—Puede haber ocurrido en dos sitios. Detrás de Santa Marina. ¿Conoce la calle sin salida que desemboca en Rio Santa Marina, detrás del hotel nuevo?
Brunetti asintió. Era un lugar tranquilo, una calle sin salida.
—El otro sitio es la calle Coceo. —Como Brunetti lo mirara con extrañeza, explicó—: Es una de las dos calles sin salida que parten de la calle Lunga, que arranca de Campo Santa Maria Formosa y termina en el agua.
Aunque la descripción de Bonsuan le ayudó a situar la calle y hasta recordó su embocadura, ante la que debía de haber pasado cientos de veces, Brunetti no recordaba haber entrado en ella. Ni él ni nadie que no viviera allí, porque, como había dicho Bonsuan, era una calle sin salida que iba a parar al agua.
—Tanto un sitio como otro serían perfectos —apuntó Bonsuan—. Nadie pasa por allí y, menos, a esa hora.
—¿Y las mareas?
—Esta noche han sido flojas. No tenían mucha fuerza. Y un cuerpo se encalla, no se deja arrastrar fácilmente. Puede haber sido en cualquiera de estos dos sitios.
—¿Algún otro?
—Cualquiera de las otras calles que salen a Rio Santa Marina, pero éstos son los mejores sitios, si no estuvo en el agua más que cinco o seis horas. —Parecía que Bonsuan había terminado de hablar, pero entonces agregó:
—A no ser que fuera en barco —dejaba que Brunetti adivinara que se refería al asesino.
—Cabe la posibilidad —convino Brunetti, aunque no le parecía probable. Un barco suponía un motor, y a altas horas de la noche, un motor provocaba airadas miradas en las ventanas de los que querían descubrir quién metía tanto ruido.
—Gracias, Danilo. ¿Podría decir a los buzos que echen una ojeada en esos dos sitios? Pueden esperar a mañana. Y que Vianello envíe a un equipo para ver si encuentran indicios de que el crimen se cometiera en uno de ellos.
Bonsuan se puso en pie con un crujido de rodillas, y asintió.
—¿Quién hay abajo que pueda llevarme a Piazzale Roma y luego al cementerio?
—Monetti —respondió Bonsuan, nombrando a otro de los pilotos.
—Dígale que me gustaría salir dentro de diez minutos.
Y, con un movimiento de cabeza afirmativo y un «Sí, señor» dicho a media voz, Bonsuan se fue.
De pronto, Brunetti descubrió que estaba hambriento. Desde la mañana no había comido más que tres emparedados, y ni siquiera eso, porque uno se lo había zampado
Orso
. Abrió el cajón de abajo de la mesa, con la esperanza de encontrar algo, una bolsa de
buranei
, las galletas en forma de S que tanto le gustaban y que con frecuencia tenía que disputarse con sus hijos, un caramelo olvidado, cualquier cosa, pero el cajón seguía tan vacío como la última vez.
Tendría que conformarse con un café. Pero en tal caso debería pedir a Monetti que hiciese una parada. La irritación que le producía este pequeño problema daba una idea del hambre que sentía.
Entonces se acordó de las mujeres que trabajaban abajo, en
Ufficio Stranieri
; siempre que iba a mendigar comida encontraban algo que darle.
Salió del despacho, descendió a la planta baja por la escalera posterior y empujó las pesadas puertas de la oficina. Sylvia, menuda y morena, y Anita, alta rubia y espectacular, estaban sentadas a sus escritorios, frente a frente, hojeando los papeles que llegaban a sus mesas en un flujo aparentemente inagotable.
—
Buona sera
—le dijeron al verle entrar y volvieron a concentrarse en las carpetas verdes.
—¿Tenéis algo para comer? —les preguntó con más hambre que diplomacia.
Sylvia sonrió y movió la cabeza negativamente; él sólo venía a pedir comida o a decirles que uno de sus solicitantes de permiso de residencia o de trabajo había sido arrestado y, por lo tanto, podían eliminarlo de sus listas y archivos.
—¿No te dan de comer en tu casa? —preguntó Anita, pero mientras hablaba abrió un cajón de la mesa y sacó una bolsa de papel marrón. La abrió y extrajo una, dos y tres peras maduras que fue dejando en el borde de la mesa, al alcance de la mano de él.
Hacía tres años, un argelino al que se había negado el permiso de residencia perdió los estribos al serle comunicada la noticia, agarró a Anita por los hombros y empezó a tirar de ella por encima de la mesa mientras le gritaba histéricamente en árabe. En aquel preciso instante entró Brunetti a pedir un expediente y, al momento, el comisario pasó un brazo alrededor del cuello del hombre y se lo oprimió hasta obligarle a soltar a Anita, que cayó encima de la mesa, aterrada y sollozando. Ninguno de los dos había vuelto a hablar del incidente, pero el comisario sabía que en la oficina de Extranjeros siempre encontraría algo de comer.
—
Grazie
, Anita —dijo, tomando una de las peras. Le arrancó el rabo y le dio un mordisco: estaba madura y jugosa. En cinco bocados, la pera desapareció, y él tomó entonces la segunda. Menos madura, pero dulce y tierna. Con los dos húmedos corazones en la mano izquierda, agarró la tercera pera, volvió a dar las gracias a la mujer y salió de la oficina, con nuevas fuerzas para el viaje a Piazzale Roma y su encuentro con la doctora Peters. La capitán Peters.
Brunetti llegó al puesto de
carabinieri
de Piazzale Roma a las siete menos veinte, después de dejar a Monetti en la lancha, esperando su regreso con la doctora. Descubrió, aunque reconocía que ello denotaba prejuicios, que prefería considerarla médico que capitán.
Había avisado por teléfono, y los
carabinieri
le esperaban. Eran, como la mayoría de sus colegas, hombres del sur, que al parecer nunca salían del puesto, saturado de humo de tabaco, cuya utilidad Brunetti no acertaba a descubrir. Los
carabinieri
no tenían nada que ver con tráfico, y en Piazzale Roma no había nada más que tráfico: turismos, caravanas, taxis y, especialmente en verano, interminables hileras de autocares que paraban el tiempo justo para soltar su carga de turistas. El verano último se había sumado a la gama un nuevo tipo de autocar, voluminoso, pesado y contaminante que, rodando de noche, llegaba de algún país de la Europa Oriental y del que emergían, entumecidos y aturdidos por el viaje y la falta de sueño, decenas de miles de turistas muy educados, muy pobres y muy robustos, que pasaban en Venecia un solo día y se marchaban deslumbrados por la belleza que habían contemplado.
Aquí descubrían su primer atisbo de un capitalismo triunfante que los impresionaba tan vivamente que no advertían que, en su mayor parte, no consistía sino en máscaras de cartón piedra hechas en Taiwan y encajes tejidos en Corea.
El comisario entró en el puesto e intercambió amistosos saludos con los dos oficiales de guardia.
—La capitana no ha llegado todavía —señaló uno, ahogando una risa despectiva ante la idea de que una mujer pudiera ser oficial. Al oírlo, Brunetti decidió dirigirse a ella por su graduación, por lo menos en presencia de estos dos, y mostrarle todo el respeto al que su rango la hacía acreedora. No era la primera vez que sentía una punzada de desagrado cuando veía manifestarse en otras personas sus propios prejuicios.
Intercambió varios comentarios banales con los
carabinieri
. ¿Qué posibilidades tenía el Nápoles de ganar este fin de semana? ¿Jugaría Maradona? ¿Caería el Gobierno? Miraba por la puerta vidriera las oleadas de tráfico que entraban en la
piazzale
. Los peatones danzaban sorteando coches y autobuses. Nadie prestaba la menor atención a los pasos de cebra ni a las líneas blancas que debían separar los carriles de circulación. A pesar de todo, el tráfico era fluido y rápido.
Un sedán verde claro cortó por el carril bus y paró detrás de los dos coches azul y blanco de los
carabinieri
. Era un vehículo casi anónimo, exento de marcas y de luz en el techo, y su único distintivo era una matrícula en la que se leía «AFI Official». Se abrió la puerta del conductor y apareció un soldado, que se inclinó, abrió una puerta trasera y la sostuvo mientras se apeaba una joven con uniforme verde oscuro. La mujer se irguió, se puso la gorra de uniforme, miró en derredor y se volvió hacia el puesto de
carabinieri
.
Sin despedirse de los hombres del puesto, Brunetti se dirigió hacia la recién llegada.
—¿Doctora Peters? —preguntó al acercarse.
Al oír su nombre, la mujer levantó la mirada y dio un paso hacia el comisario, al que estrechó brevemente la mano al tiempo que se presentaba como Terry Peters.
Poco menos de treinta años, pelo rizado castaño oscuro, comprimido por la gorra, ojos castaños y una tez que conservaba restos de bronceado del verano. De haber sonreído, hubiera sido más bonita todavía, pero le miraba sin pestañear con los labios apretados en una línea tensa al preguntar:
—¿Es el inspector de policía?
—Comisario Brunetti. Tengo una lancha que nos llevará a San Michele. —Al observar su extrañeza, explicó—: La isla del cementerio. Es a donde han llevado el cadáver.
Sin esperar respuesta, señaló el embarcadero y empezó a cruzar la calzada. Ella se paró un momento a decir algo a su conductor y le siguió. Al llegar al borde del agua, él señaló la lancha azul y blanca de la policía amarrada al muelle.
—Por aquí, doctora —dijo, mientras saltaba a cubierta. Ella le siguió, tomando la mano que él le tendía. La falda del uniforme le llegaba unos centímetros por debajo de las rodillas. Tenía buenas piernas, bronceadas y musculosas, y tobillos finos. La mujer le asió la mano sin vacilar, permitiendo que él la ayudara a embarcar. Cuando se hubieron instalado en la cabina, Monetti se apartó del muelle haciendo marcha atrás y viró por el Gran Canal. Pasaron rápidamente por delante de la estación del ferrocarril, con la luz azul parpadeando y torcieron hacia la izquierda por el Canale della Misericordia, a cuya salida estaba la isla cementerio.
Habitualmente, cuando llevaba a un forastero en la lancha de la policía, Brunetti señalaba los puntos de interés del recorrido. Pero esta vez se limitó a recurrir a la más formal de las introducciones.
—Confío en que haya tenido un viaje sin incidentes, doctora.
Ella miró la franja de alfombra verde que los separaba y murmuró algo que a él le pareció un «sí», pero eso fue todo. Brunetti observó que de vez en cuando ella aspiraba profundamente, como si hiciera esfuerzos por tranquilizarse, una actitud extraña en alguien que, al fin y al cabo, era médico.
Como si le hubiera leído el pensamiento, ella le miró, esbozó una bonita sonrisa y dijo:
—Es distinto cuando conoces a la persona. En la facultad, son desconocidos, y entonces es fácil adoptar una actitud profesional y distante. —Hizo una pausa larga—. Y no es mucha la gente que muere a mi edad.
Era muy cierto.
—¿Hacía tiempo que trabajaban juntos? —preguntó Brunetti.
Ella asintió e iba a responder, pero antes de que pudiera decir algo la lancha se estremeció con una brusca sacudida. Ella asió el asiento con las dos manos y le miró asustada.
—Hemos salido a la laguna, aguas abiertas. No se alarme, no es nada.
—No soy buena marinera. Nací en Dakota del Norte, y allí no tenemos mucha agua. Ni siquiera sé nadar. —Su sonrisa era débil, pero había vuelto a aflorar.
—¿Trabajaron juntos mucho tiempo usted y Mr. Foster?
—Sargento Foster —rectificó ella automáticamente—. Sí, desde que llegué a Vicenza, hará un año. En realidad, él lo llevaba todo. Sólo necesitan a un oficial para que figure al frente y firme papeles.
—¿Para que cargue con las culpas? —preguntó él con una sonrisa.
—Sí, sí, supongo que podríamos decirlo así. Pero nunca ha habido problemas con el sargento Foster. Es muy competente. —Su voz era afectuosa. ¿Elogio a la labor profesional? ¿Afecto personal?
Debajo de ellos, el zumbido del motor se redujo a un ronroneo regular, y luego vino el golpe sordo, al rozar la lancha el muelle del cementerio. Brunetti se levantó y subió a cubierta, parándose en lo alto de la escalerilla para sostener la puerta basculante. Monetti estaba ocupado en atar los cables de amarre a uno de los postes de madera que emergía de las aguas de la laguna en un ángulo inverosímil.
Brunetti saltó a tierra. Ella apoyó la mano en el brazo que él le tendía y saltó a su vez. Él observó que la mujer no llevaba bolso ni cartera; quizá los había dejado en el coche o en la lancha.
El cementerio cerraba a las cuatro, por lo que Brunetti tuvo que llamar al timbre que había a la derecha de las grandes puertas de madera. A los pocos minutos, la hoja de la derecha se abrió y apareció un hombre con uniforme azul marino, al que Brunetti dio su nombre. El hombre acabó de abrir la puerta y la cerró cuando ellos hubieron entrado. Brunetti, que iba delante, se paró en la ventanilla del vigilante, al que dio su nombre y mostró la placa, y éste les indicó que siguieran por la galería abierta de la derecha. Brunetti asintió. Conocía el camino.
Cuando entraron en el edificio en el que estaba el depósito, Brunetti percibió un brusco descenso de la temperatura. Al parecer, la doctora Peters lo notó también, porque cruzó los brazos y bajó la cabeza. Al extremo de un largo corredor, encontraron a un empleado con uniforme blanco, sentado a una mesa de escritorio. Al acercarse ellos, el hombre se puso en pie, colocando cuidadosamente el libro que estaba leyendo boca abajo sobre la mesa.
—¿El comisario Brunetti? —preguntó.
Brunetti asintió.
—La doctora de la base norteamericana —dijo, indicando con un movimiento de cabeza a la joven que estaba a su lado. Para quien ha mirado a la muerte a la cara tan a menudo, la aparición de una mujer joven con uniforme militar apenas era digna de atención, de modo que el empleado echó a andar rápidamente delante de ellos y abrió una pesada puerta de madera que estaba a su izquierda.
—Como sabía que vendrían ustedes, lo he sacado —señaló el empleado, llevándolos hacia una camilla metálica situada a un lado de la habitación. Los tres sabían lo que había debajo de la sábana. Cuando se acercaron, el joven miró a la doctora Peters. Ella movió la cabeza afirmativamente. El empleado levantó la sábana, ella miró al muerto y Brunetti la miró a ella. Durante unos segundos, la cara de la mujer permaneció absolutamente quieta e inexpresiva, luego cerró los ojos y se mordió el labio superior. Si trataba de reprimir las lágrimas fracasó, porque le inundaron los ojos y le resbalaron por las mejillas.