Read Mil Soles Esplendidos Online
Authors: Hosseini Khaled
La estancia de dos noches en el Muwaffaq les costará casi una quinta parte de sus ahorros, pero el viaje desde Mashad ha sido largo y pesado, y los niños están agotados. Cuando Tariq recoge la llave en recepción, el anciano que les atiende le comenta que el Muwaffaq es muy popular entre los periodistas y los trabajadores de las ONG.
—Bin Laden durmió aquí una noche —alardea.
La habitación tiene dos camas y cuarto de baño con agua corriente fría. En la pared, entre las dos camas, cuelga un retrato del poeta Jaya Abdulá Ansary. Desde la ventana se ve una calle muy transitada y un parque con senderos de ladrillos de color pastel, bordeados de espesos macizos de flores. Los niños se han acostumbrado a ver la televisión y sufren un desengaño al ver que en la habitación no hay aparato. De todas formas, se duermen enseguida. También los mayores caen rendidos al poco rato. Laila duerme profundamente en brazos de Tariq. Sólo se despierta una vez durante la noche a causa de un sueño que luego no puede recordar.
A la mañana siguiente, después de desayunar té, pan recién hecho, mermelada de membrillo y huevos pasados por agua, Tariq va en busca de un taxi para Laila.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —pregunta, llevando a Aziza de la mano. Zalmai no le da la mano, pero está pegado a él, con un hombro apoyado en su cadera.
—Sí.
—Me preocupa.
—No pasará nada —lo tranquiliza Laila—. Te lo prometo. Lleva a los niños a un bazar. Cómprales algo.
Zalmai se echa a llorar al ver que el taxi se aleja, y cuando Laila vuelve la cabeza, lo ve alzando los brazos para que Tariq lo coja. Zalmai está empezando a aceptar a su nuevo padre, y para Laila es un alivio, pero también le parte el corazón.
—No eres de Herat —dice el taxista.
Los negros cabellos le llegan hasta los hombros —Laila ha comprobado que es una forma de desafío habitual hacia los expulsados talibanes—, y tiene una cicatriz que le corta el lado derecho del bigote. En el parabrisas lleva una foto pegada. Es de una muchacha con las mejillas sonrosadas y el pelo recogido en dos trenzas.
Laila le dice que ha estado viviendo en Pakistán durante un año, pero que ahora regresa a Kabul.
—A Dé Mazang.
Por la ventanilla, Laila ve herreros que sueldan asas de latón a sus correspondientes jarras, y fabricantes de sillas de montar que extienden cueros de animales para que se sequen al sol.
—¿Hace mucho que vives aquí, hermano? —pregunta.
—Oh, toda la vida. Nací aquí. Lo he visto todo. ¿Recuerdas el alzamiento?
Laila asiente, pero él lo explica de todos modos.
—Fue en marzo de mil novecientos setenta y nueve, unos nueve meses antes de que nos invadieran los soviéticos. Unos cuantos heratíes furiosos mataron a unos asesores soviéticos, así que éstos enviaron tanques y helicópteros a machacarnos. Estuvieron bombardeando la ciudad durante tres días,
hamshira.
Derribaron edificios, destruyeron uno de los minaretes, mataron a miles de personas. Miles. Yo perdí a dos hermanas durante esos tres días. La pequeña sólo tenía doce años. —El taxista da unos golpecitos sobre la foto del parabrisas—. Es ella.
—Lo siento —dice Laila, y le parece casi increíble que la vida de todos los afganos esté marcada por la muerte y un sufrimiento inimaginable. Y, sin embargo, también ve que la gente encuentra el modo de sobrevivir y seguir adelante. Laila piensa en su propia existencia y en todo lo que le ha ocurrido, y le asombra que también ella haya sobrevivido, que siga en este mundo, sentada en un taxi, escuchando la historia de ese hombre.
La aldea de Gul Daman consta de unas cuantas casas cercadas por tapias y rodeadas de
kolbas
hechos de paja y adobe. Laila ve mujeres de rostro curtido por el sol cocinando a la puerta de los
kolbas,
con el rostro sudoroso por el vapor que desprenden las grandes ollas negras colocadas sobre fogatas. Las mulas comen en los pesebres. Los niños que perseguían a las gallinas acaban corriendo detrás del taxi. Laila ve hombres que empujan carretillas llenas de piedras y que se detienen a observar el paso del taxi. El conductor gira al llegar a un cementerio con un deteriorado mausoleo en el centro y explica a Laila que ahí yace un sufí de la aldea.
También hay un molino de viento. Tres niños pequeños juegan con el barro a la sombra de sus inmóviles aspas oxidadas. El taxista se detiene junto a ellos y saca la cabeza por la ventanilla. El niño que parece mayor le contesta, señalando una casa de más adelante. El taxista le da las gracias y vuelve a emprender la marcha.
Aparca frente a una casa de una planta rodeada por una tapia. Laila ve la copa de las higueras que asoman sobre el muro, con algunas ramas colgando por encima.
—No tardaré —le dice al taxista.
Le abre la puerta un hombre de mediana edad, bajo, delgado y de cabellos rojizos. En la barba tiene dos mechones grises paralelos. Lleva un
chapan
sobre el
pirhan-tumban.
Se saludan.
—¿Es ésta la casa del ulema Faizulá? —pregunta Laila.
—Sí. Yo soy su hijo Hamza. ¿Qué puedo hacer por ti,
hamshire
?
—He venido por una vieja amiga de tu padre, Mariam.
El hombre parpadea con expresión perpleja.
—Mariam...
—La hija de Yalil Jan.
Hamza vuelve a parpadear. Luego se lleva la mano a la mejilla y su rostro se ilumina con una sonrisa que pone al descubierto una dentadura en la que faltan piezas y otras están podridas.
—¡Oh! —exclama, alargando el sonido como si dejara escapar el aire—. ¡Mariam! ¿Eres su hija? ¿Está...? —El hombre estira el cuello para mirar detrás de Laila, buscando a Mariam con emoción—. ¿Está aquí? ¡Hace tanto tiempo! ¿Ha venido Mariam?
—Lo siento: ha muerto.
La sonrisa se borra del rostro de Hamza.
Así se quedan los dos, inmóviles en la puerta, Hamza mirando al suelo. Se oye el rebuzno de un burro.
—Pasa —dice Hamza, abriendo la puerta de par en par—. Por favor, entra.
•••
Se sientan en el suelo de una habitación escasamente amueblada. Hay una alfombra típica de Herat, cojines bordados con cuentas y una foto enmarcada de La Meca colgada de la pared. Se sientan junto a la ventana abierta, a ambos lados de un rectángulo de luz. Laila oye voces femeninas que susurran en otra habitación. Un niño descalzo deposita en el suelo una bandeja con té verde y turrón
gaaz
de pistachos. Hamza lo señala con la cabeza.
—Mi hijo.
El niño se va sin decir nada.
—Cuéntame —indica el hombre en tono cansado.
Laila se lo relata todo. Tarda más de lo que pensaba. Hacia el final de la historia, tiene que esforzarse para no perder la compostura. Aunque ha pasado un año, sigue resultándole muy doloroso hablar de Mariam.
Cuando termina, Hamza guarda silencio durante un buen rato. Lentamente hacer girar la taza de té en el plato, primero hacia un lado, luego hacia el otro.
—Mi padre, que en paz descanse, la quería mucho —dice finalmente—. Fue él quien le cantó el
azan
en el oído cuando nació. La visitaba todas las semanas sin falta. A veces me llevaba con él. Era su tutor, sí, pero también su amigo. Mi padre era un hombre muy caritativo. Se le partió el corazón cuando Yalil Jan la dio en matrimonio.
—Siento mucho la muerte de tu padre. Que Alá perdone sus pecados.
Hamza agradece sus palabras con una inclinación de cabeza.
—Murió siendo muy anciano. De hecho, sobrevivió a Yalil Jan. Lo enterramos en el cementerio de la aldea, no lejos de donde descansa la madre de Mariam. Mi padre era un hombre muy bueno, que merecía el paraíso.
Laila bebe un poco de té.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dice luego.
—Por supuesto.
—¿Podrías mostrarme dónde vivía Mariam? —dice Laila—. ¿Podrías llevarme hasta allí?
•••
El taxista acepta esperar un poco más.
Hamza y Laila salen de la aldea y bajan por la carretera que conecta Gul Daman con Herat. Al cabo de unos quince minutos, Hamza señala una angosta abertura en la alta hierba que bordea la carretera.
—Se va por ahí —dice—. Hay un sendero.
El camino es agreste, tortuoso, y apenas se intuye entre la vegetación y la maleza. Mientras Laila avanza con Hamza por la sinuosa vereda, la alta hierba agitada por el viento le azota las pantorrillas. A ambos lados crecen las flores silvestres que se inclinan a merced de la brisa, algunas altas y con pétalos redondos, otras bajas y con las hojas en forma de abanico, en un caleidoscopio de colores. Aquí y allá, asoman los ranúnculos por entre pequeños arbustos. Laila oye el chillido de las golondrinas en el cielo y el canto de las cigarras a sus pies.
El sendero se prolonga durante más de doscientos metros hasta que el suelo se nivela y llegan a un terreno más llano. Allí se detienen para recobrar el aliento. Laila se seca la frente con la manga y espanta una nube de mosquitos que vuelan delante de su cara. Desde allí se divisa el contorno de las montañas sobre la línea del horizonte, unos cuantos álamos y diversos arbustos silvestres cuyo nombre desconoce.
—Antes por aquí pasaba un arroyo —comenta Hamza, jadeando un poco—. Pero hace mucho que se secó.
El hombre le indica que cruce el lecho seco y que siga caminando en dirección a las montañas.
—Yo te espero aquí —dice, sentándose en una piedra, bajo un álamo—. Ve tú.
—Yo no...
—No te preocupes. Tómate tu tiempo. Ve,
hamshir
é
.
Laila le da las gracias. Cruza el cauce, saltando de piedra en piedra, entre botellas de refrescos rotas, latas oxidadas y un recipiente metálico con tapa de zinc, cubierto de moho y semienterrado.
Toma el camino en dirección a las montañas, en dirección a los sauces que divisa a lo lejos, con sus largas y lánguidas ramas mecidas por las ráfagas de viento. El corazón le palpita con fuerza en el pecho. Ve que los sauces están dispuestos tal como le había contado Mariam, en círculo y con un claro en el centro. Laila aprieta el paso, casi echa a correr. Mira por encima del hombro y ve que Hamza no es más que una figura diminuta y que su
chapan
ha quedado reducido a una mancha de color sobre el fondo pardo de las cortezas de los árboles. Tropieza con una piedra y está a punto de caer, pero recupera el equilibrio. Recorre deprisa el resto del camino, subiéndose las perneras de los pantalones. Cuando llega a los sauces está sin aliento.
El
kolba
sigue allí.
Al acercarse, Laila ve que la única ventana carece de cristal y que la puerta ha desaparecido. Mariam le había descrito un gallinero, un
tandur
y también un excusado de madera, pero ella no los ve por ninguna parte. Se detiene ante la entrada. Oye el zumbido de las moscas en el interior del
kolba.
Para pasar, tiene que esquivar una gran telaraña que se agita, temblorosa. Dentro reina la penumbra y Laila tiene que esperar unos instantes para que sus ojos se adapten. Entonces ve que el espacio es aún más pequeño de lo que había imaginado. Del suelo de madera sólo queda una única tabla podrida y astillada; supone que el resto lo habrá arrancado alguien para hacer leña. Ahora el suelo está cubierto por una alfombra de hojas secas, botellas rotas, envoltorios de chicles, viejas colillas amarillentas y setas. Pero sobre todo hay hierbajos, algunos raquíticos, mientras que otros crecen con descaro hasta mitad de pared.
Quince años, piensa Laila. Quince años en este lugar.
Laila se sienta con la espalda apoyada en la pared. Oye el silbido del viento entre los sauces. En el techo hay más telarañas. Alguien ha pintado algo en la pared con un spray, pero la mayor parte se ha borrado y Laila no consigue descifrarlo. Luego se da cuenta de que está escrito en ruso. Hay un nido vacío en un rincón y un murciélago colgando boca abajo en otro, justo donde la pared se junta con el techo.
Laila cierra los ojos y permanece inmóvil.
En Pakistán, a veces le resultaba difícil recordar los detalles del rostro de Mariam. Había veces en que sus facciones se le escapaban, igual que ocurre con una palabra esquiva que no acaba de venir a la memoria. Pero aquí, en este lugar, resulta fácil ver la imagen de Mariam: el suave brillo de su mirada, el largo mentón, la piel áspera de su cuello, la sonrisa con los labios apretados. Aquí Laila puede volver a apoyar la mejilla en su cálido regazo, nota el balanceo de Mariam mientras ésta le recita versículos del Corán, y cómo la vibración de las palabras recorre el cuerpo de la mujer y se transmite a sus oídos a través de las rodillas.
De repente, los hierbajos empiezan a desaparecer, como si algo tirara de las raíces bajo la tierra. Bajan y bajan hasta que el suelo engulle hasta la última hoja espinosa. Las telarañas se deshacen mágicamente. El nido se desmonta, las ramitas se sueltan una por una y salen volando del
kolba
girando sobre sí mismas. Un borrador invisible elimina la pintada rusa de la pared.
Las tablas del suelo han vuelto a su sitio. Laila ve ahora un par de catres, una mesa de madera, dos sillas, una estufa de hierro forjado en el rincón, estantes en las paredes, y en ellos cacharros de barro, una tetera renegrida, tazas y cucharitas. Oye las gallinas que cacarean en el corral y el rumor distante del agua del arroyo.
La niña Mariam está sentada a la mesa, haciendo una muñeca a la luz de una lámpara de aceite. Tararea una melodía. Tiene el cutis terso e inmaculado, los cabellos limpios y peinados hacia atrás. Conserva todos los dientes.
Laila contempla a la pequeña, que cose mechones de hilo en la cabeza de su muñeca. En unos cuantos años, la niña se habrá convertido en una mujer que no exigirá grandes cosas de la vida, que jamás supondrá una carga para nadie, que jamás revelará que también ella tiene penas y decepciones, y sueños que han sido ridiculizados. Será una mujer resistente, fuerte como una roca en un río, sin quejarse, sin que las aguas turbulentas consigan enturbiar su gentileza, sino meramente conferirle forma. Laila descubre algo en los ojos de esta niña, algo muy profundo que ni Rashid ni los talibanes conseguirán quebrar. Algo tan duro y resistente como un bloque de piedra caliza. Algo que, al final, será su perdición y la salvación de Laila.
La pequeña levanta la cabeza. Deja la muñeca sobre la mesa. Sonríe.
«¿Laila
yo
?
»
Laila abre los ojos de pronto. Suelta una exclamación ahogada y salta hacia delante como un resorte. Asusta al murciélago, cuyas alas, al volar de un lado a otro del
kolba,
asemejan las hojas de un libro. Finalmente el animal sale volando por la ventana.