Read Mil Soles Esplendidos Online
Authors: Hosseini Khaled
Una voz nasal de hombre entonaba versículos del Corán en un casete. Las mujeres suspiraban, se sorbían la nariz y se removían en las sillas. Se oían toses ahogadas, murmullos y, de vez en cuando, alguien dejaba escapar un sollozo lastimero, muy teatral.
Entró la mujer de Rashid, Mariam, con un
hiyab
negro. Algunos mechones de pelo le caían sobre la frente. Se sentó frente a Laila.
Al lado de la muchacha,
mammy
no paraba de balancearse. Laila cogió la mano de su madre y se la puso sobre el regazo, cubriéndola con las suyas, pero ella no pareció darse cuenta.
—¿Quieres un poco de agua,
mammy
? —le dijo al oído—. ¿Tienes sed?
Pero ella no respondió. No hizo más que seguir meciéndose adelante y atrás, fijando en la alfombra su mirada remota y sin vida.
De vez en cuando, sentada junto a su madre, viendo las caras largas y acongojadas de la habitación, Laila era consciente de la desgracia que había golpeado a su familia. De las posibilidades que habían acabado por cumplirse, aplastando toda esperanza.
Pero ese sentimiento no duraba mucho. Le resultaba difícil sentir, sentir de verdad, la pérdida que había sufrido su madre. Le costaba sentirse apenada, lamentar la muerte de personas que en realidad nunca le habían parecido que estuvieran vivas. Para ella, Ahmad y Nur siempre habían sido como una leyenda. Como personajes de una fábula. Como reyes de un libro de historia.
Sólo Tariq era real, de carne y hueso. Tariq le había enseñado palabrotas en pastún. A Tariq le gustaban las hojas de trébol con sal, y fruncía el ceño y emitía un pequeño gemido cuando masticaba, y debajo de la clavícula izquierda tenía una marca de nacimiento rosada que recordaba la forma de una mandolina vuelta del revés.
Así que Laila permaneció sentada junto a su madre, lamentándose por la muerte de Ahmad y Nur, como era su obligación; pero, en su corazón, su verdadero hermano estaba sano y salvo.
Mammy
empezó a sufrir las dolencias que la aquejarían durante el resto de su vida. Jaquecas, dolores en el pecho y las articulaciones, sudoraciones nocturnas, punzadas en los oídos que la dejaban paralizada y bultos que nadie más notaba.
Babi
la llevó a un médico que le hizo análisis de sangre y orina, además de varias radiografías, pero no halló enfermedad física alguna.
Se pasaba casi todo el día en la cama. Vestía de negro. Se tiraba del pelo y se mordía el lunar que tenía bajo el labio. Cuando estaba despierta, Laila la encontraba vagando por la casa. Siempre acababa en la habitación de su hija, como si tarde o temprano fuera a encontrar a sus hijos sólo con que siguiera entrando en la habitación donde en otro tiempo ellos habían dormido y habían hecho pedorretas y guerras de almohadas. Pero lo único que encontraba indefectiblemente era su ausencia. Y a Laila. Y ésta acabó convenciéndose de que para su madre ambas cosas habían acabado siendo lo mismo.
La única tarea que
mammy
jamás descuidaba eran las cinco plegarias
namaz.
Terminaba cada una de ellas con la cabeza inclinada y las manos en alto, delante del rostro y vueltas hacia arriba, musitando una plegaria a Dios para que concediera la victoria a los muyahidines. Laila tenía que ocuparse de casi todas las tareas domésticas. Si no limpiaba, acababa encontrándose ropa, zapatos, bolsas de arroz abiertas, latas de judías y platos sucios esparcidos por todas partes. Lavaba la ropa de su madre y le cambiaba las sábanas. La convencía para que saliera de la cama para bañarse y comer. Planchaba las camisas de
babi
y le doblaba los pantalones. Y también se ocupaba de cocinar cada vez con mayor frecuencia.
A veces, después de terminar las tareas, Laila se tumbaba en la cama junto a su madre. La abrazaba, entrelazaba sus dedos con los de ella y hundía el rostro entre sus cabellos. Entonces
mammy
se agitaba y musitaba algo. Inevitablemente, acababa contándole una historia sobre sus hermanos.
Un día, estando así tumbadas,
mammy
dijo:
—Ahmad iba a ser un líder. Tenía carisma. Hombres que le doblaban la edad lo escuchaban con respeto, Laila. Era digno de verse. Y Nur. Oh, mi Nur. Siempre estaba dibujando puentes y edificios. Iba a ser arquitecto, ¿sabes? Iba a transformar Kabul con sus proyectos. Y ahora los dos son
shahid,
mis dos niños son mártires.
Laila la escuchaba, esperando que se diera cuenta de que ella no se había convertido en un
shahid,
que estaba viva, allí, tumbada a su lado, que tenía esperanzas y un futuro por delante. Sin embargo, Laila sabía que su futuro no podía rivalizar con el pasado de sus hermanos. La habían eclipsado cuando estaban vivos, y la borrarían por completo en su muerte.
Mammy
se había convertido en la conservadora del museo de su vida y Laila no era más que una mera visitante, un receptáculo para su mito. El pergamino sobre el que
mammy
quería escribir su leyenda.
—El mensajero que vino a traernos la noticia dijo que, cuando llevaron a los chicos de vuelta al campamento, Ahmad Sha Massud en persona presidió el funeral y pronunció una plegaria por ellos ante su tumba. Fíjate cómo eran tus jóvenes y valientes hermanos, Laila, que hasta el comandante Massud en persona, el León de Panyshir, que Dios lo bendiga, presidió su funeral.
Mammy
se tumbó de espaldas y Laila cambió de postura para descansar la cabeza sobre el pecho de su madre.
—Algunos días —prosiguió
mammy
con voz ronca—, escucho el tictac del reloj del pasillo. Entonces pienso en todos los segundos y minutos y horas y días y semanas y meses y años que me esperan. Y todos sin mis hijos. Y entonces no puedo respirar, como si alguien me aplastara el corazón con los pies, Laila. Y me siento tan débil que lo único que deseo es tirarme en alguna parte.
—Ojalá pudiera hacer algo —dijo Laila con sinceridad, pero sus palabras sonaron trilladas, superficiales, como el consuelo simbólico de un amable desconocido.
—Eres una buena hija —murmuró
mammy
tras emitir un hondo suspiro—. Y yo no he sido demasiado buena madre para ti.
—No digas eso.
—Oh, es cierto. Lo sé y lo lamento, cariño mío.
—
Mammy?
—Mm.
Laila se sentó y miró a su madre, que ahora tenía mechones grises. Y le sorprendió comprobar lo mucho que había adelgazado, cuando siempre había sido más bien regordeta. Tenía las mejillas hundidas. La blusa le colgaba de los hombros y se le había formado un hueco entre el cuello y la clavícula. En más de una ocasión Laila había visto cómo le resbalaba la alianza en el dedo.
—Quería preguntarte una cosa.
—¿Qué?
—Tú no... —empezó.
Laila lo había hablado con Hasina. Por sugerencia de su amiga, ambas habían vaciado el tubo de aspirinas por la alcantarilla, habían escondido los cuchillos de cocina y los pinchos de kebab bajo la alfombra que había debajo del sofá. Hasina había encontrado una cuerda en el patio. Y cuando
babi
buscó sin éxito sus cuchillas de afeitar, Laila tuvo que confesarle sus temores.
Babi
se sentó en el borde del sofá con las manos entre las rodillas. Laila esperaba de su padre alguna frase tranquilizadora, pero sólo obtuvo una mirada perpleja y hueca.
—Tú no...
Mammy,
tengo miedo de que...
—Lo pensé la noche que recibimos la noticia —admitió su madre—. No te mentiré, también lo he pensado otras veces. Pero no. No te preocupes, Laila. Quiero ver el sueño de mis hijos convertido en realidad. Quiero ver el día en que los soviéticos vuelvan a su país deshonrados, el día en que los muyahidines entren en Kabul victoriosos. Quiero estar aquí cuando eso ocurra, cuando Afganistán sea libre, porque así también mis hijos lo verán. Yo seré sus ojos.
Mammy
se durmió enseguida, dejando a Laila debatiéndose entre emociones contradictorias: tranquilizada porque su madre quería seguir viviendo, pero dolida porque la razón no era ella. Nunca dejaría una huella indeleble, como habían hecho sus hermanos, porque el corazón de su madre era como una playa donde las huellas de Laila se borrarían siempre bajo las olas de su dolor, que crecían y se estrellaban contra la arena, una y otra vez.
El taxi se detuvo para dejar que pasara otro largo convoy de
jeeps
y vehículos blindados soviéticos. Tariq se inclinó hacia el taxista y gritó:
—
Payalusta! Payalusta!
Un
jeep
hizo sonar el claxon y el muchacho lo saludó con un silbido, sonriendo y agitando las manos alegremente.
—¡Estupendos rifles! —gritó—. ¡
Jeeps
fabulosos! ¡Magnífico ejército! ¡Qué lástima que os estén ganando unos campesinos con hondas!
Cuando el convoy se alejó, el taxi volvió a incorporarse a la carretera.
—¿Cuánto falta? —preguntó Laila.
—Una hora como mucho —respondió el taxista—. Salvo que encontremos más convoyes o puestos de control.
Laila,
babi
y Tariq habían salido de excursión. Hasina también habría querido ir, y de hecho se lo había rogado a su padre, pero él se había negado. La idea había sido de
babi.
Aunque con su sueldo difícilmente podía permitírselo, había alquilado un taxi para todo el día. No quiso decirle a Laila cuál era su destino, salvo que contribuiría a su educación.
Estaban en la carretera desde las cinco de la mañana. A través de la ventanilla de Laila, el paisaje cambiaba de los picos nevados a los desiertos, los cañones y las formaciones rocosas abrasadas por el sol. A lo largo del camino, encontraron casas de adobe con techo de paja y campos en los que se esparcían las balas de trigo segado. Aquí y allá, en medio de labrantíos polvorientos, Laila reconoció las negras tiendas de los nómadas kuchi. Y con frecuencia aparecían también los armazones calcinados de tanques soviéticos y helicópteros derribados. Aquél, pensó, era el Afganistán de Ahmad y Nur. En las provincias era, al fin y al cabo, donde se libraba la guerra; no en Kabul, donde reinaba una paz relativa. De no ser por las ocasionales ráfagas de disparos, los soldados soviéticos que fumaban en las aceras y los
jeeps
soviéticos que recorrían las calles, en Kabul la guerra no habría parecido más que un rumor.
Ya era casi mediodía cuando llegaron a un valle después de superar otros dos controles.
Babi
pidió a Laila que se inclinara para ver una serie de muros rojos de aspecto antiguo que se alzaban a lo lejos.
—Eso es Shahr-e-Zohak. La Ciudad Roja. Antes era una fortaleza. La construyeron hace unos novecientos años para defender el valle de los invasores. El nieto de Gengis Kan la atacó en el siglo XIII, pero lograron acabar con él. Tuvo que ser Gengis Kan en persona quien la destruyera.
—Y ésa, mis jóvenes amigos, es la historia de nuestro país: una invasión tras otra —intervino el taxista, echando la ceniza del cigarrillo por la ventanilla—. Macedonios, sasánidas, árabes, mongoles. Y ahora, los soviéticos. Pero nosotros somos como esas murallas, maltrechas y no demasiado bonitas, pero seguimos en pie. ¿No es cierto,
badar?
—Cierto —convino
babi.
Media hora más tarde, el taxista aparcó el vehículo.
—Vamos, salid —indicó
babi
—. Venid a echar un vistazo.
Los dos niños bajaron del coche.
—Ahí están. Mirad —dijo
babi,
señalando.
Tariq dejó escapar un grito ahogado. Laila también, y supo entonces que no volvería a ver cosa igual aunque viviera cien años.
Los dos budas eran enormes, y alcanzaban una altura mucho mayor de lo que ella había imaginado por las fotos. Tallados en una pared rocosa blanqueada por el sol, los contemplaban desde lo alto tal como habían contemplado las caravanas que atravesaban el valle siguiendo la Ruta de la Seda, casi dos mil años antes. A ambos lados de las estatuas, en toda la extensión del nicho se abrían multitud de cuevas en la pared rocosa.
—Me siento muy pequeño —murmuró Tariq.
—¿Queréis subir? —preguntó
babi.
—¿A las estatuas? —dijo Laila—. ¿Se puede?
Su padre sonrió y le tendió la mano.
—Vamos.
La ascensión fue difícil para Tariq, que hubo de sujetarse a Laila y a
babi.
Los tres subieron lentamente por la escalera angosta, sinuosa y escasamente iluminada. Fueron viendo las negras bocas de las cuevas a lo largo del camino, y un laberinto de túneles que perforaban la pared rocosa en todas direcciones.
—Cuidado dónde ponéis los pies —dijo
babi,
y su voz produjo un sonoro eco—. El suelo es peligroso.
En algunas partes, la escalera se abría a la cavidad de los budas.
—No miréis hacia abajo, niños. Mirad hacia delante todo el rato.
Mientras subían,
babi
les contó que en otros tiempos Bamiyán había sido un floreciente centro budista, hasta que cayó en manos de los árabes islámicos en el siglo IX. Las paredes de arenisca eran el hogar de los monjes budistas, que abrían cuevas en la roca para vivir en ellas y ofrecerlas como santuario a los cansados peregrinos. Los monjes, añadió, pintaban hermosos frescos en los techos y las paredes de sus cuevas.
—En cierto momento —explicó—, llegó a haber cinco mil monjes viviendo en estas cuevas como eremitas.
Tariq resollaba cuando llegaron a lo más alto.
Babi
también jadeaba, pero sus ojos brillaban de emoción.
—Estamos justo encima de las cabezas —señaló, secándose la frente con un pañuelo—. Desde ese saliente podemos asomarnos.
Se acercaron muy despacio al escarpado antepecho y los tres muy juntos, con el adulto en el centro, contemplaron el valle.
—¡Mirad eso! —exclamó Laila.
Su padre sonrió.
El valle de Bamiyán estaba alfombrado de fértiles campos de cultivo.
Babi
les contó que eran de trigo de invierno y alfalfa, y también de patatas. Los campos estaban bordeados de álamos y atravesados por arroyos y acequias, en cuyas orillas vieron diminutas figuras femeninas arrodilladas haciendo la colada. El padre de Laila señaló los arrozales y los campos de cebada que cubrían las lomas. Era otoño, y la muchacha divisó varias personas que, vestidas con vistosas túnicas, ponían a secar las cosechas en las azoteas de sus casas de adobe. La carretera principal que atravesaba el pueblo también estaba flanqueada de álamos. En ella había pequeñas tiendas, casas de té y barberos que trabajaban en ambas aceras. Más allá del pueblo, del río y los arroyos, Laila vio el pie de las colinas, árido y pardo, y más allá todavía, el Hindú Kush con sus cumbres nevadas, que formaba parte del horizonte de Afganistán.