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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (36 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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—En barco, no —dijo ella—. El agua me da miedo.

—Es un barco muy seguro —terció Vianello.

Ella miró a Brunetti:

—¿Irá usted con nosotros,
dottore
?

—No,
signora
; yo he de quedarme.

Ella preguntó entonces a Brunetti, señalando a Vianello:

—¿Puedo confiar en él?

—Sí,
signora
, puede confiar en él.

—¿Me lo jura?

—Se lo juro.


Va bene
, iremos en el barco.

Empezó a andar, conducida por Vianello, que tenía que inclinarse para sujetarla por debajo del codo. Después de dar dos pasos, ella se paró y se volvió hacia Brunetti.


Dottore

—¿Sí,
signora
Concetta?

—Los cuadros están en mi casa. —Se volvió y siguió andando hacia la puerta, al lado de Vianello.

Después, Brunetti se enteraría de que, tras veinte años de residir en Venecia, la mujer nunca había subido a un barco: al igual que muchos habitantes de las montañas de Sicilia, tenía pánico al agua, un pánico que no había podido vencer en veinte años. Pero antes se enteró de lo que había hecho ella con los cuadros. Aquella tarde, cuando la policía fue al apartamento, encontró las telas hechas trizas con las mismas tijeras con que había tratado de atacar a Brunetti. Esta vez no estaba allí Peppino para detenerla, y las había destruido por completo, dejando sólo pequeños retazos de lienzo de colores en la estela de su dolor. No sorprendió a Brunetti que mucha gente viera en esto la prueba concluyente de que estaba loca: cualquiera podía matar a un hombre, pero sólo una loca destruiría un Guardi.

Al cabo de dos días, después de cenar, Paola contestó al teléfono. Por el tono cariñoso de su voz y sus frecuentes risas, Brunetti dedujo que hablaba con sus padres. Casi media hora después, ella salió a la terraza y le dijo:

—Guido, mi padre quiere hablar un momento contigo.

Él entró en la sala y se puso al teléfono.

—Buenas noches —saludó.

—Buenas noches, Guido —dijo el conde—. Tengo una noticia para ti.

—¿Es sobre el vertedero?

—¿El vertedero? —repitió el conde, consiguiendo imprimir en su voz un tono de perplejidad.

—El del lago Barcis.

—Ah, te refieres a los terrenos para la nueva construcción. Un transportista particular estuvo allí a principios de semana. El terreno ha sido despejado y cubierto de tierra.

—¿Terrenos para la nueva construcción?

—Sí; el ejército ha decidido realizar pruebas sobre emanaciones de gas radón en aquella zona. La cerrarán y edificarán una especie de laboratorio de pruebas. Completamente robotizado, desde luego.

—¿Qué ejército, el de ellos o el nuestro?

—El nuestro, por supuesto.

—¿Adonde han llevado la carga?

—Tengo entendido que los camiones iban a Génova. Pero el amigo que me lo dijo no estaba seguro.

—Usted sabía que Viscardi estaba involucrado, ¿verdad?

—Guido, no me gusta ese tono de acusación —espetó el conde ásperamente. Brunetti no se disculpó, y el conde prosiguió—. Yo sabía muchas cosas del
signor
Viscardi, Guido, pero estaba fuera de mi alcance.

—Ahora está fuera del alcance de todos —puntualizó Brunetti, pero no le producía la menor satisfacción decirlo.

—Traté de advertirte.

—No imaginaba que fuera tan poderoso.

—Lo era. Y su tío —el conde dio el nombre de un ministro del Gobierno— sigue siéndolo. ¿Entiendes?

Entendía más de lo que le hubiera gustado entender.

—Tengo que pedirle otro favor.

—He hecho mucho por ti esta semana, Guido. Sacrificando mis propios intereses.

—No es para mí.

—Guido, los favores siempre son para nosotros. En especial cuando pedimos algo para otras personas. —Brunetti callaba, y el conde preguntó—: ¿De qué se trata?

—Un oficial de
carabinieri
, Ambrogiani. Acaban de trasladarlo a Sicilia. ¿Podría ocuparse de que no le ocurra nada mientras está allí?

—¿Ambrogiani? —preguntó el conde, como si le interesara no saber nada más que el nombre.

—Sí.

—Veré qué puedo hacer, Guido.

—Le estaré muy agradecido.

—Y también el
maggior
Ambrogiani, imagino.

—Gracias.

—De nada, Guido. La semana próxima estaremos en casa.

—Bien. Que tengan felices vacaciones.

—Las tendré, sí. Buenas noches, Guido.

—Buenas noches. —Al colgar el teléfono, Brunetti reparó de pronto en un detalle de la conversación y se quedó como petrificado, mirándose la mano, incapaz de soltar el teléfono. El conde conocía la graduación de Ambrogiani. Él le había hablado de un oficial, pero el conde había dicho «
maggior
Ambrogiani». El conde conocía a Gamberetto. Tenía negocios con Viscardi. Y, ahora, sabía cuál era la graduación de Ambrogiani. ¿Qué más sabía el conde? ¿Y en qué otros asuntos estaba implicado?

Paola había ocupado su sitio en la terraza. Él abrió el balcón y se puso a su lado, rodeándole los hombros con el brazo. El oeste del cielo despedía la última luz del crepúsculo.

—El día se acorta —dijo ella.

Él le oprimió los hombros y asintió.

Así estuvieron un rato. Empezaron a oírse campanadas; primero, las de San Polo, ligeras; después, desde el otro lado de la ciudad, los canales y los siglos, llegó el son majestuoso y potente de San Marco.

—Guido, me parece que Raffi está enamorado —murmuró ella, confiando en que éste fuera el momento oportuno para hablar de ello.

Brunetti, al lado de la madre de su único hijo varón, pensaba en el amor que los padres sienten por los hijos. Como pasaba el tiempo y no decía nada, ella se volvió a mirarle.

—Guido, ¿por qué lloras?

Autor
[*]

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