello rehusó con un rápido movimiento de cabeza, sin esperar a ser invitado.

—No lo sé. Es posible. Así que empezaremos por ahí.

El sargento asintió, escribió en la libreta, la guardó en el bolsillo del pecho e hizo ademán de sacar el billetero.

—Déjelo —atajó Brunetti—. Va de mi cuenta. Vuelva a la lancha y pida los buzos. Y que sus hombres acordonen la zona. Bloqueen las salidas al canal mientras exploran.

Vianello dio las gracias por el café moviendo la cabeza de arriba abajo y se fue. A través de las empañadas ventanas del bar, Brunetti contemplaba el ir y venir de la gente por la explanada. Llegaban por el puente principal que conducía al hospital, veían a su derecha a la policía y preguntaban a los presentes qué había ocurrido. La mayoría se paraba y su mirada iba de los oscuros uniformes que aún transitaban por la zona a la lancha de la policía, que se mecía al borde del canal. Entonces, al no apreciar nada más fuera de lo normal, proseguían su camino. El viejo continuaba apoyado en la verja. Al cabo de tantos años de servicio, Brunetti aún no podía comprender el afán de la gente por fisgar en la muerte de un semejante. Era un misterio que no había podido descifrar, esa macabra fascinación por el final de la vida, sobre todo si era violento, como éste.

Se volvió hacia su segundo café, que bebió deprisa.

—¿Cuánto es? —preguntó.

—Cinco mil liras.

Dio diez mil y esperó el cambio. Cuando se lo daba, el camarero preguntó:

—¿Ha ocurrido algo malo, señor?

—Sí, algo malo —respondió Brunetti—. Algo muy malo.

CAPÍTULO II

Como la
questura
quedaba muy cerca, Brunetti creyó más práctico ir andando que en la lancha con los agentes. Pasando por la iglesia evangélica llegó a la fachada lateral de la jefatura. El agente de uniforme que estaba en la puerta principal abrió la pesada vidriera al ver a Brunetti. El comisario, para ir hacia la escalera que le conduciría a su despacho del cuarto piso, tuvo que pasar junto a la cola de extranjeros que esperaban para tramitar permisos de residencia y de trabajo, que alcanzaba hasta el centro del vestíbulo.

Su mesa estaba tal como la había dejado la víspera, desordenada, llena de papeles y carpetas. Las que estaban más a mano contenían informes de personal que el comisario debía leer y comentar, dentro del bizantino proceso de promoción al que estaban sometidos todos los funcionarios. Otras trataban sobre el último asesinato cometido en la ciudad, la muerte de un joven a consecuencia de una paliza brutal, ocurrida en el muelle de Zattera. La víctima había sido golpeada con tanto encarnizamiento que, en un principio, la policía creyó que en el crimen había intervenido una banda. Sin embargo, al cabo de tan sólo veinticuatro horas, se descubrió que el homicida era un enclenque mozalbete de dieciséis años. La víctima era homosexual y el homicida, el hijo de un fascista notorio que le había inculcado la idea de que los comunistas y los maricas eran escoria y había que liquidarlos a todos. A las cinco de una diáfana mañana de verano, los caminos de los dos jóvenes se cruzaron en una trayectoria fatal junto al canal de la Giudecca. Nadie sabía qué pasó entre ellos, pero la víctima quedó tan desfigurada que se negó a la familia el derecho a ver el cuerpo, que les fue enviado en un féretro sellado. La estaca que había sido utilizada para golpear a la víctima estaba ahora en una caja de plástico, dentro de un archivador del segundo piso de la
questura
. Poco quedaba por hacer, además de vigilar que el tratamiento psiquiátrico del homicida se mantuviera y que éste permaneciera bajo arresto domiciliario hasta el juicio. El Estado no había dispuesto la prestación de tratamiento psiquiátrico a la familia de la víctima.

En lugar de sentarse a la mesa, Brunetti abrió un cajón lateral y sacó una máquina de afeitar eléctrica. Mientras se afeitaba, de pie frente a la ventana, miraba la fachada de la iglesia de San Lorenzo, que seguía cubierta con el andamiaje montado hacía cinco años, detrás del cual debían de realizarse grandes obras de restauración, o por lo menos eso se decía. El comisario lo dudaba, ya que nada había cambiado durante aquellos años, y las puertas de la iglesia permanecían cerradas.

Sonó el teléfono, la línea directa. Brunetti miró el reloj. Las nueve y media. Serían los cuervos. Desconectó la máquina de afeitar y se acercó a la mesa para contestar.

—Brunetti.


Buon giorno
, comisario. Aquí Carlon —saludó una voz grave que, innecesariamente, completó la identificación agregando que era el encargado de sucesos del
Gazzettino
.


Buon giorno, signor
Carlon. —Brunetti sabía lo que quería el periodista, pero dejó que se lo pidiera. Carlon había convertido la crónica del último asesinato en una exposición de la vida privada de la víctima, y Brunetti le guardaba vivo rencor por ello.

—Hábleme del norteamericano que han sacado esta mañana de Rio dei Mendicanti.

—Lo sacó el agente Luciani, y no hay pruebas de que fuera norteamericano.

—Le ruego que me excuse,
dottore
—dijo Carlon con un sarcasmo que convertía la disculpa en insolencia. En vista de que Brunetti no respondía, le azuzó—: Asesinado, ¿verdad? —No hacía nada por disimular el placer que tal posibilidad le producía.

—Eso parece.

—¿Apuñalado?

¿Cómo podían saber tanto tan pronto?

—Sí.

—¿Asesinado? —repitió Carlon con fingida paciencia en la voz.

—Eso no lo sabremos a ciencia cierta hasta que tengamos los resultados de la autopsia que el
dottor
Rizzardi va a practicar esta tarde.

—¿Había herida de arma blanca?

—Sí.

—¿Y no están seguros de si ésa fue la causa de la muerte? —Carlon terminó la pregunta con un resoplido de incredulidad.

—No lo estamos —respondió Brunetti afablemente—. Como ya le he dicho, no hay nada concreto mientras no tengamos los resultados de la autopsia.

—¿Alguna otra señal de violencia? —preguntó Carlon, irritado por la escasa información que obtenía.

—Eso no lo sabremos hasta después de la autopsia —repitió Brunetti.

—No falta sino que sugiera que quizá murió ahogado.


Signor
Carlon —dijo Brunetti, decidiéndose por fin a cortar la conversación—, como usted sabe, si ese hombre permaneció en uno de nuestros canales durante cierto período de tiempo, es más probable que haya muerto envenenado que ahogado. —En el otro extremo del hilo, silencio—. Si tiene la bondad de llamarme esta tarde a eso de las cuatro, con mucho gusto le daré información más detallada.

—Muchas gracias, comisario, le llamaré. Sólo una cosa: ¿podría repetirme el nombre de ese agente?

—Luciani, Mario Luciani, un policía modelo.

Como lo eran todos, cuando Brunetti los mencionaba a la prensa.

—Gracias, comisario. Tomo nota. Y no dejaré de reseñar en mi artículo su amable colaboración. —Sin más ceremonia, Carlon colgó.

En otro tiempo, las relaciones de Brunetti con la prensa eran relativamente cordiales y hasta más que eso. En ocasiones, el comisario incluso había utilizado la prensa para solicitar información sobre algún delito. Durante los últimos años, no obstante, la creciente oleada de sensacionalismo periodístico había impedido que el trato con los informadores pasara de lo estrictamente oficial; una hipótesis que él aventurara, al día siguiente, indefectiblemente, aparecía redactada en términos de acusación terminante. Así que ahora Brunetti era cauto en sus declaraciones y daba la información con cuentagotas, aunque, por supuesto, los periodistas podían estar seguros de su escrupulosa exactitud.

Brunetti comprendió que, hasta que recibiera los datos del laboratorio acerca del billete de tren hallado en el bolsillo del hombre, o el informe de la autopsia, poco podía hacer él. Ahora, en los pisos inferiores, los hombres estarían llamando a los hoteles. Si algo averiguaban, se lo dirían. Por lo tanto, podía seguir leyendo y firmando informes de personal.

Una hora después, poco antes de las once, zumbó el intercomunicador. Cuando descolgó, Brunetti ya sabía quién le llamaba:

—¿Sí,
vicequestore
?

El
vicequestore
Patta, que quizá esperaba sorprender a su subordinado fuera del despacho o dormido, quedó momentáneamente desconcertado al oírse interpelar de modo tan directo y tardó un instante en reaccionar.

—Brunetti, ¿qué es eso de que han encontrado muerto a un norteamericano? ¿Por qué no se me ha informado? ¿Tiene idea de lo que esto puede suponer para el turismo?

Brunetti sospechaba que la tercera pregunta era la única que interesaba realmente a Patta.

—¿Qué norteamericano? —preguntó el comisario con fingida curiosidad.

—El que han sacado del agua esta mañana.

—Oh —hizo Brunetti, ahora en un cortés tono de sorpresa—. ¿Ya ha llegado el informe? ¿Así que era norteamericano?

—No se haga el listo conmigo, Brunetti —espetó Patta, irritado—. El informe aún no ha llegado, pero el cadáver tenía monedas norteamericanas en el bolsillo, de manera que tiene que ser norteamericano.

—Quizá era numismático —apuntó Brunetti afablemente.

Siguió una larga pausa que indicó al comisario que su superior ignoraba el significado de aquella palabra.

—Basta de chanzas, Brunetti. Vamos a suponer que se trata de un norteamericano. No podemos consentir que se ande asesinando a los norteamericanos en esta ciudad. Y, menos, estando como está el turismo este año. ¿Lo comprende?

Brunetti tuvo que morderse la lengua para no preguntar si se podría consentir que asesinaran a personas de otra nacionalidad, ¿albaneses, quizá?, y dijo sólo:

—¿Sí, señor?

—¿Y bien?

—¿Bien qué, señor?

—¿Qué ha hecho hasta ahora?

—Los buzos están buscando en el canal en el que se encontró el cadáver. Cuando sepamos la hora de la muerte, buscaremos en los lugares desde los que pudiera haberlo arrastrado la corriente, suponiendo que lo mataran en otro sitio. Vianello está investigando si hay tráfico o consumo de drogas en el barrio y el laboratorio trabaja en lo que le encontramos en los bolsillos.

—¿Las monedas?

—No creo que necesitemos que el laboratorio nos diga que son norteamericanas.

Después de un largo silencio, que indicaba que no sería prudente seguir pinchando a Patta, éste preguntó:

—¿Qué dice Rizzardi?

—Que esta tarde me enviará el informe.

—Hágame llegar una copia.

—Sí, señor. ¿Alguna cosa más?

—No; eso es todo. —Patta colgó el teléfono y Brunetti siguió leyendo informes.

Cuando terminó, era más de la una. Como no sabía a qué hora llamaría Rizzardi y quería disponer del informe lo antes posible, decidió no ir a almorzar a casa ni perder tiempo en un restaurante, a pesar de que, después de una mañana tan larga, tenía hambre. Se dijo que se acercaría al bar situado al pie del Ponte dei Greci y tomaría unos
tramezzini
.

Cuando Brunetti entró, Arianna, la propietaria, le saludó llamándole por su nombre e inmediatamente puso una copa en el mostrador delante de él.
Orso
, el viejo pastor alemán que a lo largo de los años había desarrollado un vivo afecto por Brunetti, se levantó con movimientos artríticos de su lugar habitual junto al frigorífico de los helados y se acercó renqueando. Esperó el tiempo justo para que Brunetti le palmeara la cabeza y le tirara suavemente de las orejas y se desplomó a sus pies. Los clientes del bar estaban acostumbrados a tener que saltar por encima de
Orso
y a echarle trozos de cortezas y emparedados. El animal tenía predilección por los espárragos.

—¿Qué será, Guido? —preguntó Arianna, refiriéndose a los
tramezzini
y llenando la copa de vino tinto.

—Uno de jamón y alcachofa y uno de gambas. —La cola de
Orso
inició un movimiento de abanico golpeándole el tobillo—. Y uno de espárragos. —Cuando llegaron los emparedados, Brunetti pidió otra copa de vino, que bebió despacio, pensando en cómo se complicarían las cosas si, efectivamente, el muerto resultaba ser norteamericano. No sabía si habría cuestiones de jurisdicción. Decidió no pensar en ello.

Como si se propusiera impedirle poner en práctica esta decisión, Arianna dijo:

—Qué horror lo de ese norteamericano.

—Todavía no estamos seguros de que lo sea.

—Pues, si lo es, no faltará quien grite «terrorismo», y eso no será bueno para nadie. —Aunque Arianna era yugoslava de nacimiento, su idiosincrasia era totalmente veneciana: el negocio, lo primero.

—Hay mucha droga en ese barrio —agregó, como si por hablar de ello se pudiera hacer que la droga fuera la causa. Brunetti recordó que la mujer también era dueña de un hotel, por lo que la sola idea del terrorismo tenía que ser para ella causa de pánico y escándalo.

—Sí, Arianna, estamos investigándolo. Gracias. —Mientras hablaba, un espárrago se desprendió del bocadillo y cayó al suelo, delante del hocico de
Orso
. Y, cuando el primer espárrago desapareció, cayó el segundo. Ya que a
Orso
le costaba trabajo levantarse, ¿por qué no llevarle el almuerzo a casa?

Brunetti puso en el mostrador un billete de diez mil liras y se guardó el cambio. La mujer no se había preocupado de pulsar el importe en la caja, por lo que la suma no había quedado registrada ni sería gravada. Hacía años que el comisario había dejado de prestar atención a este fraude continuo que se cometía contra el Estado. Allá se las compusieran los de la policía encargada de los delitos tributarios. La ley ordenaba que la mujer registrara el importe de la consumición y le diera un recibo; si él salía del bar sin el recibo, los dos se hacían acreedores a una multa de cientos de miles de liras. Los de delitos tributarios solían apostarse en la puerta de bares, tiendas y restaurantes, atisbaban por el escaparate las transacciones y pedían a los clientes que salían del establecimiento que les enseñaran el recibo. Pero Venecia era una ciudad pequeña, todos los policías le conocían y ninguno le abordaría. A menos que trajeran agentes de fuera y organizaran lo que los periódicos habían dado en llamar un
blitz
, una operación de peinado de todo el centro comercial, en la que, en un día, se recaudaban millones de liras en multas. En tal caso, si le paraban, les enseñaría la placa y diría que había entrado para ir al aseo.

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