Read Mil Soles Esplendidos Online
Authors: Hosseini Khaled
—¿Y tú? —había preguntado Laila—. ¿Te sientes despreciado,
bab
?
Él se había limpiado las gafas con el borde de la camisa antes de contestar.
—Para mí, todo eso de yo soy tayiko y tú eres pastún y él es hazara y ella es uzbeka no son más que tonterías, y muy peligrosas, por cierto. Todos somos afganos, y eso es lo que debería importarnos. Pero cuando un grupo gobierna a los demás durante tanto tiempo... Hay desprecio, rivalidades. Las hay ahora. Siempre las ha habido.
Tal vez fuera así. Pero Laila nunca tenía esa impresión cuando estaba en casa de Tariq, donde tales cuestiones no se planteaban. Los ratos que pasaba con la familia de Tariq siempre le parecían naturales, fáciles, y nunca surgía complicación alguna por culpa de las diferencias tribales o idiomáticas, ni por los rencores y resentimientos que contaminaban el aire en su hogar.
—¿Te apetece jugar a las cartas? —preguntó Tariq.
—Sí, id arriba —sugirió su madre, dando manotazos para disipar la nube de humo de su marido con aire de desaprobación—. Yo prepararé el
shorwa.
Los dos niños se tumbaron en el suelo del dormitorio de Tariq y se pusieron a jugar al
panypar.
Tariq le contó su viaje, balanceando el pie. Habló de los jóvenes melocotoneros que había ayudado a plantar a su tío y de una culebra que había atrapado en el jardín.
Aquélla era la habitación donde ambos hacían los deberes, donde construían torres de naipes y dibujaban caricaturas el uno del otro. Si llovía, se apoyaban en el alféizar de la ventana y bebían Fanta de naranja caliente, mientras contemplaban los goterones de lluvia que se deslizaban por el cristal.
—Vale, me sé una adivinanza —dijo Laila, cambiando de postura—. ¿Qué da la vuelta al mundo, pero siempre se queda en un rincón?
—Espera. —Tariq se incorporó y se quitó la pierna ortopédica, la izquierda. Hizo una mueca de dolor y se tumbó de lado, apoyándose en el codo—. Pásame ese cojín. —Se colocó el almohadón bajo la pierna—. Así está mejor.
Laila recordó la primera vez que Tariq le había mostrado su muñón. Entonces ella tenía seis años. Con un dedo había apretado la piel lisa y reluciente del muñón, justo por debajo de la rodilla izquierda. El dedo había detectado pequeños bultos duros aquí y allá, y Tariq le había explicado que eran espolones de hueso que a veces crecían tras una amputación. Ella le había preguntado si le dolía, y él le había explicado que al final del día en ocasiones se le hinchaba y no encajaba bien en la prótesis, como un dedo en un dedal. «También me escuece, sobre todo cuando hace calor. Entonces me salen sarpullidos y ampollas, pero mi madre tiene cremas para aliviarme. No hay para tanto.» Laila se había echado a llorar. «¿Por qué lloras? —protestó Tariq, que había vuelto a ponerse la pierna ortopédica—. ¡Eres tú quien me ha pedido verlo,
giryanok,
llorona! Si hubiera sabido que te ibas a poner a berrear, no te lo habría enseñado», había acabado diciendo.
—Un sello.
—¿Qué?
—La adivinanza. La respuesta es un sello. Deberíamos ir al zoo después de comer.
—Ya te la sabías, ¿verdad?
—Desde luego que no.
—Eres un tramposo.
—Y tú una envidiosa.
—¿De qué?
—De mi inteligencia masculina.
—¿Tu inteligencia masculina? ¿En serio? Dime, ¿quién gana siempre al ajedrez?
—Es porque te dejo ganar. —Tariq se echó a reír. Ambos sabían que no era cierto.
—¿Y quién suspendió matemáticas? ¿A quién le pides ayuda con los deberes de matemáticas, a pesar de que estás en un curso superior?
—Estaría dos cursos por delante de ti si las matemáticas no me aburrieran.
—Y supongo que la geografía también te aburre.
—¿Cómo lo sabes? Bueno, calla ya. ¿Vamos al zoo o no?
Laila sonrió.
—Sí, vamos.
—Bien.
—Te he echado de menos.
Se produjo un silencio. Luego Tariq se volvió hacia ella con una expresión que oscilaba entre una sonrisa y una mueca de desagrado.
—¿Qué te pasa?
¿Cuántas veces se habían preguntado lo mismo Hasina, Giti y ella, pensó Laila, y lo habían dicho sin vacilar, después de apenas dos o tres días sin verse? «Te he echado de menos, Hasina.» «Oh, yo a ti también.» Con la mueca de Tariq, Laila aprendió que los chicos eran diferentes de las chicas en aquel aspecto. No hacían ostentación de su amistad. No sentían la necesidad de hablar de esas cosas. Laila imaginó que también sus hermanos serían así. Los chicos, comprendió, se planteaban la amistad de la misma forma que el sol: daban por sentada su existencia y disfrutaban de su resplandor, pero nunca lo contemplaban directamente.
—Sólo quería fastidiarte —dijo.
—Pues ha funcionado —replicó Tariq, mirándola de reojo.
Pero a Laila le pareció que su mueca se había suavizado. Y también le dio la impresión de que el tono de sus mejillas había subido de intensidad momentáneamente.
Laila no pensaba contárselo. De hecho, había llegado a la conclusión de que sería muy mala idea. Alguien saldría herido, porque Tariq sería incapaz de pasarlo por alto. Pero cuando más tarde salieron a la calle en dirección a la parada del autobús, Laila volvió a ver a Jadim apoyado contra una pared, rodeado de sus amigos y con los pulgares metidos en las presillas del pantalón, dedicándole una sonrisa desafiante.
Y entonces ella se lo contó. Todo lo sucedido le salió por la boca antes de que acertara a contenerlo.
—¿Que hizo qué?
Laila se lo repitió.
Tariq señaló a Jadim.
—¿Él? ¿Fue él? ¿Estás segura?
—Estoy segura.
Tariq apretó los dientes y masculló algo en pastún que Laila no entendió.
—Espera aquí —ordenó en farsi.
—No, Tariq...
Pero él ya estaba cruzando la calle.
Jadim fue el primero en verlo. Se le borró la sonrisa y se apartó de la pared. Sacó los pulgares de las presillas y se irguió, adoptando un afectado aire de amenaza. Los otros chicos siguieron su mirada.
Laila deseó haber callado. ¿Y si se ponían todos de parte de Jadim? ¿Cuántos había...? ¿Diez, once, doce? ¿Y si le hacían daño?
Tariq se detuvo a unos pasos de Jadim y su banda. A Laila le pareció que se tomaba un momento para reflexionar, tal vez para cambiar de opinión, y cuando él se agachó, imaginó que fingiría que se le había desatado el cordón del zapato y que luego volvería a su lado. Pero no fue eso lo que hizo Tariq, y entonces Laila lo comprendió todo.
Los otros también lo comprendieron al ver que Tariq se enderezaba sobre una sola pierna, se dirigía hacia Jadim a la pata coja, y luego se abalanzaba sobre él, blandiendo la pierna ortopédica como si de una espada se tratara.
Los demás chicos se apartaron rápidamente para dejarle libre el camino.
Entonces todo se convirtió en polvo, puñetazos, patadas y gritos.
Jadim no volvió a molestar a Laila nunca más.
•••
Esa noche, como la mayoría de las noches, Laila puso la mesa sólo para dos.
Mammy
dijo que no tenía hambre. Cuando sí tenía hambre, siempre se llevaba el plato a su habitación antes incluso de que
babi
llegara de trabajar. Solía estar ya dormida o tumbada en la cama, despierta, cuando Laila y
babi
se sentaban a cenar.
Babi
salió del cuarto de baño con el pelo —que traía blanco de harina al llegar a casa— limpio y peinado hacia atrás.
—¿Qué hay para cenar, Laila?
—Sopa
aush
que sobró de ayer.
—Estupendo —dijo él, doblando la toalla con la que se había secado el cabello—. ¿Y en qué vas a trabajar hoy? ¿Suma de fracciones?
—No; pasar fracciones a números mixtos.
—Ah, muy bien.
Todas las noches, después de cenar,
babi
ayudaba a Laila con los deberes y le ponía otros. Sólo lo hacía para que Laila fuera un poco más adelantada que el resto de su clase, no porque desaprobara el programa del colegio, a pesar de toda la propaganda. De hecho,
babi
pensaba que, irónicamente, los comunistas sólo habían actuado bien —o al menos lo habían intentado— en el terreno educativo, precisamente la vocación de la que lo habían expulsado. Y sobre todo, en lo referente a la educación femenina. El gobierno había subvencionado clases de alfabetización para todas las mujeres. Y ahora, según afirmaba
babi,
casi dos tercios de las matrículas en la Universidad de Kabul correspondían a mujeres. Mujeres que estudiaban derecho, medicina, ingeniería.
—Las mujeres siempre lo han tenido difícil en este país, Laila, pero seguramente son más libres ahora, bajo el régimen comunista, y tienen más derechos que nunca —decía
babi,
siempre bajando la voz, consciente de la intransigencia de
mammy
con respecto a cualquier comentario positivo sobre los comunistas, por nimio que fuera—. Pero es cierto, ahora es un buen momento para ser mujer en Afganistán. Y tú puedes aprovecharlo, Laila. Por supuesto, la libertad de las mujeres —y aquí meneó la cabeza, apesadumbrado— fue también una de las razones por las que la gente empuñó las armas ahí fuera.
Al decir «ahí fuera» no se refería a Kabul, que siempre había sido una ciudad relativamente liberal y progresista. En la capital había profesoras universitarias, directoras de escuelas, funcionarias del gobierno. No,
babi
se refería a las áreas tribales, sobre todo a las regiones pastunes del sur o del este, cerca de la frontera con Pakistán, donde raras veces se veían mujeres por la calle, si no era con burka y acompañadas por algún varón. Se refería a las regiones donde los hombres que vivían de acuerdo con antiguas leyes tribales se habían sublevado contra los comunistas y sus decretos orientados a liberar a las mujeres, abolir los matrimonios forzados, elevar a dieciséis años la edad mínima de las jóvenes para casarse. Allí, los hombres consideraban un insulto a sus tradiciones ancestrales, decía
babi,
que el gobierno —un gobierno ateo, por añadidura— les dijera que sus hijas debían abandonar el hogar para ir a estudiar y trabajar rodeadas de hombres.
—¡Dios nos libre! —solía exclamar
babi
sarcásticamente. Luego suspiraba y añadía—: Laila, cariño mío, el único enemigo al que un afgano no puede derrotar es a sí mismo.
Babi
se sentó a la mesa y mojó pan en su cuenco de
aush.
Laila decidió que le contaría lo que Tariq había hecho a Jadim durante la cena, antes de ponerse con las fracciones. Pero finalmente no tuvo oportunidad de hacerlo, porque justo entonces llamaron a la puerta y un desconocido se presentó en su casa con noticias.
—Tengo que hablar con tus padres,
dojtar yan
—dijo el hombre cuando Laila le abrió la puerta. Era robusto, de facciones angulosas y tez curtida. Llevaba un abrigo del color de la patata y un
pakol
de lana marrón en la cabeza.
—¿Puedo saber quién pregunta por ellos?
La mano de
babi
se posó entonces sobre el hombro de Laila, apartándola suavemente de la puerta.
—¿Por qué no vas arriba, Laila? Ve.
Cuando se dirigía a la escalera, Laila oyó al visitante decir a
babi
que tenía noticias de Panyshir.
Mammy
había bajado. Se tapaba la boca con una mano y sus ojos pasaban por encima de
babi
para detenerse en el hombre del
pakol.
Laila espió desde lo alto de la escalera. Vio que el desconocido se sentaba con sus padres y se inclinaba hacia ellos. Pronunció unas palabras en voz baja. Entonces
babi
se quedó blanco como el papel, cada vez más blanco, y se miró las manos, y
mammy
empezó a chillar y chillar y a tirarse del pelo.
A la mañana siguiente, el día del
fatiha,
un tropel de vecinas irrumpió en la casa y se ocupó de los preparativos del
jatm
que se celebraría después del funeral.
Mammy
se pasó la mañana sentada en el sofá estrujando un pañuelo entre los dedos, con el rostro abotargado. La atendían un par de mujeres llorosas que se turnaban para darle palmaditas cautelosas en la mano, como si
mammy
fuera la muñeca más preciosa y frágil del mundo, aunque ella no parecía consciente de su presencia.
Laila se arrodilló ante su madre y le cogió las manos.
—
Mammy.
Su madre bajó la mirada. Parpadeó.
—Nosotros nos ocuparemos de ella, Laila
yan
—señaló una de las mujeres con aire de suficiencia.
Laila había asistido a funerales en los que había mujeres como aquéllas, mujeres que disfrutaban con todo lo que se relacionaba con la muerte, consoladoras oficiales que no permitían que nadie se entrometiera en lo que consideraban su deber.
—Nosotras nos ocupamos de todo. Tú ve a hacer alguna otra cosa, niña. Deja tranquila a tu madre.
Al verse marginada, Laila se sintió inútil. Fue pasando de una habitación a otra. Se entretuvo un rato en la cocina. Una alicaída Hasina, lo que no era normal en ella, se presentó con su madre. También llegaron Giti y la suya. Cuando Giti vio a Laila, se precipitó hacia ella, la rodeó con sus flacos brazos y le dio un largo abrazo con una fuerza sorprendente. Cuando se apartó, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Lo siento mucho, Laila —dijo.
Ella le dio las gracias. Las tres niñas se sentaron en el patio hasta que una de las mujeres les encomendó la tarea de lavar vasos y poner platos en la mesa.
También
babi
salía y entraba de la casa sin ton ni son, como si buscara algo que hacer.
—Que no se acerque a mí —era lo único que había dicho
mammy
en toda la mañana.
Babi
acabó sentándose solo en una silla plegable del pasillo, con aspecto desolado y encogido. Luego una de las mujeres le dijo que allí estorbaba.
Babi
se disculpó y se metió en su estudio.
Por la tarde, los hombres fueron a Karté Sé, a un salón que
babi
había alquilado para el
fatiha.
Las mujeres se dirigieron a la casa. Laila ocupó su lugar junto a su madre, cerca de la puerta de la sala de estar, donde era costumbre que se sentara la familia del difunto. La gente se quitaba los zapatos en la puerta, saludaba con inclinaciones de cabeza a los conocidos al cruzar la habitación, y se sentaba en sillas plegables dispuestas a lo largo de las paredes. Laila vio a Wayma, la anciana comadrona que había asistido a su nacimiento. Vio también a la madre de Tariq, con un pañuelo negro sobre la peluca, quien la saludó con un gesto y lentamente esbozó una triste sonrisa con los labios apretados.