—¿Saben la pasarela que hay delante del Arsenale? —preguntó.
Brunetti y Vianello asintieron. Se refería a una franja de cemento, de medio kilómetro, que iba desde los astilleros, situados dentro del Arsenale, hasta la parada del
vaporetto
de Celestia, a unos dos metros por encima de las aguas de la laguna.
—Ha dicho que estaría allí, en la playa que hay junto al puente, en el lado del Arsenale. Mañana, a medianoche. —Brunetti y Vianello intercambiaron una mirada por encima del cabizbajo muchacho, y Vianello silabeó silenciosamente: «Hollywood.»
—¿Y con quién quiere hablar allí?
—Con alguien importante. Dice que por eso el sábado no se presentó. No quiere hablar con un simple sargento. —Vianello no pareció molestarse por la alusión.
Brunetti se permitió fantasear un momento, e imaginó a Patta, con su boquilla de ónice, su bastón de paseo y, para defenderse de la niebla nocturna, su gabardina Burberry's con el cuello subido, esperando en la pasarela del Arsenale, mientras las campanas de San Marco daban las doce con su voz profunda. Y, puesto a fantasear, Brunetti imaginó que el que acudía a la cita no era Ruffolo, que hablaba italiano, sino este mocetón de Burano. La imagen se borró mientras los vientos de la laguna se llevaban una cacofonía confusa, en la que se mezclaban el cerrado dialecto del muchacho y el acento siciliano de Patta que le hacía comerse la mitad de las palabras.
—¿Será bastante importante un comisario? —preguntó Brunetti.
El muchacho levantó la cabeza, sin saber cómo interpretar estas palabras.
—Sí, señor —dijo, decidiendo tomar en serio la propuesta.
—¿Mañana a medianoche?
—Sí, señor.
—¿Ha dicho Ruffolo…, ha dicho Ruffolo a tu amigo si llevaría consigo esas cosas?
—No, señor; no ha dicho nada de eso. Sólo que estaría a medianoche en la pasarela, cerca del puente. Al lado de la playa pequeña. —En realidad, según recordaba Brunetti, no era una playa, sino un lugar en el que las mareas habían acumulado junto a uno de los muros del Arsenale arena y grava en cantidad suficiente como para que las botellas de plástico y los zapatos viejos pudieran varar y quedar cubiertos por algas viscosas.
—Si tu amigo vuelve a hablar con Ruffolo, que le diga que allí estaré.
El muchacho, satisfecho de haber cumplido la misión que traía, se levantó, saludó a los dos hombres con envarados movimientos de cabeza y se fue.
—Probablemente va en busca de un teléfono para decir a Ruffolo que hay trato —se burló Vianello.
—Ojalá. No me apetece pasarme una hora en el puente para que luego no se presente.
—¿Quiere que vaya con usted, comisario? —propuso Vianello.
—Ya me gustaría —dijo Brunetti, consciente de que no tenía fibra de héroe, pero agregó, con sentido práctico—: Aunque me parece que no es buena idea. Tendrá amigos apostados a cada extremo de la pasarela, y no hay un sitio en el que usted pudiera pasar inadvertido. Además, Ruffolo no es un traidor y nunca ha sido violento.
—Podría preguntar por allí si me permiten estar en alguna casa.
—No me parece conveniente. Lo más probable es que él también haya pensado en eso, y tendrá amigos merodeando, ojo avizor. —Brunetti trató de representarse mentalmente los alrededores de la parada de Celestia, pero lo único que recordaba eran bloques de viviendas subvencionadas, una barriada casi sin tiendas ni bares. De no ser por la laguna, nada hubiera indicado que se encontraba en Venecia: todos los apartamentos eran nuevos y adocenados. Lo mismo hubiera podido estar en Mestre o Marghera.
—¿Y los otros dos? —preguntó Vianello, refiriéndose a los otros dos hombres que habían tomado parte en el robo.
—Supongo que también querrán beneficiarse del trato de Ruffolo. Si no, será señal de que el chico es ahora mucho más listo que hace dos años y ha conseguido hacerse con los cuadros.
—Quizá los otros dos tengan las joyas —apuntó Vianello.
—Es posible. Pero lo más probable es que Ruffolo hable por los tres.
—No lo entiendo —dijo Vianello—. El robo les salió bien: tienen los cuadros y las joyas. ¿Qué ganan con devolverlo todo?
—Quizá les sea difícil vender los cuadros.
—Vamos, comisario, usted conoce el mercado tanto como yo. Si se busca bien, se encuentra comprador para cualquier mercancía, por peligrosa que sea. Yo podría vender hasta la Pietá, si consiguiera sacarla de San Pedro.
Tenía razón Vianello. Era muy extraño. Ruffolo no era de los que se enmiendan, y para los cuadros siempre existía un mercado, cualquiera que fuera su procedencia. Recordó que habría luna llena, y pensó que su silueta oscura, recortada sobre el muro pálido del Arsenale, ofrecería un buen blanco. Desechó la idea por ridícula.
—En fin, iré a ver qué nos ofrece Ruffolo —dijo para sí, y le pareció que hablaba como un personaje de película británica de acción, de pequeño calibre intelectual.
—Si cambia de opinión, avíseme. Mañana estaré en casa. No tiene más que llamarme.
—Gracias, Vianello. Pero no creo que pase nada. De todos modos, se lo agradezco.
Vianello agitó una mano y volvió a enfrascarse en los papeles que tenía encima de la mesa.
Puesto que tenía que ser héroe de medianoche, aunque faltara todavía todo un día para la cita, Brunetti consideró que ya podía dar por terminada su jornada de trabajo. En casa, Paola le dijo que aquella tarde había hablado con sus padres. Estaban bien y se divertían en lo que su madre se empeñaba en llamar Ischia. El único mensaje de su padre para Brunetti era que había empezado a ocuparse de su asunto y que creía que a finales de semana quedaría resuelto. Aunque Brunetti estaba convencido de que este asunto nunca quedaría resuelto del todo, dio las gracias a Paola por la información y le pidió que, la próxima vez que hablara con sus padres, los saludara de su parte.
La cena transcurrió con insólita tranquilidad, a causa, sobre todo, de la conducta de Raffaele. Brunetti reparó con sorpresa en que Raffi parecía hoy más limpio, aunque nunca se le había ocurrido pensar que iba sucio. Se había cortado el pelo hacía poco y el pantalón vaquero que llevaba tenía la raya bien marcada. Escuchaba lo que decían sus padres sin hacer objeciones y, curiosamente, no disputó a Chiara el resto de la pasta. Al terminar la cena, protestó cuando se le dijo que le tocaba fregar los cacharros, lo cual tranquilizó a Brunetti, pero los fregó sin suspirar ni rezongar, y aquel silencio hizo que Brunetti preguntara a Paola:
—¿Le pasa algo a Raffi? —Estaban sentados en el sofá de la sala, y el silencio que llegaba de la cocina llenaba toda la habitación.
Ella sonrió.
—Resulta extraño, ¿verdad? Me ha parecido la calma que precede a la tormenta.
—¿Crees que esta noche deberíamos cerrar con llave la puerta de la habitación? —Se rieron, pero ninguno de ellos estaba seguro de si se reía de la observación o de la posibilidad de que eso ya hubiera pasado. Para ellos, como para los padres de todos los adolescentes, «eso» no precisaba aclaración: era esa nube oscura y siniestra de resentimiento y virtuosa indignación que entra en sus vidas cuando las hormonas alcanzan un nivel determinado y que no se disipa hasta que varía ese nivel.
—Me ha pedido que le repasara un tema que había escrito para la clase de Literatura Inglesa —dijo Paola. Al ver el gesto de sorpresa de su marido, agregó—: Agárrate, también me ha pedido una cazadora nueva para este otoño.
—¿Nueva, de la tienda? —preguntó Brunetti con asombro. Esto, el muchacho que, hacía dos semanas, había pronunciado una contundente condena del sistema capitalista que creaba falsas necesidades de consumo, que había inventado la idea de la moda, sólo para fomentar la demanda de ropa nueva.
Paola asintió.
—Nueva de la tienda.
—No sé si podré asimilarlo —dijo Brunetti—. ¿Es que vamos a perder a nuestro rudo anarquista?
—Eso parece, Guido. La chaqueta que ha dicho que quiere está en el escaparate de Duca d'Aosta y cuesta cuatrocientas mil liras.
—Pues dile que Karl Marx no compraba en Duca d'Aosta. Que vaya a Benetton, con el resto del proletariado. —Cuatrocientas mil liras; él había ganado casi diez veces más en el casino. ¿Podía ser la justa proporción que correspondía a Raffi, en una familia de cuatro personas? Pero no para una cazadora. De todos modos, seguramente ya había llegado, la primera grieta en el hielo, el principio del final de la adolescencia. Y, superada la adolescencia, el siguiente paso lo llevaría a la categoría de persona adulta. De hombre adulto.
—¿Tienes idea de a qué se debe esto? —preguntó. Si Paola pensó que, en su condición de hombre, él estaría más capacitado para comprender el fenómeno de la adolescencia masculina, se lo calló, y dijo tan sólo:
—Hoy me ha parado en la escalera la
signora
Pizzuti.
Él la miró desconcertado y luego ató cabos.
—¿La madre de Sara?
—La madre de Sara —asintió Paola.
—Oh, Dios, no.
—Sí, Guido, y es una buena chica.
—Sólo tiene dieciséis años, Paola. —Detectó la nota lastimera de su voz, pero no podía evitarla.
Paola le puso la mano en el brazo, después se la llevó a la boca y se echó a reír a carcajadas.
—Oh, Guido, tendrías que oírte: «Sólo tiene dieciséis años.» Es que no me lo puedo creer.
Siguió riendo y tuvo que apoyarse en el brazo del sofá, vencida por la hilaridad.
Él se preguntaba cómo esperaba su mujer que reaccionase. ¿Riendo y haciendo chistes verdes? Raffaele era su único hijo varón y no sabía lo que podía encontrar en el mundo: sida, prostitución, chicas que se quedaban embarazadas y te obligaban a casarte con ellas. Pero entonces, de pronto, lo vio con los ojos de Paola, y empezó a reír y reír hasta que se le saltaron las lágrimas.
Cuando Raffaele entró a pedir ayuda a su madre para los deberes de inglés y los encontró en aquel estado, no pudo sino escandalizarse de esta prueba de la frivolidad de los mayores.
Ni aquella noche ni al día siguiente llamó Ambrogiani, y Brunetti tuvo que dominar la constante tentación de llamar a la base norteamericana para ponerse en contacto con él. Llamó a Fosco a Milán y no pasó del contestador, sintiéndose un poco ridículo por tener que hablar a una máquina; dijo a Riccardo lo que Ambrogiani le había contado de Gamberetto, le pidió que viera qué más podía averiguar y le rogó que le llamara. No se le ocurría qué otra cosa podía hacer, y se puso a repasar y acotar informes y después leyó los periódicos, mientras le asaltaban constantemente pensamientos de lo que podía deparar la cita con Ruffolo de aquella noche.
Cuando se disponía a ir a almorzar a su casa, sonó el intercomunicador.
—Sí,
vicequestore
—respondió automáticamente, muy preocupado para saborear el inevitable momento de desconcierto de Patta al ser identificado antes de darse a conocer.
—Brunetti —empezó Patta—, le agradeceré que baje un momento a mi despacho.
—Sí, señor; enseguida voy —respondió Brunetti acercándose otro informe, abriéndolo y empezando a leer.
—Quiero que venga ya, no «enseguida», comisario —le increpó Patta en un tono de voz tan severo que Brunetti comprendió que debía de tener a alguien en su despacho, alguien importante.
—Ahora mismo —respondió Brunetti, volviendo del otro lado la hoja que estaba leyendo, para localizar más fácilmente cuando volviera el punto en el que se había quedado. «Después del almuerzo continuaré», pensó, acercándose a la ventana para ver si todavía amenazaba lluvia. Encima de San Lorenzo, el cielo estaba gris y tétrico, y las hojas de los árboles del pequeño campo tremolaban al viento. Brunetti fue al armario a buscar un paraguas. Aquella mañana no lo había traído. Abrió la puerta y miró al revuelto interior: una bota amarilla, una bolsa de plástico llena de periódicos atrasados, dos sobres grandes con forro acolchado y un paraguas rosa. Rosa. De Chiara, que lo había olvidado hacía meses. Si mal no recordaba, tenía estampados unos elefantes gordos y alegres, pero ahora no le apetecía abrirlo para comprobarlo. Bastante malo era ya que fuera rosa. Apartó delicadamente varios objetos con la punta del pie, pero no encontró otro paraguas.
Volvió a la mesa con el paraguas en la mano. Si lo enrollaba en
La Repubblica
, quedaría bastante disimulado, sólo asomaría el puño y medio palmo de tela rosa. Así lo hizo y, satisfecho con el resultado, salió de su despacho y bajó al de Patta. Llamó con los nudillos, aguardó hasta estar seguro de que su superior había dicho «
Avanti
» y entró.
Generalmente, al entrar en el despacho, Brunetti encontraba a Patta detrás del escritorio —«entronizado» era la primera palabra que sugería su actitud—, pero hoy estaba sentado en uno de los sillones más pequeños que había delante de la mesa, y tenía a su derecha a un hombre de pelo negro que estaba cómodamente instalado en el otro, con una pierna encima de la otra y una mano colgando del brazo del sillón con un cigarrillo entre el índice y el mayor. Ninguno de los dos se molestó en levantarse cuando entró Brunetti, pero el visitante descruzó las piernas y se inclinó hacia adelante para aplastar el cigarrillo en el cenicero de malaquita.
—Ah, Brunetti —dijo Patta. ¿Esperaba a otra persona? Señaló al hombre que estaba a su lado—. El
signor
Viscardi. Está en Venecia en viaje relámpago y ha venido a invitarme a la cena de gala que da en el
palazzo
Pisani Moretta la semana próxima. Le he pedido que se quedara un momento, porque he pensado que le gustaría cambiar impresiones con usted.
Viscardi se puso en pie y se acercó a Brunetti con la mano extendida.
—Deseo darle las gracias, comisario, por su interés en el caso.
Como había observado Rossi, el hombre se comía las «erres», como solían hacer los milaneses. Era alto, con ojos de color castaño oscuro, de mirada tierna y sonrisa plácida y relajada. Debajo del ojo izquierdo tenía la piel ligeramente más clara, como retocada con maquillaje.
Brunetti le estrechó la mano y devolvió la sonrisa.
—Por desgracia, hasta el momento no hemos adelantado mucho, Augusto —prosiguió Patta—, pero confío en que pronto sabremos algo de tus cuadros. —Brunetti tomó nota del tuteo, tal como supuso que se esperaba de él. Con el debido respeto.
—Así lo espero. Mi esposa está muy encariñada con esos cuadros. Sobre todo, con el Monet. —Oyéndole, se diría que hablaba del entusiasmo que sienten los niños por sus juguetes. Volvió su atención, y su seducción, hacia Brunetti—. ¿Podría decirme si tiene alguna pista, comisario? Me gustaría poder darle la buena noticia a mi esposa.