Afortunadamente, ya estaban en la sala principal, y el conde Orazio se acercó a su esposa, que se había sentado a jugar a la ruleta, despidiéndose de Brunetti con una sonrisa cordial y la sombra de una reverencia.
El primer casino que había visitado Brunetti no era el de su Venecia natal, frecuentado únicamente por jugadores profesionales o cumpulsivos, sino uno de Las Vegas, donde había parado muchos años atrás, mientras recorría Estados Unidos en coche. Como aquélla había sido su primera experiencia de los juegos de azar, él asociaba siempre esta actividad a un derroche de luz, música estridente y los gritos de los que ganaban o perdían. Recordaba un escenario con números de variedades, globos de colores que rebotaban en el techo y un público en camiseta y pantalón vaquero o
shorts
.
Por ello, aunque venía al casino todos los años, nunca dejaba de sorprenderle este ambiente, mezcla de museo y de iglesia. Eran muy pocos los que sonreían, todos hablaban en susurros y nadie parecía divertirse. En medio de tanta solemnidad, él echaba de menos las espontáneas exclamaciones con que se recibía la buena o la mala fortuna y los gritos de júbilo que saludaban el golpe de suerte.
Esto era totalmente distinto. Hombres y mujeres elegantemente vestidos, sentados a la mesa de la ruleta en respetuoso silencio, depositaban las fichas en el tapete con gesto impasible. Silencio, quietud, el crupier hace girar la rueda con vivo impulso, lanza la bola y todos los ojos contemplan fijamente el torbellino de metal y color, que gira más y más despacio y se para. El rastrillo del crupier barre del tapete las muchas fichas de las apuestas perdedoras y acerca las pocas de los premios a los afortunados. Y vuelta a empezar: el revuelo de las apuestas, el giro de la rueda y las miradas fijas, clavadas en la bolita. El comisario se preguntó por qué tantos de aquellos hombres llevaban anillo en el dedo meñique.
Brunetti, observando el entorno con curiosidad, pasó a otra sala, vagamente consciente de que su grupo se había disgregado. En la sala interior, se acercó a las mesas de blackjack y vio al doctor Pastore sentado a una de ellas, con un mediano montón de fichas colocado ante sí con pulcritud quirúrgica. Mientras Brunetti observaba, el doctor pidió carta, sacó un seis y se plantó. Cuando los demás jugadores hubieron pedido, él descubrió su juego: acompañaban al seis un siete y un ocho. El montón de fichas aumentó. Brunetti se alejó.
Parecía que allí fumaba todo el mundo. En la mesa de bacará, un jugador tenía dos cigarrillos encendidos en el cenicero y un tercero colgado de los labios. Había humo por todas partes: lo sentías en los ojos, en el pelo, en la ropa, flotaba en una nube que podía cortarse y removerse con la mano. Brunetti fue al bar y pidió una
grappa
, no porque le apeteciera, sino porque estaba aburrido de ver jugar.
Se sentó en un sofá de pana, observando a los jugadores entre sorbo y sorbo de licor. Cerró los ojos, abstrayéndose unos minutos. Sintió que a su lado cedía el sofá y, sin abrir los ojos ni levantar la cabeza del respaldo, supo que era Paola. Ella le quitó la copa de la mano, tomó un sorbo y se la devolvió.
—¿Cansado? —preguntó.
Él asintió. De repente, se sentía tan cansado que ni hablar podía.
—Está bien. Ven conmigo. Hacemos una última apuesta en la ruleta y nos vamos a casa.
Él volvió la cabeza, abrió los ojos y sonrió.
—Te amo, Paola —dijo, inclinó la cabeza y tomó un poco de
grappa
. Miró a su mujer con gesto de disculpa, casi con timidez. Ella le sonrió, se inclinó y le dio un beso en los labios.
—Vamos —dijo levantándose y tirando de él—. Perderemos este dinero y nos iremos a casa. —Tenía en la mano cinco fichas de cincuenta mil liras cada una, lo que significaba que había ganado. Le dio dos y se guardó las otras.
En el salón principal, tuvieron que esperar unos minutos hasta poder situarse en primera fila de la mesa de la ruleta, y entonces él aguardó otras dos vueltas hasta que, sin saber por qué, le pareció que había llegado la hora de jugar. Puso las dos fichas, una encima de otra, en el tapete, sin mirar. Después vio que estaban en el 28, número que no tenía ningún significado para él. Paola apostó las suyas a rojo.
Gira, mira, espera y, tal como él sabía ya, la bola fue a caer, como era su obligación, en la casilla 28, y él ganó más de tres millones de liras. Casi el sueldo de un mes, unas vacaciones para toda la familia aquel verano, o un ordenador para Chiara. Observó el rastrillo del crupier que se deslizaba hacia él empujando las fichas y se las dejaba delante. Él las recogió, sonrió a Paola, y, en la voz más alta que se había oído en el Casino de Venecia en muchos meses, gritó en inglés: ¡
Hot damn
!
Brunetti no vio la necesidad de ir a la
questura
por la mañana y se quedó en casa hasta que fue hora de ir a la estación para tomar el tren a Vicenza. Antes de salir, llamó al
maggior
Ambrogiani para pedirle que enviara el coche a recogerle a la estación.
Cuando el tren salía de la ciudad por el viaducto, el comisario miró por la ventanilla y distinguió a lo lejos las montañas, visibles muy raramente en esta época del año. Aún no estaban nevadas, pero confiaba en que no tardarían en estarlo. Era éste el tercer año de sequía: poca lluvia en primavera, ninguna en verano y malas cosechas en otoño. Los agricultores cifraban sus esperanzas en las nieves de este invierno. Ahora recordaba un dicho de los campesinos del Friuli, gente adusta y trabajadora: «
Sotto la neve, pane; sotto la pioggia, jame
.» Sí; las nieves del invierno, que durante la primavera empapan la tierra poco a poco con el agua almacenada, traen pan, mientras que la lluvia, que se escurre pronto, trae hambre.
Hoy no llevaba la cartera; no era probable que encontrara bolsas de cocaína dos días seguidos. Había comprado un diario en la estación, y lo leyó de cabo a rabo mientras el tren cruzaba la llanura en dirección a Vicenza. Ya no se mencionaba al norteamericano muerto. Ocupaba su lugar un crimen pasional ocurrido en Módena, un dentista que había estrangulado a una mujer que no quería casarse con él y después se había suicidado disparándose un tiro. Pasó el resto del viaje leyendo las noticias políticas, y llegó a Vicenza tan enterado como salió de Venecia.
Delante de la estación le esperaban el mismo coche y el mismo conductor, que esta vez se apeó y abrió la puerta a Brunetti.
—¿Adonde vamos, comisario?
—¿Dónde está el departamento de Higiene? —preguntó.
—En el hospital.
—Pues ahí vamos.
El conductor lo llevó por la larga calle de la base, y Brunetti se sintió otra vez en un país extranjero. Había pinos a uno y otro lado. El coche pasaba junto a hombres y mujeres con
shorts
que montaban en bicicleta o empujaban cochecitos de niños. Otros corrían cadenciosamente. Hasta pasaron por delante de una piscina, todavía llena de agua pero vacía de bañistas.
El conductor paró el coche frente a uno de tantos anodinos edificios prefabricados, HOSPITAL MILITAR DE VICENZA, leyó Brunetti.
—Es aquí —señaló el conductor, mientras aparcaba en una plaza reservada para minusválidos y paraba el motor.
Al entrar, Brunetti encontró un mostrador bajo y curvo. Una muchacha levantó la cabeza y le preguntó con una sonrisa:
—¿Qué desea?
—Busco la oficina de Higiene.
—Siga por el pasillo que está detrás de mí y tuerza a la derecha. Es la tercera puerta de la izquierda —indicó ella volviéndose hacia una embarazada vestida de uniforme que había entrado después de él. Brunetti se fue en la dirección indicada, muy satisfecho de sí mismo por no haberse vuelto a mirar a la embarazada de uniforme.
En la tercera puerta se leía, efectivamente: HIGIENE. Brunetti llamó con los nudillos. Nadie contestó y volvió a llamar. Siguieron sin contestar, y probó el picaporte, observando que era redondo, no de manubrio. La puerta se abrió y él entró. Era un despacho pequeño, con tres mesas metálicas, cada una con una silla delante y dos archivadores detrás, que servían de soporte a unas plantas largas y fatigadas que necesitaban no tanto un riego como una buena limpieza. En la pared había el consabido tablero de anuncios, lleno de avisos y gráficos. Dos de las mesas estaban cubiertas de la parafernalia normal del trabajo de oficina: papeles, formularios, carpetas, bolígrafos y lápices. En la tercera había un terminal de ordenador y, por lo demás, estaba curiosamente despoblada.
Brunetti se sentó en la silla que estaba claramente destinada a las visitas. Empezó a sonar un teléfono —había uno en cada mesa—, sonó hasta siete veces y paró. Brunetti esperó unos minutos y salió al pasillo. Preguntó a una enfermera que pasaba si sabía dónde estaban los de la oficina.
—Ya no pueden tardar —respondió ella, utilizando la fórmula universal con la que los compañeros de trabajo se protegen unos a otros frente a personas extrañas que pudieran haber sido enviadas a averiguar quién está en su puesto y quién no. Él volvió a entrar y cerró la puerta.
En el tablero, mezclados con los avisos oficiales, estaban los chistes, postales y notas manuscritas habituales. Todos los chistes eran de soldados o de médicos, y la mayoría de las postales de minaretes o de yacimientos arqueológicos. Desprendió la primera y leyó que Bob enviaba saludos desde la Mezquita Azul. Por la segunda se enteró de que a Bob le había entusiasmado el Coliseo. Pero la tercera, en la que se veía un camello delante de las Pirámides, revelaba algo más interesante: que M y T habían terminado la inspección de las cocinas y regresaban el martes. Volvió a clavar la postal y se apartó del tablero.
—¿Qué se le ofrece? —dijo una voz a su espalda.
Él reconoció la voz, se volvió y la mujer lo reconoció a él.
—Señor Brunetti, ¿usted aquí?
Su sorpresa era tan fuerte como auténtica.
—Buenos días, doctora Peters. Ya le dije que vendría a ver si podía averiguar algo más acerca del sargento Foster. Me han dicho que ésta es la oficina de Higiene, y he entrado para ver si era posible hablar con alguien que hubiera trabajado con él. Pero, como puede ver —dijo señalando la desierta oficina con un ademán y dando dos pasos para alejarse del tablero—, no hay nadie.
—Están reunidos —explicó ella—, buscando la manera de repartirse el trabajo hasta que llegue un sustituto.
—¿Y usted no ha ido a la reunión? —preguntó él.
En respuesta, ella sacó un estetoscopio del bolsillo del pecho de su bata blanca y dijo:
—Recuerde, yo soy pediatra.
—Comprendo.
—No tardarán en volver —dijo ella—. ¿Con quién desea hablar?
—No lo sé. Con quien trabajara más estrechamente con él.
—Como ya le expliqué, él llevaba la oficina prácticamente solo.
—¿Entonces, no servirá de nada que hable con sus colaboradores?
—No puedo responder a eso, señor Brunetti, ya que no sé qué es lo que desea descubrir.
Brunetti supuso que la irritación de la mujer se debía al nerviosismo, y decidió cambiar de tema.
—¿Sabe si el sargento Foster bebía?
—¿Si bebía?
—Alcohol.
—Muy poco.
—¿Y drogas?
—¿Qué clase de drogas?
—Ilegales.
—No. —Su voz era firme y su convicción, absoluta.
—Parece muy segura.
—Estoy segura porque lo conocía, y también estoy segura porque era su oficial superior y he visto su ficha médica.
—¿Aparecería eso en una ficha médica? —preguntó Brunetti.
Ella asintió.
—En el ejército pueden analizar a cualquiera de nosotros para determinar si consumimos drogas. A la mayoría nos hacen un análisis de orina una vez al año.
—¿También a los oficiales?
—También a los oficiales.
—¿Y a los médicos?
—También a los médicos.
—¿Vio usted los resultados de Foster?
—Sí.
—¿Cuándo le hicieron el último análisis?
—No lo recuerdo. Este verano, me parece. —Se cambió de mano unas carpetas—. No comprendo por qué lo pregunta. Él nunca consumió drogas. Al contrario. Era enemigo de ellas. Por eso habíamos discutido más de una vez.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Yo no creo que las drogas representen un problema. A mí, personalmente, no me interesan, pero, si la gente quiere tomarlas, allá ellos. —Como Brunetti no dijera nada, prosiguió—: Mire, mi trabajo consiste en atender a niños, pero como estamos escasos de personal también trato a muchas madres, y la mayoría me piden recetas de Valium y Librium. Si me niego, porque me parece que abusan de estos medicamentos, ellas esperan un día o dos, piden hora a otro médico y antes o después encuentran a alguien que les dé lo que desean. A muchas de ellas les bastaría con fumarse un porro de vez en cuando y saldrían menos perjudicadas.
A Brunetti le hubiera gustado saber cómo recibían estas opiniones las autoridades médicas y militares, pero creyó preferible no preguntar. Al fin y al cabo, lo que a él le interesaba averiguar no era la opinión de la doctora Peters sobre el consumo de drogas, sino si el sargento Foster las tomaba o no. Y, de paso, por qué le mintió al decirle que no había salido de viaje con él.
Detrás de ella, se abrió la puerta y entró un hombre de mediana edad con uniforme verde. Pareció sorprenderse al ver allí a Brunetti, pero reconoció a la doctora.
—¿Ha terminado la reunión, Ron? —preguntó ella.
—Sí —dijo él, hizo una pausa, miró a Brunetti e, ignorando quién pudiera ser el visitante, agregó—: señora.
La doctora Peters miró a Brunetti.
—Le presento al sargento de primera Wolf. Sargento, el comisario Brunetti, de la policía de Venecia. Ha venido a informarse acerca del sargento Foster.
Después de que los dos hombres se estrecharan la mano e intercambiaran unas frases de cortesía, la doctora Peters dijo:
—Seguramente, el sargento Wolf podrá explicarle mejor que yo en qué consistía el trabajo del sargento Foster, Mr. Brunetti. Él se encarga de todos los contactos que mantiene el hospital con el exterior del puesto. Les dejo, tengo pacientes que atender —agregó.
Brunetti asintió, pero ella ya había dado media vuelta y salía rápidamente de la oficina.
—¿Qué desea saber, comisario? —preguntó el sargento Wolf, y agregó en tono más informal—: ¿Vamos a mi oficina?
—¿No trabaja usted aquí?
—No; yo pertenezco al personal administrativo del hospital. Nuestras oficinas están al otro lado del edificio.