Read Mil Soles Esplendidos Online
Authors: Hosseini Khaled
—Pero si lo retrasamos, perderá al bebé.
—Entonces, hágalo —dijo. Se tumbó de nuevo y levantó las rodillas—. Ábrame y déme a mi bebé.
Dentro del viejo y sucio quirófano, Laila yacía temblando sobre una camilla mientras la doctora se lavaba las manos. Aspiraba el aire entre los dientes cada vez que la enfermera le pasaba por el vientre un paño empapado en un líquido amarillento tirando a marrón. Otra enfermera que estaba junto a la puerta no paraba de entreabrirla para echar un vistazo al exterior.
La médica se había quitado el burka y Mariam vio que tenía los cabellos plateados, los párpados caídos y pequeñas bolsas de cansancio alrededor de la boca.
—Quieren que operemos con el burka —explicó la doctora, señalando con la cabeza a la enfermera de la puerta—. Por eso tiene que vigilar. Cuando vienen, me tapo.
Lo dijo en un tono pragmático, casi indiferente, y Mariam comprendió que esa mujer ya había superado la etapa de la indignación. Vio en ella a una persona que se sabía afortunada por el mero hecho de seguir trabajando, porque era consciente de que aún podrían arrebatarle muchas más cosas.
A ambos lados de Laila, a la altura de los hombros, había dos varas metálicas verticales. La enfermera que le había desinfectado el vientre sujetó una sábana entre ambas varas con unas pinzas, formando así una cortina entre Laila y la doctora.
Mariam se colocó detrás de la cabeza de la parturienta y se inclinó hasta que sus mejillas se tocaron. Notó que a Laila le castañeteaban los dientes. Enlazaron las manos.
A través de la cortina, Mariam vio la sombra de la médica desplazándose hacia la izquierda de la futura madre y la de la enfermera hacia la derecha. Laila separó los labios todo lo que daban de sí, hasta que se formaron burbujas de saliva que reventaron sobre los dientes apretados. Al respirar se le escapaban unos pequeños y rápidos silbidos.
—Ánimo, hermanita —la alentó la médica, inclinándose sobre ella.
Laila abrió los ojos de golpe. Luego la boca. Se quedó así, temblando, con los tendones del cuello completamente tensos, estrujando los dedos de Mariam entre los suyos mientras el sudor le corría por la cara.
Ésta siempre la admiraría por lo mucho que tardó en gritar.
Laila
Otoño de 1999
La idea de cavar el agujero fue de Mariam. Una mañana señaló una franja de tierra detrás del cobertizo.
—Podemos hacerlo ahí —indicó—. Es un buen sitio.
Se turnaron para ir hundiendo una pala en la tierra y así abrir el hueco. No pensaban hacerlo demasiado grande ni profundo, por lo que no creyeron que fuera a costarles tanto como luego les costó. Era ya el segundo año de sequía, que causaba estragos en todo el país. El invierno anterior apenas había nevado y luego no llovió en toda la primavera. Los campesinos abandonaban sus tierras resecas, vendían sus pertenencias y vagaban de aldea en aldea en busca de agua. Se iban a Pakistán o a Irán. Se instalaban en Kabul. Pero el nivel freático también era bajo en la ciudad, y los pozos más superficiales se habían secado. Las colas para sacar agua de los pozos más profundos eran largas, y Laila y Mariam se pasaban horas enteras esperando su turno. El río Kabul, sin sus periódicas inundaciones primaverales, estaba completamente seco, convirtiéndose en un retrete público, lleno de deposiciones humanas y desperdicios.
Así que cogieron la pala y la hundieron en la tierra una y otra vez, pero, requemado por el sol, el suelo estaba duro como la roca, compacto, casi petrificado, y no cedía a sus golpes.
Mariam había cumplido cuarenta años. Tenía el pelo canoso y lo llevaba recogido en la coronilla. Bajo los párpados destacaban unas profundas ojeras oscuras. Había perdido dos incisivos.
Uno se le había caído, el otro se lo había arrancado Rashid de un golpe por haber dejado caer accidentalmente a Zalmai. Tenía el rostro moreno y curtido por la cantidad de tiempo que se pasaban sentadas en el patio, bajo el sol abrasador, contemplando a Zalmai, que perseguía a su hermana Aziza.
Cuando terminaron de cavar el agujero, se quedaron mirándolo.
—Servirá —asintió Mariam.
Zalmai tenía dos años. Era un niño regordete de cabellos rizados. Tenía los ojos pequeños y castaños, y las mejillas sonrosadas, como Rashid, hiciera el tiempo que hiciera. El cabello también le nacía muy cerca de las cejas, espeso y en forma de media luna, como a su padre.
Cuando Laila estaba a solas con él, Zalmai se mostraba cariñoso, de buen humor y juguetón. Le gustaba encaramarse a los hombros de su madre y jugar al escondite en el patio, con ella y con Aziza. A veces, cuando estaba más tranquilo, le gustaba sentarse en el regazo de Laila para que le cantara. Su canción favorita era
Ulema Mohammad Yan.
Balanceaba los gordezuelos pies mientras ella le cantaba con los labios en los cabellos, y se unía a la canción al llegar al estribillo, cantando las palabras que conocía con su áspera voz:
Ven, vamos a Mazar, ulema Mohammad
yan,
a ver los campos de tulipanes, oh amado compa
ñ
ero.
A Laila le encantaban los besos húmedos que plantaba Zalmai en sus mejillas, los hoyuelos de sus codos y los dedos de los pies, tan redonditos. Le encantaba hacerle cosquillas, formar túneles con cojines y almohadas para que él pasara por debajo reptando, y contemplarlo mientras dormía entre sus brazos con una manita siempre aferrada a la oreja de su madre. Se le revolvía el estómago cuando recordaba aquella tarde, cuando se tumbó en el suelo con el radio de una rueda de bicicleta entre las piernas. Había estado a punto de hacerlo, y en ese momento le parecía inconcebible que hubiera llegado a pensarlo siquiera. Su hijo era una bendición y Laila había comprobado con alivio que sus miedos no tenían fundamento, pues amaba a Zalmai con todo su corazón, tanto como a Aziza.
Pero el niño adoraba a su padre, y por eso se transformaba siempre que Rashid andaba cerca para mimarlo y consentirlo. En su presencia, el pequeño siempre tenía a punto una sonrisa insolente o una risa desafiante, y se ofendía con facilidad. Era rencoroso. Persistía en su mal comportamiento aunque su madre le regañara, una actitud completamente distinta de la que mostraba en ausencia de Rashid.
El padre lo veía todo con buenos ojos. «Un signo de inteligencia», afirmaba. Y lo mismo opinaba de las imprudencias de su hijo: cuando se tragaba las canicas y luego las expulsaba con la caca; cuando encendía cerillas; cuando masticaba los cigarrillos de Rashid.
Al nacer Zalmai, Rashid lo había instalado en la cama que compartía con Laila. Le encargó una cuna nueva e hizo que le pintaran leones y leopardos agazapados en los lados. Le compró ropa nueva, sonajeros, biberones y pañales, aunque no podían permitírselo y los viejos de Aziza aún servían. Un día llegó a casa con un móvil a pilas, que colgó sobre la cuna. Consistía en unos pequeños abejorros negros y amarillos que pendían de un girasol y se arrugaban y pitaban al apretarlos. Cuando se encendía, sonaba una melodía.
—Creía que habías dicho que el negocio no iba bien —dijo Laila.
—Tengo amigos a los que puedo pedir prestado —replicó él en tono displicente.
—¿Y cómo les devolverás el dinero?
—Las cosas ya mejorarán. Como siempre. Mira, le gusta. ¿Lo ves?
La mayoría de los días, Laila se veía privada de su hijo. Rashid se lo llevaba a la tienda, y allí lo dejaba gatear bajo la atestada mesa de trabajo, jugar con las viejas suelas de goma y los trozos de cuero sobrantes. El hombre claveteaba los clavos de hierro y hacía girar la pulidora sin perderlo de vista. Si Zalmai hacía caer un estante lleno de zapatos, le reñía con calma, esbozando una media sonrisa. Si el niño repetía la travesura, Rashid dejaba el martillo, lo sentaba sobre la mesa y le hablaba tranquilamente.
Su paciencia con Zalmai era un pozo profundo que nunca se secaba.
Por la tarde volvían a casa, el niño con la cabeza apoyada en el hombro de su padre, oliendo los dos a cola y a cuero. Sonreían como con picardía, como los que comparten un secreto, como si se hubieran pasado todo el día en la oscura tienda tramando conspiraciones, en lugar de haber estado haciendo zapatos. A Zalmai le gustaba sentarse junto a su padre durante la cena para jugar con él, mientras Mariam, Laila y Aziza depositaban los platos sobre el
sofr
á
.
Se daban golpecitos en el pecho por turnos y soltaban risitas, se lanzaban migas de pan y se hablaban al oído para que ellas no los oyeran. Si la madre les dirigía la palabra, Rashid alzaba la vista disgustado por su inoportuna intromisión. Si pedía que le dejara coger a Zalmai, o peor aún, si el niño levantaba los brazos para que ella lo cogiera, el hombre la fulminaba con la mirada.
Laila se alejaba sintiéndose dolida.
Una noche, pocas semanas después de que el pequeño cumpliera dos años, Rashid se presentó en casa con un televisor y un reproductor de vídeo. El día había sido cálido, casi agradable, pero al atardecer había refrescado y la noche se presentaba fría y sin estrellas.
Rashid colocó el televisor sobre la mesa de la sala de estar y dijo que lo había comprado en el mercado negro.
—¿Otro préstamo? —preguntó Laila.
—Es un Magnavox.
Aziza entró en la sala de estar y, al ver el aparato, corrió hacia él.
—Cuidado, Aziza
yo
—le advirtió Mariam—. No lo toques.
Aziza tenía el cabello tan claro como su madre y también había heredado sus hoyuelos en las mejillas. Se había convertido en una niña tranquila y pensativa, con un comportamiento muy maduro para sus seis años. A Laila le maravillaba la forma de hablar de su hija, su ritmo y su cadencia, sus pausas reflexivas y sus entonaciones, como una voz adulta, tan dispar con el cuerpo inmaduro que la albergaba. Era Aziza la que, con desenfadada autoridad, había tomado a su cargo la tarea de despertar a Zalmai todos los días, vestirlo, darle el desayuno y peinarlo. Era ella quien lo ponía a dormir la siesta, la que actuaba como pacificadora, siempre comedida, de su imprevisible hermano. Al lado de éste, Aziza acostumbraba menear la cabeza con un gesto exasperado de asombrosa madurez.
Aziza apretó el botón de encendido del televisor. Rashid frunció el ceño, agarró a la niña por la muñeca y le puso la mano sobre la mesa con gran brusquedad.
—Este televisor es de Zalmai —dijo.
Aziza se fue hacia Mariam y se sentó en su regazo. Las dos eran inseparables. Con el beneplácito de Laila, Mariam había empezado a enseñar versículos del Corán a la niña. Aziza recitaba ya de memoria la surá de
ijlas
y la de
fatiha,
y sabía realizar los cuatro
ruqats
de la plegaría matinal.
—Es lo único que puedo darle —había dicho Mariam a Laila—: los rezos. Son las únicas posesiones que he tenido en mi vida.
Zalmai entró en la sala de estar. Rashid contempló a su hijo con ansia, igual que la gente espera los sencillos trucos de los magos callejeros. El pequeño tiró del cable del televisor, apretó los botones, apoyó las palmas sobre la pantalla. Cuando las levantó, la huella de sus manitas desapareció del cristal. Rashid sonrió con orgullo y siguió observando al niño, que apretaba las manos contra la pantalla y las levantaba una y otra vez.
Los talibanes habían prohibido la televisión. Habían roto cintas de vídeo públicamente y luego las habían enganchado a los postes de las vallas. Las parabólicas habían acabado colgadas de las farolas. Pero Rashid dijo que el hecho de que algo estuviera prohibido no significaba que no pudiera encontrarse.
—Mañana empezaré a buscar cintas de dibujos animados —dijo—. No será difícil. En los bazares clandestinos se encuentra de todo.
—Entonces quizá podrías conseguirnos un pozo nuevo —señaló Laila, y se ganó una mirada despectiva.
Más tarde, después de otro plato de arroz blanco sin acompañamiento alguno y de privarse nuevamente del té por culpa de la sequía, Rashid se fumó un cigarrillo y comunicó a Laila su decisión.
—No —dijo ella.
Rashid puntualizó que no se lo estaba consultando.
—Me da igual.
—Espera a oír toda la historia.
Rashid explicó que había pedido dinero a más amigos de lo que les había contado hasta entonces y que la tienda ya no daba para mantenerlos a los cinco.
—No te lo había dicho antes para que no te preocuparas. Además —añadió—, te sorprendería la cantidad de dinero que consiguen.
Laila volvió a decir que no. Estaban en la sala de estar. Mariam y los niños se encontraban en la cocina. Oyó el ruido de los platos, la risa aguda de Zalmai y a Aziza diciéndole algo a Mariam en su habitual tono firme y razonable.
—Habrá otros niños como ella, más pequeños incluso —insistió Rashid—. Todo el mundo en Kabul hace lo mismo.
Laila contestó que le daba igual lo que hicieran otras personas con sus hijos.
—La tendré vigilada —añadió Rashid, que empezaba a perder la paciencia—. Es un lugar seguro. Hay una mezquita al otro lado de la calle.
—¡No permitiré que conviertas a mi hija en una mendiga! —espetó Laila.
La bofetada sonó con fuerza cuando la palma de la gruesa mano de Rashid chocó con la mejilla de Laila, volviéndole la cara. También acalló los ruidos de la cocina. Por unos instantes, la casa quedó sumida en un absoluto silencio. Luego se oyó el ruido de pasos apresurados en el pasillo y Mariam y los niños entraron en la sala de estar, mirando a uno y a otro.
Entonces Laila le asestó un puñetazo.
Era la primera vez que golpeaba a alguien, sin contar los puñetazos que había intercambiado en broma con Tariq. Pero ésos habían sido golpes flojos, con los puños abiertos, tímidamente amistosos, cómoda expresión de inquietudes que resultaban emocionantes y desconcertantes a la vez. Se los lanzaba al músculo que Tariq llamaba «deltoides» con tono enterado.
Laila observó el arco que trazó su puño al hendir el aire, y notó cómo se arrugaba la piel basta y sin afeitar de Rashid bajo sus nudillos. Se oyó un sonido como el de un saco de arroz al caer al suelo. El golpe fue fuerte. El impacto hizo que el hombre se tambaleara y reculara dos pasos.
En el otro extremo de la habitación se oyó un gemido ahogado, un chillido y un grito. Laila no sabía a quién correspondía cada sonido. En ese momento, estaba demasiado sorprendida para darse cuenta de nada o para que le importara siquiera. Simplemente, necesitaba asimilar lo que había hecho. Cuando lo consiguió, estuvo a punto de sonreír. Estuvo a punto de sonreír de oreja a oreja cuando vio con asombro que Rashid abandonaba tranquilamente la sala de estar.