—Mucho.
—Así que se le trata como si fuera un simple industrial con intereses en la zona.
Ambrogiani asintió.
—Y, al parecer, con intereses también en el lago Barcis.
—Al parecer.
—¿Cree que podría informarse?
—Creo que podría intentarlo.
—¿Y eso significa?
—Significa que, si es un pez mediano, encontraré información, pero, si es un pez gordo, no encontraré nada. O sólo que es un respetable empresario, bien relacionado políticamente. Lo cual únicamente nos confirmará lo que ya sabemos, que es un hombre con «Amigos Influyentes».
—¿La Mafia?
A modo de respuesta, Ambrogiani encogió un hombro.
—¿Incluso aquí arriba?
—¿Por qué no? A algún sitio tienen que ir. En el Sur no hacen más que matarse unos a otros. ¿Cuántos asesinatos llevamos en lo que va de año? ¿Doscientos? ¿Doscientos cincuenta? Por eso han empezado a subir hacia aquí.
—¿Y el Gobierno?
Ambrogiani dio ese resoplido de repugnancia que los italianos reservan para cuando hablan de su Gobierno.
—¿Y quién puede distinguir ya a la Mafia del Gobierno?
Esta visión era más pesimista que la de Brunetti, pero quizá la red de los
carabinieri
, que abarcaba toda la nación, tenía acceso a información que a él le estaba vedada.
—¿Y usted podría averiguar algo? —preguntó Ambrogiani.
—Puedo llamar por teléfono a quienes me deben favores. —No dijo a Ambrogiani que la llamada que esperaba que fuera más fructífera no sería a una persona que le debía un favor, sino todo lo contrario.
Al fin, al cabo de un buen rato, Ambrogiani alargó la mano, abrió la guantera y revolvió en el montón de mapas que había dentro.
—¿Tiene tiempo? —preguntó, sacando uno.
—Sí. ¿Cuánto tardaremos en llegar?
Antes de responder, Ambrogiani extendió el mapa apoyándolo en el volante. Recorrió el papel con un grueso dedo hasta encontrar lo que buscaba.
—Aquí está. Lago Barcis. —El dedo siguió una línea sinuosa que partía de la derecha del lago y bajó bruscamente en línea recta hasta Pordenone—. Hora y media. Quizá dos horas. La mayor parte,
autostrada
. ¿Qué dice?
A modo de respuesta, Brunetti alargó la mano hacia atrás y tiró del cinturón, se cruzó el pecho con él y lo abrochó entre los dos asientos.
Dos horas después, subían por la carretera de montaña que lleva al lago Barcis, en caravana con otra veintena de coches detrás de un enorme camión de grava que avanzaba a diez por hora y se paraba en cada curva para hacer maniobra, obligando a Ambrogiani a pasar de segunda a primera casi continuamente. De vez en cuando, un coche los adelantaba por la izquierda y se insertaba en la fila, abriéndose paso con el morro y el claxon, o se desviaba bruscamente hacia la derecha y aparcaba en el estrecho arcén. Los conductores se apeaban y levantaban el capó, y alguno cometía el grave error de destapar el radiador.
Brunetti deseaba pedir a Ambrogiani que parase, ya que no tenían prisa ni punto de destino, pero, aunque disponía de muy poco de automovilista, sabía de conducción lo suficiente como para comprender que debía abstenerse de hacer sugerencias. Al cabo de unos veinte minutos, el camión se metió en una zona de estacionamiento, sin duda destinada a facilitar el adelantamiento, y los coches pudieron acelerar. Algunos conductores levantaban la mano en señal de agradecimiento, pero la mayoría no se molestaban en hacerlo. Diez minutos después, entraban en el pueblo de Barcis y Ambrogiani giraba hacia la izquierda y bajaba por una carretera secundaria que conducía al lago.
Ambrogiani salió del coche exasperado por el viaje.
—Vamos a beber algo —dijo, encaminándose hacia un café que ocupaba el gran pórtico de una de las casas contiguas al lago. Apartó una silla de una de las mesas protegidas por grandes parasoles y se dejó caer en ella. El lago, de un azul irreal, se extendía ante ellos, al pie de unas montañas altas. Se acercó un camarero a tomar el encargo y volvió a los pocos minutos con dos cafés y dos vasos de agua mineral.
Después de tomar el café y un sorbo de agua, Brunetti preguntó:
—¿Y ahora qué?
Ambrogiani sonrió.
—Es bonito esto.
—Muy bonito. ¿Qué hacemos aquí, turismo?
—Supongo. Lástima que no podamos quedarnos todo el día a contemplar el lago.
A Brunetti le desconcertaba no saber si el otro hablaba en serio o no. Pero no estaría mal poder quedarse. Deseó que los dos jóvenes norteamericanos hubieran pasado un buen fin de semana en este bello paraje, con independencia del motivo de la excursión. Éste era un hermoso lugar para unos enamorados. Rectificándose a sí mismo, se dijo que cualquier lugar era hermoso para unos enamorados.
Brunetti llamó al camarero y pagó. Durante el viaje, habían acordado no llamar la atención preguntando por camiones con franjas rojas en los costados que circularan por pistas de montaña. Eran turistas, aunque uno llevara corbata, y los turistas tienen perfecto derecho a parar en un merendero y contemplar las montañas mientras los coches pasan veloces por la carretera. Como no sabía cuánto tardarían en el viaje, Ambrogiani se acercó al mostrador del bar y pidió al camarero que les preparara unos bocadillos para llevárselos. No había más que
prosciutto
y queso. Ambrogiani asintió, le dijo que hiciera cuatro y que les pusiera una botella de vino tinto y dos vasos de plástico.
Con la bolsa en la mano, volvieron al coche de Ambrogiani y bajaron por una carretera en dirección a Pordenone. A unos dos kilómetros de Barcis, vieron una ancha zona de aparcamiento a la derecha y se metieron en ella. Ambrogiani hizo un viraje, de modo que pudieran ver la carretera, no las montañas, paró el motor y espetó:
—Aquí nos quedamos.
—No es mi ideal de cómo pasar el sábado —reconoció Brunetti.
—Los he tenido peores —indicó Ambrogiani, y le habló de la vez en que se le había encomendado la búsqueda de la víctima de un secuestro en Aspromonte, y estuvo tres días en las montañas, tendido en el suelo, vigilando una cabaña de pastor con unos prismáticos.
—¿Y qué pasó?
—Oh, los pillamos. —Se echó a reír—. Pero eran otros, no los que buscábamos. La familia de aquella muchacha no nos había llamado, no había denunciado el caso. Estaban dispuestos a pagar el rescate, pero nosotros llegamos antes de que pudieran soltar ni una lira.
—¿Y qué pasó con el otro secuestrado, el que estaban buscando?
—Lo mataron. Lo encontramos una semana después de liberar a la muchacha. Le cortaron el cuello. El olor nos llevó hasta él. Y los pájaros.
—¿Por qué lo mataron?
—Probablemente porque habíamos encontrado a la chica. Cuando la devolvimos a la familia, les pedimos que no dijeran nada. Pero alguien llamó a los periódicos y el caso salió en primera plana. Ya sabe: «Júbilo por la liberación», fotos de la chica con la madre, la chica comiendo su primer plato de pasta en dos meses, etcétera. Debieron de leerlo y comprender que los buscábamos y estábamos cerca. Así que lo mataron.
—¿Y por qué no lo soltaron? —Entonces, como no se había mencionado el detalle, Brunetti preguntó—: ¿Cuántos años tenía?
—Doce. —Siguió una larga pausa, y Ambrogiani contestó la primera pregunta—: Soltarlo hubiera sido malo para el negocio. Hubiera dado a entender a otras personas que, si la policía intervenía y se acercaba lo suficiente, podían tener una posibilidad. Matándolo, enviaban un mensaje claro: «Esto va en serio: o pagáis o matamos.»
Ambrogiani destapó el vino y lo echó en los vasos de plástico. Comieron un bocadillo cada uno y, como no había nada más que hacer, el otro. Mientras tanto, Brunetti se abstuvo de mirar el reloj, diciéndose que cuanto más esperara, más tarde sería. No pudo seguir resistiendo la tentación y miró. Las doce. Tenía ante sí largas horas de espera. Bajó el cristal y se quedó mucho rato mirando las montañas. Cuando volvió la cara, vio que Ambrogiani dormía con el cuello doblado y la cabeza apoyada en el cristal del otro lado. Brunetti observó el tráfico que bajaba y subía por la empinada carretera. Todos los coches le parecían similares, diferentes sólo por el color y, si iban lo bastante despacio, la matrícula.
Al cabo de una hora, empezó a disminuir el tráfico, la gente paraba para comer. Poco después de observar esta calma, oyó la brusca exhalación de aire de unos frenos potentes. Levantó la mirada y vio bajar la montaña un camión grande, con una franja roja en el costado.
Dio un codazo a Ambrogiani. El
carabiniere
despertó instantáneamente e hizo girar la llave del contacto. Sacó el coche a la carretera y se puso a seguir al camión. A unos dos kilómetros del lugar en el que se habían parado, el camión giró hacia la derecha y desapareció por una pista de tierra. Ellos siguieron carretera adelante, pero Brunetti vio que Ambrogiani extendía la mano hacia el cuadro y oprimía el pulsador que ponía a cero el cuentakilómetros. Después de recorrer un kilómetro, salió de la carretera y apagó el motor.
—¿De dónde era la matrícula?
—De Vicenza —respondió Brunetti, y sacó el cuaderno para anotar el número mientras aún lo tenía fresco en la memoria—. ¿Qué hacemos?
—Quedarnos aquí hasta que veamos pasar el camión o esperar media hora y volver atrás.
Al cabo de una hora, el camión no había pasado, por lo que Ambrogiani retrocedió hasta encontrar la pista de tierra. Paró el coche un poco más allá, a la derecha, en diagonal entre dos mojones de cemento.
Ambrogiani se apeó y abrió el portamaletas. Al lado de la rueda estaba inserta una pistola de grueso calibre que el
carabiniere
se metió en el cinturón.
—¿Usted está armado? —preguntó.
Brunetti movió la cabeza negativamente.
—No.
—Aquí tengo otra. ¿La quiere?
Brunetti volvió a sacudir la cabeza.
Ambrogiani cerró el portamaletas y juntos cruzaron la carretera y entraron en la pista de tierra que se adentraba en la montaña.
Los camiones habían marcado profundas roderas en el suelo; a las primeras lluvias, la tierra se convertiría en barro y la carretera quedaría intransitable para vehículos del tamaño del camión que habían visto. Al cabo de unos centenares de metros, el camino se ensanchaba ligeramente. Describía una curva y discurría junto a un arroyo que bajaba del lago. Al poco, se desviaba hacia la izquierda, dejando el arroyo. Seguía una larga recta entre árboles. Más allá, otro pronunciado recodo hacia la izquierda y una fuerte subida, en lo alto de la cual parecía terminar el camino.
De repente, Ambrogiani se puso detrás de un árbol arrastrando consigo a Brunetti. Con un rápido movimiento sacó la pistola mientras, con la otra mano, daba a Brunetti un fuerte empujón en la espalda lanzándolo hacia un lado.
Brunetti braceó, incapaz de frenar el impulso que le había hecho perder el equilibrio. Durante un instante, vaciló, pareció que recuperaba la estabilidad, pero sus pies no se asentaban en el suelo y comprendió que se caía. Volvió la cara y vio a Ambrogiani venir hacia él, pistola en mano. Se le contrajo el corazón con súbito terror. Él había confiado en este hombre, sin pensar ni un momento que la persona de la base norteamericana que estaba enterada de la curiosidad de Foster y de sus relaciones sentimentales con la doctora Peters tanto podía ser un norteamericano como un italiano. Y hasta había ofrecido una pistola a Brunetti.
Chocó contra el suelo, atontado y sin aliento. Trató de alzarse sobre las rodillas y pensó en Paola mientras sus ojos se impregnaban de sol. Ambrogiani cayó pesadamente a su lado y le puso un brazo en la espalda, obligándolo a tenderse otra vez.
—No se mueva. Baje la cabeza —le dijo al oído, sin quitarle el brazo de la espalda.
Brunetti estaba tendido de bruces, con los dedos hundidos en la hierba debajo del pecho y los ojos cerrados, sintiendo sólo el peso del brazo de Ambrogiani y el sudor que le bañaba todo el cuerpo. A través de la fuerte percusión del corazón, oyó acercarse un camión procedente de lo que les había parecido el final del camino. El motor pasó retumbando por delante del lugar en el que ellos estaban, y su zumbido fue decreciendo en su marcha de vuelta hacia la carretera principal. Cuando se apagó del todo, Ambrogiani se levantó pesadamente y empezó a sacudirse la ropa.
—Perdone —se disculpó sonriendo y tendiendo una mano a Brunetti—. Ha sido un impulso. No me ha dado tiempo de pensar. ¿Está bien?
Brunetti asió la mano, se puso en pie y se quedó al lado del otro hombre, sin poder controlar el temblor de las rodillas.
—Claro. Perfectamente —contestó y se inclinó para sacudirse el polvo del pantalón. Tenía la ropa interior pegada al cuerpo por aquella súbita oleada de terror animal que le había invadido.
Ambrogiani volvió al camino, ajeno al pánico de Brunetti o con un gesto exquisito de ignorancia fingida. El comisario acabó de sacudir, aspiró varias bocanadas de aire y siguió a Ambrogiani por el sendero hasta el lugar en el que empezaba la subida. El sendero no terminaba allí, sino que giraba bruscamente hacia la derecha y moría al borde de un talud. Los dos hombres se acercaron al extremo. A sus pies se extendía una zona del tamaño de medio campo de fútbol, cubierta en su mayor parte por enredaderas que podían haber crecido aquel mismo verano. En la parte más próxima al pequeño altozano en el que se encontraban, se veía un centenar de bidones, entremezclados con grandes bolsas de plástico negro, de tamaño industrial, selladas por un extremo. En la parte más alejada, habría estado trabajando una excavadora, porque allí los bidones desaparecían bajo una capa de tierra cubierta de hiedra. No había forma de averiguar cuántos bidones podía haber enterrados.
—Vaya, parece que hemos encontrado lo que buscaba el norteamericano —exclamó Ambrogiani.
—Yo diría que también él lo encontró.
Ambrogiani asintió.
—De lo contrario, no hubiera sido necesario matarlo. ¿Qué diría usted que hizo? ¿Ir directamente a ver a Gamberetto?
—No sé —respondió Brunetti. El asesinato parecía una reacción desproporcionada. ¿Qué era lo peor que podía pasarle a Gamberetto? ¿Que lo multaran? Él echaría la culpa a los conductores, incluso pagaría a uno de ellos para que dijera que lo había hecho por su cuenta y riesgo. No perdería el contrato para la construcción del hospital si esto se descubría. Para las leyes italianas era sólo una falta. Mucho peor sería si lo pillaban conduciendo un coche no matriculado. Porque con esto privaba al Gobierno de unos ingresos, mientras que con lo otro, simplemente envenenaba la tierra.