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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (12 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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CAPÍTULO VIII

Mientras el Intercity salía de la estación de Vicenza, Brunetti caminaba hacia la cabeza del tren, buscando un compartimiento de primera clase vacío. Le pesaban las bolsas de plástico que llevaba en los bolsillos interiores, e inclinaba el cuerpo hacia adelante, esforzándose por disimular el bulto. En el primer coche, encontró por fin un compartimiento libre y se sentó al lado de la ventanilla. Al poco, se levantó y cerró la puerta. Dejó la cartera en el asiento de su lado y se puso a debatir consigo mismo si trasladaba o no trasladaba a ella las bolsas. Mientras lo pensaba, la puerta del compartimiento se abrió bruscamente y entró un hombre uniformado. En una alucinación instantánea, Brunetti se vio en la cárcel, con la carrera destrozada; pero el hombre sólo venía a picar el billete, y el comisario pudo salvarse.

Cuando el revisor se fue, Brunetti se concentró en resistir la tentación de introducir la mano en los bolsillos interiores o palpar las bolsas con el codo, para cerciorarse de que seguían allí. Él muy pocas veces había tenido que tratar con droga en su trabajo, pero sabía que en cada bolsillo llevaba por lo menos varios cientos de millones de liras: un apartamento nuevo en uno y un desahogado retiro en el otro. Pero no le tentaba la idea. Con gusto hubiera dado los dos paquetes a cambio de saber quién los había puesto donde él los había encontrado. Aunque no sabía quién, el porqué estaba bastante claro: ¿qué mejor móvil para un asesinato que el narcotráfico, y qué mejor prueba de narcotráfico que un kilo de cocaína escondido en casa? ¿Y quién mejor para encontrarlo que el policía de Venecia que, aunque no fuera más que por su ubicación geográfica, no podía haber tenido nada que ver con el asesinato ni con el muerto? ¿Y en qué podía estar involucrado el joven soldado como para que se utilizara un kilo de cocaína como cortina de humo? Abrió la cartera y sacó el libro, pero cuando trató de leer descubrió que ni su historiador favorito conseguía apartar su atención de estas preguntas.

En Padua, entró en el compartimiento una mujer mayor que se sentó y estuvo leyendo una revista hasta la estación de Mestre, donde se apeó sin haber dirigido ni una palabra ni una mirada a Brunetti. Cuando el tren entró en la estación de Venecia, el comisario volvió a meter el libro en la cartera y se apeó, observando si entre los que bajaban del tren había alguien que hubiera subido en Vicenza. Al salir de la estación, se fue hacia la derecha, camino del barco 1, llegó hasta el muelle, se paró y se volvió a mirar el reloj del otro lado de la estación. Bruscamente, cambió de dirección y cruzó la
piazza
de la estación, en dirección al muelle del barco 2. Nadie le seguía.

Minutos después, de la derecha, llegó el barco. Él fue el único que subió. A las cuatro y media había poco pasaje. Bajó la escalerilla y cruzó la cabina posterior hacia la de proa, en la que estaría solo. El barco se apartó del muelle, pasó por debajo del puente de los Scalzi y subió por el Gran Canal hacia Rialto y la parada final. A través de la puerta vidriera, Brunetti observó que las cuatro personas que viajaban en la cabina interior leían el periódico. Dejó la cartera en el asiento de al lado, la abrió, metió la mano en el bolsillo interior y sacó una de las bolsas. Con cuidado, tocando sólo una punta, pellizcó la pestaña del cierre para abrir la bolsa y, volviéndose de lado, para admirar la fachada del Museo de Historia Natural, sacó la mano por la borda y arrojó el polvo blanco a las aguas del canal. Guardó la bolsa vacía en la cartera y repitió la operación con la otra. En la edad de oro de la Serenísima, el dux celebraba anualmente una fastuosa ceremonia durante la cual arrojaba un anillo de oro al Gran Canal, para solemnizar el casamiento de la ciudad con las aguas que le daban vida, prosperidad y poder. Pero nunca, pensó Brunetti, en lugar alguno, se había ofrendado voluntariamente a las aguas una riqueza comparable.

Desde Rialto, Brunetti fue a la
questura
andando y al entrar se dirigió al laboratorio. Allí encontró a Bocchese, afilando unas tijeras en una de las muchas máquinas que sólo él parecía capaz de hacer funcionar. Al ver a Brunetti, paró la máquina y dejó las tijeras en la mesa.

Brunetti puso la cartera al lado de las tijeras, la abrió y, cuidadosamente, de una punta, sacó las dos bolsas de plástico y las dejó al lado de las tijeras.

—¿Podría ver si tienen las huellas del norteamericano? —preguntó. Bocchese asintió—. Luego bajo y me dice algo, ¿de acuerdo?

El técnico volvió a mover la cabeza afirmativamente.

—Esas tenemos, ¿eh?

—Sí.

—¿Quiere que pierda las bolsas después de sacar las huellas?

—¿Qué bolsas?

Bocchese alargó la mano hacia las tijeras.

—En cuanto termine con esto —dijo.

Pulsó un interruptor y la muela volvió a girar. El «Gracias» de Brunetti quedó ahogado por el agudo chirrido del roce de metal con metal mientras Bocchese afilaba.

Brunetti decidió que era preferible ir a hablar con Patta a esperar a que su superior le llamara, y con este objeto subió por la escalera principal y se paró en la puerta del despacho de su superior. Llamó con los nudillos, oyó ruido y abrió. Entonces, cuando ya era tarde, descubrió que el ruido que había oído no era la invitación a entrar.

La escena era una mezcla de tópico de historieta y pesadilla de burócrata: delante del balcón, con la blusa desabrochada, estaba Anita, de la
Ufficio Stranieri
; a un solo paso de ella y retrocediendo estaba el
vicequestore
Patta, muy colorado. A Brunetti le bastó una ojeada para captar la situación, y dejó caer la cartera, para dar tiempo a Anita a volverse de espaldas a los dos hombres y abrocharse la blusa. Entretanto, Brunetti se agachó a recoger los papeles esparcidos por el suelo y Patta se sentó a su mesa. Anita tardó en abrocharse la blusa lo que Brunetti en meter los papeles en la cartera.

Cuando cada cosa estuvo otra vez en su sitio, Patta dijo, ceremoniosamente:

—Muchas gracias,
signorina
. Ahora mismo firmo estos documentos y se los envío.

Ella asintió y fue hacia la puerta. Al pasar junto a Brunetti, le guiñó un ojo con una amplia sonrisa, gestos de los que él no se dio por enterado.

Cuando la mujer hubo salido del despacho, Brunetti se acercó a la mesa de Patta.

—Acabo de llegar de Vicenza, señor. He estado en la base norteamericana.

—¿Sí? ¿Qué ha averiguado? —preguntó Patta, todavía con un resto de rubor que Brunetti pasó por alto haciendo un esfuerzo.

—No mucho. He visitado el apartamento.

—¿Ha encontrado algo?

—No, señor. Nada. Me gustaría volver mañana.

—¿Para qué?

—Para hablar con algunas personas que le conocieran.

—¿De qué puede servirnos eso? Bien claro está que se trata de un atraco callejero que se torció. ¿A quién puede importar lo que digan de él los que le conocían?

Brunetti reconoció las señales precursoras de la cólera de Patta. Si ésta llegaba a desatarse, el
vicequestore
era capaz de prohibir a Brunetti que siguiera investigando en Vicenza. Puesto que el atraco callejero era la causa más conveniente, Patta cifraría sus esperanzas en esta hipótesis y hacia ella orientaría la investigación.

—Estoy seguro de que tiene razón, señor. Pero me parece que, hasta que encontremos al culpable, no estará de más que demos la impresión de que el móvil del crimen está fuera de la ciudad. Ya conoce a los turistas. Basta cualquier minucia para espantarlos.

¿Se apagó un poco el tinte rojizo de la cara de Patta, o era ilusión óptica?

—Me alegro de que esté de acuerdo conmigo, comisario —y, tras una pausa que no podía calificarse más que de ominosa, Patta agregó—: por una vez. —Extendió una bien cuidada mano y enderezó el portafirmas que tenía en el centro de la mesa—. ¿Cree que pueda haber alguna relación con Vicenza?

Brunetti demoró la respuesta, encantado por la facilidad con que Patta le traspasaba la responsabilidad de la decisión.

—No lo sé, señor. Pero no nos perjudicará dar la impresión de que la hay.

La pausa con la que su superior acogió estas palabras estaba calculada para dar la impresión de que su aversión a cualquier irregularidad en el procedimiento era neutralizada por el afán de no dejar piedra sin remover en la búsqueda de la verdad. Sacó su Mont Blanc Meisterstück del bolsillo del pecho, abrió el portafirmas y firmó los tres documentos que contenía, haciendo cada rúbrica más ponderada y, al mismo tiempo, más enérgica que la anterior.

—Muy bien, Brunetti, si considera que ésta es la mejor manera de llevar el caso, vaya otra vez a Vicenza. No podemos permitir que la gente tenga miedo de venir a Venecia, ¿verdad?

—No, señor —respondió Brunetti, paradigma de la seriedad—. Por supuesto que no. —Sin variar la inflexión de voz, preguntó—: ¿Ordena usted algo más?

—Eso es todo, Brunetti. Hágame un informe detallado de lo que averigüe.

—Por supuesto —dijo Brunetti. Mientras iba hacia la puerta, se preguntaba con qué estupidez lo despediría Patta.

—Llevaremos al culpable ante los jueces —dijo Patta.

—Sí, señor —asintió Brunetti, encantado al oír a su superior emplear el plural y decidido a incitarle a seguir usándolo.

Subió a su despacho, repasó los papeles que llevaba en la cartera y dio a Bocchese media hora para examinar las huellas dactilares. Transcurrido este plazo, bajó al laboratorio. Ahora encontró al técnico sosteniendo la hoja de un cuchillo panadero sobre la muela. Al ver a Brunetti, paró la máquina de afilar, pero conservó el cuchillo en la mano, probando el filo con el pulgar.

—¿Es ése un trabajo extra para sus ratos libres? —preguntó Brunetti.

—De vez en cuando, mi mujer me da cosas para afilar, y me va bien hacerlo aquí. Si su esposa tiene algún utensilio que necesite afilado, me lo trae y se lo dejaré nuevo.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo en señal de agradecimiento.

—¿Ha encontrado algo?

—Sí; en una de las bolsas había huellas.

—¿Eran de él?

—Sí.

—¿Alguna más?

—Un par, probablemente de mujer.

—¿Y en la otra bolsa?

—Nada. Limpia. La han limpiado o sólo la han tocado con guantes.

Bocchese tomó una hoja de papel y cortó una punta con el cuchillo panadero. Satisfecho, dejó el cuchillo en la mesa y miró a Brunetti.

—Yo diría que la primera bolsa había sido utilizada para otra cosa antes de que pusieran la… —Bocchese se interrumpió, al no estar seguro de si allí se podía hablar libremente— …esa sustancia.

—¿Para qué otra cosa?

—No estoy seguro, quizá queso. Había vestigios de grasa por la parte de dentro. Y esta bolsa estaba más sobada que la otra, más arrugada, yo diría que, antes de contener, hum, esos polvos, había contenido otra cosa.

En vista de que Brunetti no decía nada, Bocchese preguntó:

—¿No le sorprende?

—No.

Bocchese sacó de una bolsa de papel un cuchillo de carne con mango de madera y pasó el pulgar por la hoja.

—Si quiere algo más, ya lo sabe. Y diga a su esposa lo de los cuchillos.

—Gracias, Bocchese —dijo Brunetti—. ¿Qué ha hecho con las bolsas?

Bocchese conectó la máquina, le acercó el cuchillo y miró a Brunetti.

—¿Qué bolsas?

CAPÍTULO IX

Brunetti no tenía nada que hacer en la
questura
, ya que no era probable que consiguiera más información antes de volver a Vicenza, de modo que guardó la cartera en el fondo del armario y salió del despacho. Al llegar a la calle, miró rápidamente a derecha e izquierda, en busca de figuras sospechosas. Se fue hacia la izquierda, en dirección a Campo Santa Maria Formosa y, desde aquí, a Rialto, por calles estrechas que le permitieran burlar a posibles perseguidores y también rehuir a los batallones de turistas rapaces que indefectiblemente merodeaban por los alrededores de San Marco. Cada año le resultaba más difícil tener paciencia con ellos, soportar su deambular intermitente, su manía de andar de tres en tres hasta en las calles más estrechas. Había momentos en los que de buena gana les hubiera gritado o empujado, pero, para desahogar su agresividad, se contentaba con no pararse ni modificar su rumbo si encontraba una cámara en su camino. Por ello, estaba seguro de que su figura, su espalda, su cara o uno de sus codos, aparecía en cientos de instantáneas y vídeos, y a veces imaginaba el gesto de contrariedad de los alemanes cuando, al mirar las cintas del verano durante una borrasca del mar del Norte, descubrían a un italiano con traje oscuro que cruzaba muy decidido por delante de Tante Gerda u Onkel Fritz, tapando, aunque no fuera más que un momento, unos muslos robustos, arrebolados de sol, que asomaban del Lederhose, plantados delante del puente de Rialto, de la basílica de San Marco o junto a un gato especialmente fotogénico.

Él vivía aquí, qué diantre, de modo que bien podían esperar a que hubiera pasado, para hacer su estúpida foto y, si no, que se llevaran a casa la efigie de un veneciano auténtico. Al fin y al cabo, éste sería el contacto más real que cualquiera de ellos llegaría a establecer con la ciudad. Y, ¡ah!, sí, ya iba siendo hora de disponer el ánimo para volver a casa. No era cosa de presentarse a Paola de mal humor y, menos, en su primera semana de clases.

Para evitarlo, entró en Do Mori, su bar favorito, situado a pocos pasos de Rialto, y saludó a Roberto, su canoso dueño. Intercambiaron unas frases triviales, y Brunetti pidió una copa de
cabernet
, lo único que en este momento le apetecía beber. Tomó con el vino unas gambas fritas de las que siempre había en la barra y después pidió un
tramezzino
, con una buena loncha de jamón y una rodaja de alcachofa. Bebió otra copa de vino y, por primera vez en todo el día, empezó a sentirse humano. Paola solía decir que él se ponía muy desagradable cuando llevaba tiempo sin comer, y empezaba a pensar que tenía razón su mujer. Pagó, salió a la calle y reanudó el camino hacia su casa cortando por Rughetta.

Se paró en Biancat a contemplar las flores del escaparate. El
signor
Biancat le vio a través del enorme cristal y le saludó con una sonrisa y un movimiento de cabeza, de modo que Brunetti entró en la tienda y pidió diez lirios azules. Mientras preparaba las flores, Biancat le hablaba de Tailandia, de donde acababa de regresar, después de asistir a una conferencia de criadores y cultivadores de orquídeas que había durado una semana. Brunetti pensó que era una manera extraña de pasar una semana, pero entonces recordó que él había ido a Dallas y a Los Ángeles para asistir a seminarios de policía. ¿Quién era él para afirmar que era más extraño pasar una semana hablando de orquídeas que de la incidencia de la sodomía entre los asesinos múltiples o de los diversos objetos utilizados en las violaciones?

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