Read Mil Soles Esplendidos Online
Authors: Hosseini Khaled
Luego volvieron a la casa. Mariam se lavó las manos, se las pasó por el pelo, respiró hondo y dejó escapar el aire.
—Ahora deja que te cure a ti. Estás llena de heridas, Laila
yo.
Mariam dijo que necesitaba consultar con la almohada para aclarar las ideas y trazar un plan concreto.
—Existe un modo de solucionar esto —aseguró—; sólo hay que encontrarlo.
—¡Tenemos que huir! No podemos quedarnos aquí —dijo Laila con voz ronca. De repente pensó en el sonido que debía de haber hecho la pala al golpear la cabeza de Rashid, y se dobló por la cintura con la sensación de la bilis que le subía a la garganta.
Mariam aguardó pacientemente a que Laila se recuperara. Luego la obligó a tumbarse con la cabeza apoyada en su regazo y, mientras le acariciaba el pelo, le dijo que no se preocupara, que todo se arreglaría. Le prometió que se irían todos: ella, Laila, los niños, y también Tariq. Abandonarían aquella casa y aquella ciudad implacable. Saldrían de aquel destrozado país, prosiguió Mariam, sin dejar de acariciar los cabellos de Laila, para irse a algún lugar remoto y seguro donde nadie los encontrara, donde pudieran renegar de su pasado y hallar refugio.
—Algún lugar con árboles —añadió—. Sí, con muchos árboles.
Vivirían en una casita a las afueras de alguna ciudad de la que nunca hubieran oído hablar, continuó Mariam, o en una aldea remota de callejuelas estrechas y sin asfaltar, pero bordeadas de toda clase de plantas y arbustos. Habría un sendero que conduciría a un prado donde jugarían los niños, o quizá un camino de grava que los llevaría hasta un lago azul de aguas cristalinas, lleno de truchas y con juncos asomando a la superficie. Tendrían ovejas y gallinas, y amasarían el pan juntas y enseñarían a leer a los niños. Forjarían juntos una vida nueva, pacífica y solitaria, y se librarían de la pesada carga que durante tanto tiempo habían tenido que soportar, y obtendrían toda la felicidad y la sencilla prosperidad que merecían.
Laila musitó palabras de aliento. Sabía que en esta nueva vida no faltarían las dificultades, pero serían dificultades placenteras, de las que causaban orgullo y se apreciaban como una vieja reliquia de familia. La dulce voz maternal de Mariam siguió hablando y procurándole cierto consuelo. «Existe un modo de solucionar esto», había afirmado, o sea que a la mañana siguiente Mariam le contaría lo que debían hacer y lo harían, y quizá a esa misma hora habrían emprendido ya el camino hacia su nueva vida, llena de abundantes posibilidades, alegrías y dificultades. Laila agradecía que Mariam se hiciera cargo de todo sin alterarse, con lucidez, que fuera capaz de pensar por las dos. Porque ella estaba muerta de miedo, nerviosa, hecha un lío.
—Ahora deberías ir a ver a tu hijo —dijo Mariam, levantándose. En su rostro, Laila vio la expresión más acongojada que había visto jamás en un ser humano.
Laila encontró a Zalmai a oscuras, acurrucado en el lado de la cama donde dormía Rashid. Se deslizó bajo las sábanas y echó la manta por encima de ambos.
—¿Estás dormido?
—Todavía no puedo ponerme a dormir —respondió él, sin darse la vuelta—.
Baba yan
no ha rezado las oraciones
Babalu
conmigo.
—¿Qué te parece si hoy las rezamos tú y yo juntos.
—Tú no sabes hacerlo como él.
Laila apretó el hombro de su hijo. Le dio un beso en la nuca.
—Puedo intentarlo.
—¿Dónde está
baba yan
?
—
Baba yan
se ha ido —contestó Laila, notando de nuevo un nudo en la garganta.
Ahí estaba: había pronunciado por primera vez la gran mentira condenatoria. ¿Cuántas veces más tendría que soltar esa misma falsedad?, se preguntó Laila con abatimiento. ¿Cuántas veces más tendría que engañar a su hijo? Recordó el júbilo con que Zalmai acudía corriendo cuando Rashid regresaba a casa, y a éste levantándolo por los codos para girar con él una y otra vez hasta que las piernas del niño se levantaban en el aire, y luego los dos se echaban a reír cuando Zalmai caminaba tambaleándose, mareado como un borracho. Recordó sus ruidosos juegos, sus risas bullangueras, sus miradas de complicidad.
La vergüenza y el dolor por su hijo se abatieron sobre Laila como una mortaja.
—¿Adónde ha ido?
—No lo sé, mi amor.
¿Cuándo volvería? ¿Le traería un regalo
baba yan
cuando regresara?
Finalmente, rezaron juntos. Veintiún
Bismal
á
-e-rahman-e-rahims,
uno por cada articulación de siete dedos. Laila vio a su hijo juntar las manos frente a la cara y soplar sobre ellas, y colocárselas luego con el dorso sobre la frente y hacer un movimiento de rechazo, al tiempo que susurraba:
«
Babalu,
vete, no vengas a Zalmai, no quiero saber nada de ti.
Babalu,
vete.» Para terminar, dijeron tres veces
Al
á
-u-akbar.
Más tarde, en medio de la noche, a Laila la sobresaltó una voz apagada: «¿Se ha ido
baba yan
por mi culpa? ¿Por lo que he dicho del hombre que estaba abajo contigo?»
Laila se inclinó sobre él con intención de tranquilizarlo, de asegurarle que él no había hecho nada malo, que no tenía nada que ver con él. Pero Zalmai ya se había quedado dormido, y su pecho bajaba y subía al ritmo de la respiración.
Cuando Laila se acostó, estaba aturdida, ofuscada. Era incapaz de razonar. Sin embargo, al despertarse con la llamada del muecín a la oración de la mañana, había recobrado la lucidez.
Se sentó en la cama y estuvo un rato contemplando a Zalmai, que dormía con la barbilla apoyada en un puño. Laila imaginó a Mariam entrando en la habitación a hurtadillas durante la noche, mientras el pequeño y ella dormían, para observarlos mientras consideraba posibles planes.
Laila se levantó. Le costó un gran esfuerzo ponerse en pie. Le dolía todo el cuerpo. En el cuello, los hombros, la espalda, los brazos y los muslos tenía las heridas causadas por la hebilla del cinturón de Rashid. Salió de la habitación silenciosamente, haciendo muecas de dolor.
La habitación de Mariam estaba sumida en una penumbra un poco más que gris, del tipo que Laila siempre había asociado con gallos cacareando y gotas de rocío en la hierba. La mujer estaba sentada en un rincón, sobre una estera de rezo, de cara a la ventana. Laila se agachó despacio para sentarse delante de ella.
—Deberías ir a ver a Aziza esta mañana —observó Mariam.
—Sé lo que piensas hacer.
—No vayas a pie. Coge el autobús, así pasarás desapercibida. Los taxis son demasiado llamativos. Si coges uno tú sola seguro que te detienen.
—Anoche me prometiste que...
Laila no pudo terminar la frase. Los árboles, el lago, la aldea sin nombre. Comprendió que todo era una ilusión vana, una bonita mentira para apaciguarla, el consuelo que se arrulla a un niño afligido.
—Lo decía en serio —la interrumpió Mariam—. Lo decía en serio para ti, Laila
yo.
—No quiero nada si no es contigo —gimió ella.
La mujer mayor esbozó una sonrisa lánguida.
—Quiero que sea tal como dijiste para todos, Mariam —replicó la joven—. Para mí, para ti y los niños. Tariq tiene una casa en Pakistán. Podemos ocultarnos allí durante un tiempo, esperar a que se olvide todo...
—Eso no va a ser posible —replicó la otra en tono paciente, como hablaría una madre con un niño con buenas intenciones, pero equivocado.
—Nos cuidaremos la una a la otra —dijo Laila atropelladamente, con los ojos llenos de lágrimas—. Como tú dijiste. No. Yo cuidaré de ti, para variar.
—Oh, Laila
yo.
La mujer más joven se lanzó a una atropellada perorata. Trató de negociar haciendo promesas. Ella se encargaría de todas las tareas de la casa, dijo, y también de cocinar.
—Tú no tendrás que hacer nada nunca más. Tú descansarás, dormirás hasta tarde, tendrás tu jardín. Todo lo que quieras me lo podrás pedir y yo te lo iré a buscar. Pero no hagas esto, Mariam. No me dejes. No le rompas el corazón a Aziza.
—Cortan manos por robar pan. ¿Qué crees que harán cuando encuentren a un marido muerto y dos esposas desaparecidas?
—No se enterará nadie. No nos encontrarán.
—Sí, tarde o temprano nos encontrarán. Son como sabuesos. —Mariam hablaba en voz baja, en tono admonitorio, haciendo que las promesas de Laila parecieran fantásticas, falsas, insensatas.
—Mariam, por favor.
—Y cuando nos encontraran, te considerarían tan culpable como a mí. Y a Tariq también. No permitiré que viváis los dos huyendo siempre como fugitivos. ¿Qué les ocurriría a tus hijos si os cogieran?
A Laila le escocían los ojos rebosantes de lágrimas.
—¿Quién se ocuparía de ellos entonces? ¿Los talibanes? Piensa como una madre, Laila
yo.
Piensa como una madre. Es lo que yo hago.
—No puedo.
—Pues no te queda más remedio.
—No es justo —gimió Laila.
—Sí lo es. Ven aquí. Ven a tumbarte aquí.
Laila gateó hasta ella y apoyó la cabeza sobre su regazo. Recordó todas las tardes que habían pasado juntas, trenzándose los cabellos la una a la otra, y a Mariam escuchando pacientemente sus pensamientos al azar y sus historias corrientes con aire agradecido, con la expresión de una persona a la que se ha concedido un privilegio único y codiciado.
—Es justo —afirmó Mariam—. He matado a nuestro marido. He privado de su padre a tu hijo. No es correcto que huya. No puedo. Aunque no nos cogieran nunca, yo no podría... —Le temblaron los labios—. Jamás escaparía del dolor de tu hijo. ¿Cómo iba a mirarlo a la cara? ¿Cómo iba a atreverme a mirarlo a la cara, Laila
yo
?
Mariam jugueteó con un mechón de pelo de su compañera, le desenredó un terco rizo.
—Para mí, todo acaba aquí. No anhelo nada más. Todo lo que deseaba de niña tú me lo has dado ya. Tú y tus hijos me habéis hecho muy feliz. Todo está bien, Laila
yo.
No te preocupes ni te entristezcas.
La joven no halló ninguna réplica razonable a las palabras de Mariam. Aun así, continuó divagando de forma tan incoherente como infantil sobre los árboles frutales que plantarían y las gallinas que tendrían. Siguió hablando de casitas en lugares sin nombre, y de paseos a lagos rebosantes de truchas. Y al final, cuando se quedó sin palabras, descubrió que en cambio seguía teniendo lágrimas, y no le quedó más remedio que rendirse y llorar como una niña abrumada por la lógica aplastante de un adulto. Se encogió y enterró la cara una última vez en el agradable y cálido regazo de Mariam.
A media mañana, la mujer mayor metió pan e higos secos para la comida de Zalmai, y también unos cuantos higos y galletas con forma de animales para Aziza. Luego le entregó la bolsa a Laila.
—Dale un beso a la niña de mi parte —pidió—. Dile que es la
nur
de mis ojos y la sultana de mi corazón. ¿Lo harás?
Laila asintió con los labios apretados.
—Coge el autobús, como te he dicho, y no levantes la cabeza.
—¿Cuándo volveré a verte, Mariam? Quiero verte antes de declarar. Yo les contaré cómo ha ocurrido todo. Les explicaré que no ha sido culpa tuya, que te viste obligada. Lo comprenderán, Mariam, ¿verdad? Lo comprenderán.
Ella la miró con ternura.
Se agachó luego para mirar a Zalmai a la cara. El niño llevaba una camiseta roja, pantalones caqui raídos y unas botas de vaquero de segunda mano que le había comprado Rashid en Mandaii. Aferraba la pelota de baloncesto con ambas manos. La mujer le dio un beso en la mejilla.
—Ahora tienes que ser muy fuerte y muy bueno —advirtió—. Trata bien a tu madre. —Le cogió la cara con las manos. Él quiso soltarse, pero Mariam lo sujetó—. Lo siento mucho, Zalmai
yo.
Créeme, siento mucho todo tu dolor y tu tristeza.
Madre e hijo enfilaron la calle cogidos de la mano. Justo antes de volver la esquina, Laila miró hacia atrás y vio a Mariam en el portón de la casa: llevaba un pañuelo blanco sobre la cabeza, una chaqueta de lana azul oscuro abrochada y pantalones de algodón blancos. Un mechón de pelo gris le caía sobre la frente. La luz del sol le iluminaba el rostro y los hombros. La mujer agitó la mano con gesto afable.
Laila y Zalmai volvieron la esquina. Jamás volvieron a ver a Mariam.
Mariam
De vuelta en el
kolba,
al parecer, después de tantos años.
La cárcel para mujeres de Walayat era un edificio gris de planta cuadrada en Shar-e-Nau, cerca de la calle del Pollo. Se hallaba en el centro de un complejo más grande que albergaba a presos varones. Una puerta con candado separaba a Mariam y a las demás mujeres de los hombres que las rodeaban. Mariam contó cinco celdas ocupadas. Eran calabozos desnudos, de paredes sucias y desconchadas, con ventanucos que daban a un patio. Las ventanas tenían barrotes, pero las puertas de las celdas no se cerraban con llave y las mujeres eran libres de salir al patio cuando quisieran. Tampoco tenían cristales, ni cortinas, lo cual significaba que los talibanes que las custodiaban y vagaban por el patio podían ver el interior de las celdas sin problemas. Algunas de las mujeres se quejaban de que los guardias se paraban a fumar junto a las ventanas para lanzar miradas lascivas al interior, con ojos brillantes y sonrisa de lobo, y que se susurraban bromas indecentes unos a otros. Por ello, la mayoría de las mujeres llevaban el burka todo el día, y sólo se lo quitaban con la puesta de sol, cuando se cerraba el portón principal y los guardias ocupaban sus puestos.
Por la noche, no había luz en la celda que Mariam compartía con otras cinco mujeres y cuatro niños. Las noches que había luz eléctrica, aupaban hasta el techo a Nagma, una joven menuda de pecho plano y negros rizos. En el techo había un cable pelado. Con las manos desnudas, Nagma enrollaba el cable en torno a la base de la bombilla para encenderla.
Las letrinas eran del tamaño de un armario con el suelo de cemento agrietado. Había un pequeño agujero rectangular en el suelo, siempre lleno de moscas, en cuyo fondo se acumulaban las heces.
En el centro de la cárcel había un patio rectangular a cielo abierto, y en medio del patio, un aljibe. Éste carecía de desagüe, por lo que el lugar se convertía a menudo en un pantano y el agua sabía a podrido. Las cuerdas de ropa se cruzaban unas con otras, cargadas de calcetines y pañales lavados a mano. Allí recibían las presas a sus visitas; allí hervían el arroz que les llevaban las familias, puesto que la cárcel no les proporcionaba comida. El patio era también el lugar de recreo de los más pequeños. Según habían contado a Mariam, muchos de los niños habían nacido en Walayat y jamás habían visto el mundo que había extramuros. La mujer los observaba cuando correteaban, persiguiéndose unos a otros, haciendo saltar el barro con sus pies descalzos. Corrían por el patio todo el día, enzarzados en alegres juegos, sin prestar atención al hedor a heces y a orina que impregnaba todo Walayat y sus propios cuerpos, sin preocuparse por los guardias talibanes, hasta que uno de ellos les pegaba.