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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (10 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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—Dos fueron condenados a doce años. El tercero fue declarado inocente.

—¿Quién los juzgó, ellos o nosotros? —preguntó Brunetti.

—Afortunadamente para ellos, nosotros.

—¿Por qué afortunadamente?

—Porque fueron juzgados por lo civil. Las penas son mucho más leves. Y la acusación era homicidio. El hombre los provocó, golpeó el coche y les gritó. Por lo tanto, los jueces dictaminaron que habían actuado en respuesta a una amenaza.

—¿Cuántos eran en total?

—Tres soldados y un paisano.

—Sí que era una amenaza para ellos un hombre solo —dijo Brunetti.

—Los jueces reconocieron que lo era. Y lo tomaron en consideración. Los norteamericanos les hubieran echado veinte o treinta años. La justicia militar no es para tomarla a broma. Además, eran negros.

—¿Importa eso todavía?

El
maggiore
se encogió de hombros, alzó una ceja y volvió a encogerse de hombros.

—Ellos le dirán que no. —Ambrogiani tomó otro sorbo de agua—. ¿Cuánto tiempo estará usted aquí?

—Hoy, mañana. ¿Ha habido otros casos?

—De vez en cuando. Generalmente, los juzgan en la misma base, a no ser que sea algo muy fuerte o que infrinja la ley italiana. Entonces intervenimos nosotros.

—¿Como en el caso del director de escuela? —preguntó Brunetti, recordando un caso que había generado titulares a escala nacional, hacía años. El director de la escuela primaria de la base, acusado y convicto de abuso a menores. Brunetti recordaba los detalles muy vagamente.

—Sí. Pero habitualmente ellos se ocupan de todo.

—No esta vez —dijo Brunetti con sencillez.

—No; esta vez, no. Como fue muerto en Venecia, el caso es de ustedes y sólo de ustedes. Pero ellos querrán intervenir.

—¿Por qué?


Public relations
—dijo Ambrogiani—. Y las cosas cambian. Probablemente, sospechan que no van a seguir mucho tiempo aquí. Ni aquí ni en ningún otro país europeo, y no querrán que pase nada que acelere su marcha. No quieren publicidad negativa.

—Parece que lo mataron para robarle —dijo Brunetti.

Ambrogiani le miró largamente sin parpadear.

—¿Cuándo fue la última vez que en Venecia mataron a alguien para robarle?

Si Ambrogiani hacía estas preguntas era señal de que conocía la respuesta.

—¿Una cuestión de honor? —apuntó Brunetti como posible móvil.

Ambrogiani volvió a sonreír.

—Por una cuestión de honor, no se mata a alguien a cien kilómetros de su casa. Se le mata en el dormitorio, o en el bar, pero no va uno a Venecia a matarlo. Si hubiera ocurrido aquí, hubiera podido ser por sexo o por dinero. Pero no ocurrió aquí, por lo que el móvil tiene que ser otro.

—¿Un asesinato fuera de lugar? —preguntó Brunetti.

—Sí; fuera de lugar —repitió Ambrogiani, a quien era evidente que había gustado la frase—. Y, por consiguiente, más interesante.

CAPÍTULO VII

El
maggiore
empujó la delgada carpeta hacia Brunetti con un grueso dedo y se sirvió otro vaso de agua.

—Esto es lo que nos dieron. Hay una traducción, por si la necesita.

Brunetti movió la cabeza negativamente y tomó la carpeta. Encima, escrito en letras rojas, se leía: «Foster, Michael, nac. 28.09.62, NSS 651 34 1054.» La abrió. Sujeta con un clip a la tapa, por el interior, había la fotocopia de una fotografía. Imposible reconocer en esta imagen borrosa en blanco y negro la cara amarillenta de la muerte que Brunetti había visto la víspera al borde del canal. Dentro de la carpeta había dos hojas mecanografiadas en las que se hacía constar que el sargento Foster trabajaba en el departamento de Higiene, que había sido amonestado una vez por saltarse un stop en la base, que había sido ascendido a sargento hacía un año y que su familia residía en Biddeford Pool, Maine.

La segunda hoja contenía el resumen de una entrevista realizada con un civil italiano que trabajaba en el departamento de Higiene y que manifestaba que Foster se llevaba bien con sus compañeros, trabajaba con entusiasmo y era amable y cortés con los civiles italianos que trabajaban en el departamento.

—No es mucho —dijo Brunetti cerrando la carpeta y empujándola hacia el
maggiore
—. El soldado perfecto. Trabajador. Obediente. Amable.

—No obstante, alguien le clavó un cuchillo entre las costillas.

Brunetti recordó a la doctora Peters y preguntó:

—¿Alguna mujer?

—Ninguna, que sepamos nosotros —respondió Ambrogiani—. Aunque esto no quiere decir que no la hubiera. Era joven, hablaba el italiano bastante bien. Es posible. —Ambrogiani hizo una pausa antes de agregar—: A no ser que se sirviera de lo que se vende delante de la estación del ferrocarril.

—¿Es ahí donde están?

Ambrogiani asintió.

—¿En Venecia no hay de eso?

Brunetti sacudió la cabeza.

—Muy poco, desde que el Gobierno cerró los burdeles. Algunas hay, pero se dedican a los hoteles y no nos causan problemas.

—Aquí las tenemos delante de la estación, pero yo diría que corren malos tiempos para ellas. Son muchas las que lo hacen gratis —apuntó Ambrogiani, y agregó—: Por amor.

La hija de Brunetti tenía trece años recién cumplidos, y él no quería pensar en lo que las jóvenes hacen por amor.

—¿Puedo hablar con los norteamericanos? —preguntó.

—Supongo que sí —respondió Ambrogiani alargando la mano hacia el teléfono—. Les diremos que es usted el jefe de policía de Venecia. Les gustará el rango y se avendrán a hablar. —Marcó un número de memoria y, mientras esperaba la respuesta, atrajo hacia sí la carpeta, alineó meticulosamente los pocos papeles que contenía y la colocó frente a sí, perfectamente perpendicular al borde de la mesa.

De pronto, se puso a hablar en un inglés correcto pero con fuerte acento italiano:

—Buenas tardes, Tiffany. Aquí el comandante Ambrogiani. ¿Está el comandante? ¿Cómo? Sí, espero. —Cubrió el micro con la mano y apartó el teléfono del oído—. Está reunido. Los norteamericanos se pasan la vida «reunidos».

—Podría ser… —empezó Brunetti, pero se interrumpió al ver que Ambrogiani retiraba la mano.

—Sí, gracias. Buenos días, comandante Butterworth. —El nombre estaba en la carpeta, pero dicho por Ambrogiani sonó «Buderword».

—Sí. Comandante, tengo en mi despacho al jefe de la policía de Venecia. Sí, lo hemos traído en helicóptero. —Una pausa larga—. No; sólo puede dedicarnos el día de hoy. —Miró su reloj de pulsera—. ¿Veinte minutos? Sí, ahí estará. No, comandante, lo siento mucho, pero no puedo. Tengo una reunión. Sí, muchas gracias.

Colgó el teléfono, dejó el lápiz en una diagonal perfecta encima de la carpeta y dijo:

—Le recibirá dentro de veinte minutos.

—¿Tiene usted una reunión? Entonces, ¿no estará en la entrevista?

Ambrogiani agitó la mano con displicencia.

—Será una pérdida de tiempo. Si nada saben, nada podrán decirle y, si algo saben, tampoco se lo dirán. Así que no merece la pena que vaya. —Cambiando de tono, preguntó:

—¿Qué tal habla usted inglés?

—Bien.

—Entonces todo será mucho más fácil.

—¿Quién es este comandante?

Ambrogiani repitió el apellido, comiéndose otra vez las consonantes más duras.

—El oficial de enlace. O, como dicen ellos, el que «enlaza» con nosotros. —Los dos hombres sonrieron por la flexibilidad que el inglés brinda a sus usuarios, familiaridades que el italiano nunca permitiría, desde luego.

—¿Y en qué consiste el «enlace»?

—Pues, si tenemos problemas, viene a vernos y, si los tienen ellos, va a ver a sus superiores.

—¿Qué clase de problemas?

—Si alguien trata de entrar sin el correspondiente documento de identidad. O si nosotros no respetamos sus normas de tráfico. O si tienen que preguntar a un
carabiniere
por qué compra diez kilos de buey en su supermercado. Cosas así.

—¿Supermercado? —preguntó Brunetti con auténtica sorpresa.

—Sí, supermercado. Y bolera, y cine, y hasta un Burger King. —Pronunció las últimas palabras sin asomo de acento italiano.

Brunetti, fascinado, repitió «Burger King» con la misma entonación con que un niño diría «pony» si alguien se lo prometiera.

Al oírlo, Ambrogiani se echó a reír.

—Es fantástico, desde luego. Aquí hay un pequeño mundo que nada tiene que ver con Italia. —Señaló por la ventana—. Ahí está América, comisario. O mucho me equivoco, o en eso nos convertiremos todos.

Después de una pausa, repitió:

—América.

Esto era exactamente lo que encontró Brunetti cuando, un cuarto de hora después, abrió las puertas del Cuartel General del mando de la OTAN y subió los tres peldaños que conducían al vestíbulo. En las paredes había pósters de ciudades sin nombre que, dada la altura y homogeneidad de sus rascacielos, sólo podían ser norteamericanas. También las reiteradas prohibiciones de fumar y los anuncios de los tableros proclamaban esta nacionalidad. El único toque italiano era el suelo de mármol.

Siguiendo las instrucciones recibidas, Brunetti subió la escalera que tenía enfrente, torció a la derecha y entró en el segundo despacho de la izquierda. La habitación estaba dividida por unas mamparas que llegaban a la altura de la cabeza y que, lo mismo que las paredes de la planta baja, estaban cubiertas de tableros de anuncios. Arrimados a una de ellas había dos sillones tapizados de lo que parecía grueso plástico gris. Ocupaba una mesa, a la derecha de la puerta, una muchacha que sólo podía ser norteamericana. Tenía una cabellera rubia, que por delante estaba cortada en un flequillo a ras de sus ojos verdes y por detrás le colgaba casi hasta la cintura. Una franja de pecas le cruzaba la nariz y su dentadura tenía esa perfección común en la mayoría de norteamericanos e italianos más adinerados. Ella le miró con una brillante sonrisa, doblando las comisuras de los labios hacia arriba, pero manteniendo los ojos extrañamente inexpresivos.

—Buenos días —dijo él, sonriendo a su vez—. Brunetti. El comandante me espera.

La muchacha se levantó, descubriendo un tipo tan perfecto como la dentadura, y salió por una abertura de la mampara, aunque le hubiera sido más cómodo anunciarle por teléfono o, simplemente, de viva voz, por encima de la divisoria. Brunetti la oyó hablar al otro lado, y percibió la respuesta de una voz más ronca. A los pocos segundos, la muchacha reapareció y dijo a Brunetti:

—Pase, por favor.

Detrás del escritorio había un joven rubio que aparentaba poco más de veinte años. Brunetti lo miró, pero enseguida desvió la mirada, porque aquel hombre parecía resplandecer. Cuando volvió a mirar, Brunetti descubrió que no era luz lo que irradiaba sino sólo juventud, salud y la prueba de que tenía quien le cuidara los uniformes.

—¿Jefe Brunetti? —preguntó levantándose. A Brunetti le parecía que aquel hombre acababa de salir de la ducha o del baño: tenía la piel tirante, lustrosa, como si hubiera dejado la máquina de afeitar para darle la mano. Mientras se estrechaban la mano, Brunetti se fijó en sus ojos, de un azul translúcido, el color que tenía la laguna hacía veinte años—. Celebro que haya podido venir desde Venecia para hablar con nosotros, jefe Brunetti, ¿o es
questore
?


Vicequestore
—dijo Brunetti, concediéndose un ascenso, con miras a conseguir mayor información. Observó que en la mesa del comandante había bandejas de Entradas y Salidas; la primera, vacía y la última, llena.

—Tome asiento, por favor —dijo Butterworth, que esperó a que se hubiera sentado Brunetti para hacer otro tanto. El norteamericano sacó del cajón central una carpeta, escasamente más gruesa que la que tenía Ambrogiani—. Ha venido a hablar del sargento Foster, ¿no es así?

—En efecto.

—¿Qué quiere saber?

—Me gustaría saber quién lo mató —dijo Brunetti con gesto impasible.

Butterworth titubeó un momento, sin saber cómo reaccionar, y decidió tomarlo a broma.

—Sí —dijo con una risita que apenas escapó de sus labios—, eso nos gustaría a todos. Pero me parece que la información que tenemos no nos ayudará a averiguarlo.

—¿Qué información tienen?

El joven le acercó la carpeta. Aunque sabía que contendría lo mismo que acababa de ver, Brunetti, la abrió y leyó los papeles. La fotografía era distinta. Brunetti había visto la cara muerta y el cuerpo desnudo de Foster, pero hasta este momento no pudo hacerse una idea clara de su aspecto. En esta foto, estaba más guapo y tenía un bigotito que luego debió de quitarse.

—¿De cuándo es la foto?

—Probablemente, de cuando entró en el servicio.

—¿Cuánto hace de eso?

—Siete años.

—¿Cuánto tiempo llevaba en Italia?

—Cuatro años. Por cierto, acababa de reengancharse, a fin de poder quedarse en Italia.

—¿Para cuánto tiempo?

—Otros tres años.

—¿Y hubiera seguido aquí?

—Sí.

Brunetti recordó entonces algo que había leído en el expediente y preguntó:

—¿Cómo aprendió el italiano?

—¿Cómo dice?

—Trabajando a jornada completa, no debía de tener mucho tiempo para aprender un nuevo idioma —explicó Brunetti.


Tanti di noi parliamo italiano
—respondió Butterworth, con una pronunciación defectuosa pero comprensible.

—Por supuesto —dijo Brunetti, sonriendo ante el alarde lingüístico del comandante, por suponer que esto era lo que se esperaba de él—. ¿Vivía aquí? Hay cuarteles, ¿verdad?

—Sí, hay cuarteles —respondió Butterworth—. Pero el sargento Foster tenía un apartamento en Vicenza.

Brunetti sabía que el apartamento ya habría sido registrado, por lo que no se molestó en preguntarlo.

—¿Encontraron ustedes algo?

—No.

—¿Podría echar un vistazo?

—No estoy muy convencido de que eso sea necesario —dijo Butterworh rápidamente.

—Yo tampoco lo estoy —convino Brunetti con una leve sonrisa—. No obstante, me gustaría ver dónde vivía.

—Eso no entra en el procedimiento ordinario.

—No imaginaba que hubiera un procedimiento ordinario —dijo Brunetti. Sabía que tanto los
carabinieri
como la policía de Vicenza podían autorizarle a examinar el apartamento, pero, por lo menos en esta fase de la investigación, quería mantener la mayor armonía posible con todas las autoridades implicadas.

—En fin, podría arreglarse —concedió Butterworth—. ¿Cuándo quiere ir a verlo?

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