Read Mil Soles Esplendidos Online
Authors: Hosseini Khaled
Fueron en autobús hasta la Ciudad Titanic. Llegaron al lecho seco del río, flanqueado a ambos lados por casetas improvisadas que se aferraban a las secas orillas. Cerca del puente, mientras bajaban las escaleras, vieron a un hombre descalzo que colgaba de la cuerda de una grúa con las orejas cortadas, ahorcado. En el río, se mezclaron con el gentío de compradores que pululaban por allí, los cambistas, los aburridos trabajadores de las ONG, los vendedores de tabaco, y las mujeres con burka que mendigaban ofreciendo recetas falsas para antibióticos. Talibanes armados con látigos y mascando
naswar
patrullaban la Ciudad Titanic a la caza de risas indiscretas y rostros femeninos al descubierto.
En un quiosco de juguetes que había entre un vendedor de abrigos
pusti
y un puesto de flores artificiales, Zalmai pidió una pelota de baloncesto de goma con espirales amarillas y azules.
—Elige lo que quieras —dijo Rashid a Aziza.
La niña vaciló, petrificada por la vergüenza.
—Deprisa. Tengo que estar en el trabajo dentro de una hora.
Aziza escogió un dispensador de bolas de chicle. Para conseguir una bola había que meter una moneda, que luego se recuperaba.
Rashid enarcó las cejas cuando el vendedor le dio el precio. Se produjo entonces un regateo.
—Devuélvelo —ordenó finalmente el padre en tono belicoso, como si hubiera estado regateando con ella—. No puedo pagar las dos cosas.
La alegre fachada que animaba a la pequeña fue desmoronándose a medida que se acercaban de vuelta al orfanato. Dejó de gesticular. Su rostro se ensombreció. Ocurría todas las veces. Había llegado el turno de Laila, ayudada por Mariam, de seguir con la cháchara, reír nerviosamente, llenar los melancólicos silencios con bromas apresuradas sin ton ni son.
Más tarde, cuando Rashid los dejó en el orfanato y cogió el autobús para irse a trabajar, Laila se despidió de Aziza, que agitaba la mano y caminaba pegada a la pared del patio. Pensó en su tartamudeo y en lo que le había explicado antes su hija sobre fracturas de placas y potentes colisiones que ocurrían en las profundidades de la tierra, y en que a veces en la superficie sólo se percibía un leve temblor.
—¡Vete! ¡Fuera! —gritó Zalmai.
—Calla —dijo Mariam—. ¿A quién le gritas?
—A ese hombre de ahí —dijo el niño, señalándolo.
Laila siguió la dirección de su mano. En efecto, había un hombre apoyado en el portón de la casa. El hombre volvió la cabeza al ver que se acercaban, bajó los brazos y avanzó unos cuantos pasos hacia ellos, cojeando.
Laila se detuvo.
Un sonido ahogado le subió por la garganta. Le fallaron las piernas. De repente Laila quería, necesitaba aferrarse a Mariam, a su brazo, su hombro, su muñeca, lo que fuera. Pero no lo hizo. No se atrevió. No osó mover un solo músculo. No se aventuró a respirar, ni a pestañear siquiera, por miedo a que el hombre no fuera más que un espejismo que titilaba a lo lejos, una frágil ilusión que se desvanecería a la menor provocación. Laila se quedó absolutamente inmóvil, mirando a Tariq, hasta que el pecho le pidió aire dolorosamente y los ojos le escocieron de no pestañear. Y milagrosamente, después de inspirar profundamente y de cerrar y abrir los ojos, descubrió que él seguía allí. Tariq seguía frente a ella.
Laila se atrevió finalmente a dar un paso hacia él. Luego otro. Y otro más. Y luego echó a correr.
Mariam
Zalmai estaba arriba, en la habitación de Mariam, muy nervioso. Botó la pelota de baloncesto nueva durante un buen rato, en el suelo y en las paredes. Mariam le pidió que parara, pero el niño sabía que ella no tenía autoridad alguna sobre él, de modo que siguió a lo suyo, sosteniéndole la mirada con aire desafiante. Luego jugaron durante un rato con su coche de juguete, una ambulancia con la media luna roja pintada en los costados, lanzándolo de un lado a otro de la habitación.
Antes, cuando se habían encontrado con Tariq en la puerta, Zalmai había estrechado la pelota contra su pecho y se había metido el pulgar en la boca, cosa que sólo hacía ya cuando tenía miedo. Y había mirado a Tariq con recelo.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó a Mariam—. No me gusta.
Mariam iba a explicárselo, a decirle que Laila y él habían crecido juntos, pero el niño la interrumpió y le ordenó que le diera la vuelta a la ambulancia para que quedara mirando hacia él, y cuando ella le obedeció, dijo que quería la pelota de baloncesto otra vez.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Dónde está la pelota que me ha comprado
baba ya
? ¿Dónde está? ¡La quiero! —exigió, alzando la voz, que cada vez era más aguda.
—Estaba aquí mismo —dijo Mariam.
—No —gritó él—, se ha perdido. Lo sé. ¡Sé que se ha perdido! ¿Dónde está? ¿Dónde está?
—Aquí —respondió ella, sacando la pelota de debajo del armario, donde se había metido rodando. Pero Zalmai berreaba y daba de puñetazos, gritando que no era la misma pelota, que no podía ser la misma porque su pelota se había perdido y aquélla era falsa. ¿Adónde se había ido la de verdad? ¿Adónde? ¿Adónde, adónde, adónde?
Estuvo desgañitándose hasta que Laila tuvo que subir y cogerlo en brazos para mecerlo y pasarle los dedos por los espesos cabellos rizados, y secarle las mejillas húmedas y hacer chasquear la lengua en su oreja.
Mariam esperó fuera de la habitación. Desde lo alto de la escalera, lo único que veía de Tariq eran sus largas piernas, la ortopédica y la de verdad, embutidas en pantalones de color caqui, estiradas en el suelo sin alfombra de la sala de estar. Fue entonces cuando comprendió por qué el portero del Continental le había resultado conocido el día en que había ido allí con Rashid para llamar a Yalil. El portero llevaba gorra y gafas de sol, por eso no se había dado cuenta antes. Pero Mariam cayó en la cuenta de que lo había visto nueve años atrás, lo recordaba sentado en la sala de estar, enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo y pidiendo agua, y la asaltaron toda clase de preguntas: ¿También las pastillas de sulfamidas habían formado parte del engaño? ¿Cuál de los dos había urdido aquella mentira, aportando los detalles convincentes? ¿Y cuánto había pagado Rashid a Abdul Sharif —si ése era su nombre en realidad— para ir a su casa y destrozar a Laila con la historia de la muerte de Tariq?
Laila
Tariq contó que uno de los hombres con quienes compartía la celda tenía un primo al que habían azotado públicamente por pintar flamencos. Al parecer el primo sentía una afición incurable por esas aves.
—Había llenado cuadernos enteros de dibujos —explicó Tariq—. Había pintado docenas de cuadros al óleo de flamencos caminando por lagunas, tomando el sol en marismas. Y me temo que también volando hacia puestas de sol.
—Flamencos —dijo Laila y miró a Tariq, que estaba sentado con la espalda apoyada en la pared y la pierna buena doblada por la rodilla. Sentía la necesidad de volver a tocarlo, como antes frente al portón, cuando había corrido hacia él. Ahora sentía vergüenza al recordar que se había lanzado a abrazarlo y había llorado sobre su pecho, susurrando su nombre una y otra vez con voz quebrada. ¿Había actuado con demasiada vehemencia?, se preguntaba, ¿con demasiada desesperación? Tal vez. Pero no había podido evitarlo. Y ahora deseaba tocarlo otra vez para comprobar de forma fehaciente que realmente estaba allí, que no era un sueño, una aparición.
—Eso —asintió Tariq—. Flamencos.
Cuando los talibanes habían descubierto todas sus pinturas, prosiguió, se sintieron ofendidos por las largas piernas desnudas de los animales. Habían azotado al primo en las plantas de los pies hasta hacerlo sangrar y luego le habían dado a elegir: o destruía las pinturas, o las rehacía para que fueran decentes. Así que el primo había cogido el pincel y había pintado pantalones a todos y cada uno de los flamencos.
—Y ya está: flamencos islámicos —añadió Tariq.
A Laila le entraron ganas de reír, pero se contuvo. Se avergonzaba de sus dientes amarillentos, del hueco del incisivo que le faltaba, de su aspecto envejecido y sus labios hinchados. Deseó haber tenido la oportunidad de lavarse la cara, o al menos de peinarse.
—Pero al final fue el primo quien rió el último —prosiguió Tariq—. Había pintado los pantalones con acuarelas, de manera que cuando los talibanes se fueron, sólo tuvo que lavarlos. —Sonrió (Laila reparó en que también a él le faltaba un diente) y se miró las manos—. Mira tú por dónde.
Tariq llevaba un
pakol
en la cabeza, botas de excursionista y un suéter de lana negro metido por dentro de unos pantalones caqui. Esbozaba una media sonrisa al tiempo que asentía lentamente. Laila no recordaba haberle oído nunca esa frase, y también aquel gesto pensativo, juntando las yemas de los dedos sobre el regazo y asintiendo, era nuevo. Era una frase de adulto, un gesto de adulto. ¿De qué se sorprendía? Tariq era ahora un hombre de veinticinco años, de movimientos lentos y sonrisa cansada. Alto, barbudo, más delgado que en sus sueños, pero con las manos fuertes, manos de trabajador, de venas abultadas y sinuosas. Su rostro seguía siendo delgado y atractivo, pero ya no tenía la piel blanca, sino que su rostro se veía curtido, quemado por el sol, igual que el cuello. Era el rostro de un viajero al final de un largo viaje agotador. Llevaba el
pakol
echado hacia atrás y se le notaba que el pelo le empezaba a ralear. Sus ojos castaños eran más apagados de lo que recordaba, más claros, aunque quizá fuera sólo un efecto de la luz de la habitación.
Laila pensó en la madre de Tariq, en sus ademanes pausados, su inteligente sonrisa, su peluca de color violáceo. Y en su padre, con su humor sardónico y su bizqueo. Antes, en la puerta, atropelladamente y con la voz entrecortada por la emoción, Laila le había contado lo que creía que había sido de él y de sus padres, y Tariq había meneado la cabeza, negándolo todo, de modo que Laila le preguntó por ellos. Pero se arrepintió enseguida cuando vio que Tariq inclinaba la cabeza y contestaba, un poco afectado:
—Murieron.
—Lo siento mucho.
—Bueno. Sí. Yo también. Mira. —Sacó una pequeña bolsa de papel del bolsillo y se la ofreció a Laila—. Con los saludos de
Alyona.
—Dentro había un queso envuelto en plástico.
—
Alyona.
Es un bonito nombre. ¿Tu esposa? —preguntó Laila, tratando de que no le temblara la voz.
—Mi cabra. —Tariq sonreía con aire expectante, como si esperara que Laila diera algún signo de reconocimiento.
Entonces Laila lo recordó: la película soviética. Alyona era la hija del capitán, la muchacha enamorada del primer oficial. Fue el día en que Tariq, ella y Hasina vieron salir los tanques y los
jeeps
soviéticos de Kabul, el día que Tariq se puso aquel ridículo gorro ruso de piel.
—Tuve que atarla a una estaca —explicó Tariq—. Y levantar una cerca. Por los lobos. Vivo al pie de unas montañas y a medio kilómetro más o menos hay un bosque, de pinos sobre todo, con algunos abetos y cedros del Himalaya. Los lobos no suelen salir de la espesura, pero una cabra a la que le gusta corretear sin ton ni son, balando, puede atraerlos a campo abierto. Por eso levanté la cerca y la até a la estaca.
Laila le preguntó a qué montañas se refería.
—A Pir Panjal, en Pakistán —respondió él—. Vivo en un sitio que se llama Murri; es un refugio estival a una hora de Islamabad. Es montañoso y muy verde, con muchos árboles, y está muy por encima del nivel del mar, así que en verano refresca. Perfecto para los turistas.
En la época victoriana, los británicos habían levantado la ciudad cerca de su cuartel general de Rawalpindi, explicó, para que sus funcionarios y militares pudieran escapar al calor. Aún quedaban algunas reliquias de la época colonial, algún que otro salón de té, búngalos con tejado de zinc, y demás. La ciudad era pequeña y agradable. En la calle principal, llamada el Mall, había una estafeta de correos, un bazar, unos cuantos restaurantes y tiendas donde pedían precios desorbitados a los turistas por objetos de cristal pintados y alfombras tejidas a mano. Curiosamente, en el Mall, el tráfico de un solo sentido cambiaba de dirección cada semana.
—Los nativos dicen que en Irlanda también hay sitios donde el tráfico es así —explicó Tariq—. No lo sé. Pero de todas formas es un lugar agradable. Llevo una vida sencilla, pero me gusta. Me gusta vivir allí.
—Con tu cabra. Con
Alyona.
Laila lo dijo no tanto como una broma, sino como una subrepticia manera de desviar la conversación hacia otros temas, como por ejemplo, quién más se ocupaba con él de que los lobos no se comieran a las cabras. Pero Tariq se limitó a asentir.
—Yo también siento mucho lo de tus padres —dijo.
—Te has enterado.
—Antes he hablado con unos vecinos —asintió Tariq, e hizo una pausa, que sirvió para que Laila se preguntara qué más le habrían contado—. No conozco a nadie. De los viejos tiempos, quiero decir.
—Todos se han ido. Ya no queda nadie de la gente que tú conocías.
—No reconozco Kabul.
—Ni yo tampoco —dijo Laila—. Y eso que no he salido de aquí.
—
Mammy
tiene un nuevo amigo —dijo Zalmai después de la cena, esa misma noche, cuando Tariq ya se había ido—. Un hombre.
Rashid alzó la vista.
—¿Ah, sí?
Tariq preguntó si podía fumar.
Él y sus padres habían pasado una temporada en el campamento de refugiados de Nasir Bag, cerca de Peshawar, explicó, al tiempo que echaba la ceniza en un platito. Cuando llegaron, había ya sesenta mil afganos viviendo allí.
—Gracias a Dios, no era tan malo como otros campamentos, como el de Yalozai, por ejemplo. Supongo que fue incluso una especie de campamento modelo en la época de la guerra fría. Un sitio que los occidentales podían señalar para demostrar al mundo que no se limitaban a enviar armas a Afganistán.
Pero eso había sido durante la guerra contra los soviéticos, añadió Tariq, en la época de la yihad y del interés internacional, de las generosas aportaciones y de las visitas de Margaret Thatcher.
—Ya conoces el resto, Laila. Después de la guerra, la Unión Soviética cayó y Occidente pasó a preocuparse de otros temas. Ya no había nada que les interesara en Afganistán, de manera que dejaron de mandar dinero. Ahora Nasir Bag no es más que polvo, tiendas de campaña y cloacas abiertas. Cuando llegamos nosotros, nos entregaron un palo y pedazo de lona, y nos dijeron que con eso montáramos una tienda.