—Lamentablemente, hay pocas novedades,
signor
Viscardi. He pasado a nuestros agentes las descripciones que nos dio de esos hombres y hemos enviado copias de las fotografías de los cuadros a la brigada de Falsificaciones. Pero no hay más. —Sería preferible, pensó Brunetti, que Viscardi no se enterase de los deseos de Ruffolo de hablar con la policía. El visitante sonrió al oír la respuesta.
—¿Pero no tenían ustedes a un sospechoso? —preguntó Patta—. Recuerdo haber leído en su informe algo de Vianello, de que iba a hablar con él este fin de semana. ¿Qué pasó?
—¿Un sospechoso? —preguntó Viscardi, con una mirada de interés.
—No era nada —corrigió Brunetti dirigiéndose a Patta—. Una pista falsa.
—Creí que era el hombre de la fotografía —insistió Patta—. Leí su nombre en el informe, pero lo he olvidado.
—¿No será el hombre del que su sargento me enseñó una foto? —preguntó Viscardi.
—Al parecer, era una pista falsa —objetó Brunetti, mientras sonreía con aire de disculpa—. Se ha comprobado que no pudo tener nada que ver. Por lo menos nosotros estamos seguros de que no tuvo nada que ver.
—Por lo visto, tú tenías razón, Augusto —dijo Patta, llenándose la boca con el nombre de pila. Miró a Brunetti y endureció el tono—: ¿Qué hay de los otros dos hombres de los que tienen las descripciones?
—Desgraciadamente, nada todavía.
—¿Han investigado…? —empezó Patta, y Brunetti era todo oídos, curioso por descubrir qué sugerencias concretas le haría su jefe—. ¿Han investigado en los medios habituales? —Los subordinados ya sabrían dónde.
—Sí, señor; precisamente por ahí empezamos.
Viscardi se subió un puño almidonado, miró un reluciente disco de oro y dijo a Patta:
—No quiero que por mi causa llegues tarde a tu almuerzo, Pippo.
Nada más oír el diminutivo, Brunetti empezó a repetir mentalmente, como un mantra: Pippo Patta, Pippo Patta, Pippo Patta.
—¿Almuerzas con nosotros, Augusto? —preguntó, desentendiéndose de Brunetti.
—No, no. Me voy al aeropuerto. Mi mujer me espera para el cóctel y, como ya sabes, tenemos invitados a cenar. —Viscardi debía de haber dicho ya a Patta el nombre de los invitados, porque bastó el mero recuerdo de su mágico poder para que Patta sonriera ampliamente y juntara las manos como si pudiera disfrutar de su presencia aquí, en su despacho, por delegación.
Patta miró su propio reloj, y Brunetti creyó adivinar su pesadumbre por tener que dejar a un hombre rico y poderoso para ir a cenar con otros.
—Sí, tengo que irme ya. No puedo hacer esperar al ministro.
No se molestó en dar el nombre del ministro, y Brunetti se preguntó si lo omitía porque sabía que no le impresionaría o porque imaginaba que no lo conocería.
Patta fue al armario toscano del siglo XV que estaba al lado de la puerta y sacó su Burberry's. Se la puso y ayudó a Viscardi a ponerse su propia gabardina.
—¿Ya se marcha? —preguntó Viscardi a Brunetti, que respondió afirmativamente—. El
vicequestore
almuerza en corte Sconta, pero yo subo hacia San Marco, a tomar un barco que me lleve al aeropuerto. ¿Por casualidad va usted hacia allí?
—Vaya, pues sí —mintió Brunetti.
Patta fue delante con Viscardi hasta la puerta de la
questura
. Allí los dos hombres se estrecharon la mano y Patta se despidió vagamente de Brunetti hasta después del almuerzo. En la calle, Patta se subió el cuello de la gabardina y se alejó rápidamente por la izquierda. Viscardi torció hacia la derecha, se paró un momento para esperar a Brunetti y se encaminó hacia Ponte dei Greci y San Marco.
—Confío en que este caso pueda resolverse rápidamente —expuso Viscardi a modo de introducción.
—Yo también —repuso Brunetti.
—Esperaba que esta ciudad fuera más segura que Milán.
—No son frecuentes los delitos de esta clase —explicó Brunetti.
Viscardi se paró un momento, miró de soslayo a Brunetti y siguió andando.
—Antes de venir a vivir aquí, yo creía que en Venecia no había delitos de ninguna clase.
—Hay menos que en otras ciudades; pero los hay —explicó Brunetti, y agregó—: Y también hay delincuentes.
—¿Me permite que le invite a una copa, comisario? ¿Cómo dicen ustedes, los venecianos, «
un' ombra
»?
—Sí, «
un' ombra
». Encantado.
Entraron en un bar que encontraron al paso, y Viscardi pidió dos copas de vino blanco. Cuando se las sirvieron, dio una a Brunetti, levantó la otra y dijo:
—
Cin, cin
. —Brunetti respondió moviendo la cabeza de arriba abajo.
Era un vino áspero, nada bueno. De haber estado solo, Brunetti lo hubiera dejado. Tomó otro sorbo, su mirada tropezó con la de Viscardi y sonrió.
—La semana pasada hablé con su suegro —dijo Viscardi.
Brunetti estaba preguntándose cuánto tardaría aquel hombre en abordar el tema. Tomó otro sorbo.
—Ah, ¿sí?
—Teníamos varios asuntos que tratar.
—¿Sí?
—Cuando acabamos de hablar de negocios, el conde mencionó su parentesco. Reconozco que, en un principio, me sorprendió. —El tono de Viscardi daba a entender que le había sorprendido que el conde hubiera permitido que su hija se casara con un policía, y más, con este policía.
—Por la coincidencia, ¿comprende? —agregó Viscardi, un poco tarde, y volvió a sonreír.
—Por supuesto.
—Francamente, fue una grata sorpresa saber que estaba emparentado con el conde. —Brunetti le miró interrogativamente—. Y es que ello me brinda la posibilidad de hablarle con franqueza. Es decir, si me lo permite.
—Se lo ruego.
—Entonces le diré que hay en esta investigación varias cosas que me molestan.
—¿Qué cosas,
signor
Viscardi?
—Por ejemplo —dijo mirando a Brunetti con una sonrisa de cándida cordialidad—, la forma en que me trataron sus policías. —Hizo una pausa, bebió y esbozó otra sonrisa, ésta, de franca incertidumbre—. Supongo que puedo hablar sin tapujos, comisario.
—No deseo otra cosa,
signor
Viscardi.
—Entonces permita que le diga que me dio la impresión de que sus policías me trataban más como sospechoso que como víctima. —En vista de que Brunetti no hacía ningún comentario, Viscardi agregó—: Verá, al hospital fueron a hablar conmigo dos hombres, y los dos me hicieron preguntas que tenían muy poco que ver con el robo.
—¿Qué preguntas le hicieron? —inquirió Brunetti.
—Uno, que si sabía qué cuadros eran. Como si yo pudiera no saber eso. Y, el otro, que si reconocía al hombre de la foto, y cuando le dije que no, pareció que no acababa de creerme.
—Pero eso ya está aclarado —dijo Brunetti—. Ese chico no tuvo nada que ver con el robo.
—¿Y no hay más sospechosos?
—Desgraciadamente, no —respondió Brunetti, preguntándose por qué Viscardi estaría tan deseoso de descartar al joven de la foto—. Ha dicho usted que le han disgustado varias cosas,
signor
Viscardi, y ésa es sólo una. ¿Cuáles son las otras, si me permite la pregunta?
Viscardi se llevó la copa a los labios, la bajó sin beber y dijo:
—Me he enterado de que se han hecho ciertas preguntas acerca de mi persona y mis negocios.
Brunetti abrió mucho los ojos fingiendo sorpresa:
—Confío que no sospechará que yo haya estado indagando en su vida privada,
signor
Viscardi.
Bruscamente, Viscardi dejó la copa, casi llena todavía, en el mostrador y dijo con vehemencia:
—Qué asco. —Al advertir la sorpresa de Brunetti, explicó—: El vino, por supuesto. Me parece que la elección del bar no ha sido muy afortunada.
—Muy bueno no es, desde luego —reconoció Brunetti, dejando la copa vacía en el mostrador, al lado de la de Viscardi.
—Insisto, comisario, se ha preguntado acerca de mis asuntos. Nada bueno podrá conseguirse con esas preguntas. Si siguen invadiendo mi esfera privada, lamentándolo mucho, tendré que pedir ayuda a ciertos amigos.
—¿A qué amigos,
signor
Viscardi?
—Sería presunción por mi parte dar sus nombres. Sólo puedo decir que son lo bastante importantes como para impedir que se me haga víctima de acoso burocrático. Llegado el caso, estoy seguro de que intervendrían para poner coto.
—Eso suena a amenaza,
signor
Viscardi.
—No sea melodramático,
dottor
Brunetti. Mejor llamémosle sugerencia. Y es una sugerencia que apoya su suegro. Sé que hablo en su nombre cuando digo que será más prudente no hacer esas preguntas. Repito, nada bueno puede resultar para el que las haga.
—No estoy seguro de que pueda resultar algo bueno de cualquier cosa que tenga que ver con sus negocios,
signor
Viscardi.
Con un brusco ademán, Viscardi se sacó del bolsillo varios billetes sueltos y los dejó caer en el mostrador, sin molestarse en preguntar cuánto costaba el vino. Sin decir nada a Brunetti, dio media vuelta y fue hacia la puerta del bar. Brunetti le siguió. Había empezado a llover, el viento del otoño sacudía una cortina de agua. Viscardi se paró en la puerta, pero sólo lo justo para subirse el cuello de la gabardina. Sin decir nada ni mirar a Brunetti, salió a la lluvia y desapareció rápidamente por una esquina.
Brunetti se quedó en la puerta un momento. Por fin, se decidió a desenrollar
La Repubblica
mostrando todo el paraguas. Dobló el periódico de forma más manejable y echó a andar. Oprimió el botón de apertura y, al levantar la mirada, vio extenderse sobre su cabeza el círculo de plástico con los elefantes que bailaban alegremente. Con el agrio sabor del vino en la boca, se encaminó con rapidez hacia su casa y su almuerzo.
Brunetti volvió a la
questura
por la tarde, no sin antes exigir a Chiara la devolución de su paraguas negro. Estuvo contestando correspondencia durante una hora aproximadamente, pero se marchó temprano, diciendo que tenía una cita, a pesar de que para la cita con Ruffolo aún faltaban más de seis horas. Cuando llegó a casa, habló a Paola de su cita de medianoche, y ella, recordando anteriores conversaciones sobre Ruffolo, coincidió con su marido en considerarlo un capricho, una pincelada melodramática claramente inspirada por la mucha televisión que había mirado durante su última estancia en la cárcel. Brunetti no había visto a Ruffolo desde la última vez que había testificado contra él, y esperaba encontrarlo como siempre: amigable, orejudo y atolondrado, con prisa por seguir quemando su vida.
A las once, salió a la terraza y se quedó mirando las estrellas. Media hora después, salía de casa después de decir a Paola que probablemente a la una ya estaría de vuelta y que no le esperase levantada. Si Ruffolo se entregaba, tendría que llevarlo a la
questura
, tomarle declaración y hacérsela firmar, y podría tardar horas. Dijo que, en tal caso, trataría de llamarla, pero sabía que ella estaba acostumbrada a que su marido estuviera fuera de casa a cualquier hora y probablemente dormiría tan profundamente que no oiría el teléfono. Por otra parte, no quería despertar a los niños.
El barco 5 dejaba de circular a las nueve, por lo que forzosamente tenía que ir andando. No le molestaba y, menos, en esta espléndida noche de luna. Como de costumbre, caminaba maquinalmente, dejando que sus pies, entrenados por décadas de recorrer la ciudad, buscaran el itinerario más corto. Cruzó Rialto, atravesó Campo Santa Marina y bajó hacia San Francesco della Vigna. Como era habitual a esta hora, la ciudad estaba prácticamente desierta. Se cruzó con un vigilante nocturno que metía por las rejas de ballesta de las tiendas pequeños rectángulos de papel naranja, para dejar constancia de su ronda. Al pasar por delante de un restaurante, vio a los camareros de chaqueta blanca agrupados alrededor de una mesa, tomando la última copa antes de ir a casa. Y gatos. Sentados, tumbados, enroscados junto a las fuentes, paseando. Estos gatos no iban de caza, pese a que abundaban las ratas. Ni se dignaban mirarle, ya que conocían bien el horario de los que venían a darles de comer y sabían que este desconocido no era uno de ellos.
Pasó por el lado derecho de la iglesia de San Francesco della Vigna, cortó hacia la izquierda y se dirigió a la parada del
vaporetto
de Celestia. Vio ante sí la nítida silueta de la pasarela con su barandilla metálica y su escalera, por la que ahora subió. Una vez arriba, en el punto de arranque de la pasarela, miró hacia el puente —en forma de joroba de camello— que se alzaba en el hueco del muro del Arsenale que permitía al barco 5 atravesar la isla e ir a salir al
bacino
de San Marco.
El puente estaba desierto, lo veía claramente. Ni el mismo Ruffolo sería tan imprudente como para situarse en un lugar visible desde cualquier barco, sabiendo que la policía lo buscaba. Probablemente habría saltado a la pequeña playa que quedaba al otro lado del puente. Brunetti echó a andar hacia el puente, cediendo a una momentánea irritación por encontrarse aquí, deambulando con el frío de la noche, en lugar de estar en casa, en la cama, como una persona sensata. ¿Por qué se habría empeñado el chiflado de Ruffolo en hablar con una persona importante? Si quería ver a una persona importante, que fuera a la
questura
y hablara con Patta.
Al pasar sobre la primera de las pequeñas playas, de apenas unos metros de largo, Brunetti bajó la mirada, buscando a Ruffolo. Al pálido resplandor de la luna, la vio desierta, sembrada de cascotes cubiertos por una capa de algas cenagosas. El
signorino
Ruffolo estaba muy equivocado si creía que Brunetti iba a saltar a una de estas playas pringosas para charlar con él. Esta semana ya había perdido un par de zapatos, y no perdería ahora otro. Si Ruffolo quería hablar con él, que subiera a la pasarela o que gritara desde abajo para hacerse oír.
Subió la escalera de un lado del puente de cemento, se quedó un momento arriba y bajó por el otro lado. Frente a él vio la otra pequeña playa. Su parte más alejada quedaba oculta por un saliente del grueso muro de ladrillo del Arsenale que se levantaba a la derecha de Brunetti, hasta una altura de diez metros sobre su cabeza.
A pocos metros de la isla, se paró y llamó en voz baja:
—Ruffolo, soy Brunetti.
No hubo respuesta.
—Peppino, soy Brunetti.
Silencio. Era tan clara la luna que proyectaba sombras, y la parte de la pequeña isla que se encontraba debajo de la pasarela quedaba en la oscuridad. Se veía un pie, un pie calzado con un zapato marrón, y una pierna. Brunetti se asomó a la barandilla, pero seguía viendo sólo el pie y la pierna que desaparecía en la sombra de la pasarela. Escaló la barandilla y se dejó caer sobre el lecho de piedras, resbalando en las algas y amortiguando la caída con las manos. Al levantarse vio el cuerpo más claramente, pese a que la cabeza y los hombros seguían en la sombra. Pero no importaba, porque ya sabía quién era. El caído tenía un brazo extendido hacia el agua. Unas olas minúsculas le lamían delicadamente los dedos. El otro brazo estaba doblado debajo del cuerpo. Brunetti se agachó y le palpó la muñeca, pero no encontró el pulso. La piel estaba fría e impregnada de la humedad de la laguna. Se acercó un paso, situándose bajo la sombra, y puso una mano en el cuello del muchacho. No palpitaba. Cuando se enderezó y volvió a salir al claro de luna, Brunetti vio que tenía sangre en los dedos. Se agachó y agitó la mano rápidamente en el agua de la laguna, un agua sucia que habitualmente le repugnaba.