Read Mil Soles Esplendidos Online
Authors: Hosseini Khaled
—No debería haberla dejado. Debería...
—Basta. Esos pensamientos no te hacen ningún bien, Mariam
yo.
¿Me oyes, niña? Ningún bien. Te destruirán. No fue culpa tuya. No fue culpa tuya. No.
Mariam asintió, pero, a pesar de que deseaba creerlo con todas sus fuerzas, no consiguió convencerse.
Una tarde, una semana después, llamaron a su puerta y acto seguido entró en la habitación una mujer alta. Tenía piel blanca, cabello rojizo y largos dedos.
—Soy Afsun —dijo—. La madre de Nilufar. ¿Por qué no te lavas y bajas, Mariam?
Ella respondió que prefería quedarse en su habitación.
—No,
na fahimidi,
no lo entiendes. Es preciso que bajes. Tenemos que hablar contigo. Es importante.
Frente a ella tenía a Yalil y sus esposas, sentados a la larga mesa marrón oscuro. En el centro del tablero había un jarrón de cristal con caléndulas recién cortadas y una jarra de barro llena de agua. La mujer pelirroja que se había presentado como madre de Nilufar, Afsun, estaba sentada a la derecha de Yalil. Las otras dos, Jadiya y Nargis, se sentaban a su izquierda. Las tres llevaban un finísimo pañuelo negro, pero no en la cabeza sino anudado al cuello, como si se les hubiera ocurrido ponérselo en el último momento. Mariam, que no creía que llevaran luto por Nana, imaginó que tal vez una de ellas, o quizá Yalil, había sugerido que se lo pusieran antes de llamarla.
Afsun sirvió agua de la jarra y dejó el vaso delante de Mariam, sobre un salvamanteles de tela a cuadros.
—Apenas ha llegado la primavera y ya hace calor —comentó. Luego se abanicó con la mano.
—¿Estás cómoda en tu habitación? —preguntó Nargis, que tenía barbilla pequeña y cabellos negros y rizados—. Esperamos que hayas estado a gusto. Esta... experiencia debe de ser terrible para ti. Muy difícil.
Las otras dos asintieron. Mariam vio sus frentes arrugadas, sus leves sonrisas comprensivas. Notaba un desagradable zumbido en los oídos. Le ardía la garganta. Bebió un poco de agua.
A través del ventanal que Yalil tenía a su espalda, Mariam veía una hilera de manzanos en flor. En la pared, junto a la ventana, había un aparador de madera oscura. En él destacaban un reloj y una foto enmarcada de Yalil y tres niños que sujetaban un pez. El sol se reflejaba en las escamas. Yalil y los niños sonreían.
—Bueno —empezó Afsun—. Yo... es decir, nosotros... te hemos llamado porque tenemos una buena noticia que darte.
Mariam alzó la vista.
Advirtió entonces un intercambio de miradas entre las mujeres por encima de Yalil, que estaba hundido en su silla, contemplando la jarra de agua sin verla. Fue Jadiya, que parecía la mayor de las tres, quien miró directamente a Mariam, y ésta tuvo la impresión de que también aquello se había discutido y acordado entre ellas antes de llamarla.
—Tienes un pretendiente —soltó Jadiya.
Mariam notó que se le formaba un nudo en el estómago.
—¿Qué...? —dijo, notando de repente que los labios no le respondían.
—Un
jastegar.
Un pretendiente. Se llama Rashid —prosiguió Jadiya—. Es amigo de un conocido de tu padre por negocios. Es pastún, de Kandahar, pero vive en Kabul, en el distrito Dé Mazang, en una casa de dos pisos de su propiedad.
—Y habla farsi, como nosotros y como tú —añadió Afsun, asintiendo con la cabeza—. Así que no tendrás que aprender pastún.
Mariam notaba una opresión en el pecho. La habitación le daba vueltas y el suelo se movía bajo sus pies.
—Es zapatero —prosiguió Jadiya—, pero no uno de esos vulgares
muchi
callejeros; eso no. Tiene su propia tienda, y es uno de los zapateros más solicitados de Kabul. Hace zapatos para diplomáticos y miembros de la familia del presidente, para lo mejor de la sociedad. Así que, ya ves, no tendrá ningún problema para mantenerte.
Mariam miró fijamente a Yalil. El corazón le latía desbocado.
—¿Es eso cierto? ¿Es cierto lo que dice?
Pero él no la miraba. Seguía con la vista fija en la jarra de agua, mordiéndose el labio inferior por un lado.
—Bueno, es un poco mayor que tú —intervino Afsun—. Pero no puede tener más de... cuarenta. Cuarenta y cinco como mucho. ¿No crees, Nargis?
—Sí. Pero he visto a niñas de nueve años a las que han casado con hombres veinte años más viejos que tu pretendiente, Mariam. Nos ha pasado a todas. ¿Cuántos años tienes? ¿Quince? La edad perfecta para que una joven se case.
Estas palabras suscitaron entusiastas asentimientos. A Mariam no se le escapó el detalle de que no se mencionaba a sus hermanastras Saidé y Nahid, ambas de su misma edad, ambas alumnas de la escuela Mehri de Herat, y ambas preparándose para asistir a la Universidad de Kabul. Evidentemente, quince años no era la edad perfecta para que ellas contrajeran matrimonio.
—Además —continuó Nargis—, también él ha sufrido una gran pérdida. Su mujer, según nos han dicho, murió de parto hace diez años. Y luego, hace tres años, su hijo se ahogó en un lago.
—Es muy triste, sí. Lleva varios años buscando esposa, pero no ha encontrado la joven adecuada hasta ahora.
—No quiero —declaró Mariam, y miró a Yalil—. No quiero casarme. No me obligues. —Detestó el tono lloroso y suplicante de su voz, pero no pudo evitarlo.
—Vamos, sé razonable, Mariam —dijo una de las esposas.
Mariam ya no respondía a quien le hablaba. Tenía la vista fija en su padre, esperando a que interviniera, a que dijera que nada de todo aquello era cierto.
—No puedes pasarte el resto de tu vida aquí.
—¿No quieres tener una familia propia?
—Has de seguir adelante.
—Es cierto que sería preferible que te casaras con alguien de aquí, con un tayiko, pero Rashid es un próspero hombre de negocios y está interesado, en ti. Tiene casa y un buen trabajo. Eso es lo que realmente importa, ¿no? Y Kabul es una ciudad muy bonita y animada. Puede que no vuelva a presentarse una oportunidad como ésta.
Mariam volvió su atención hacia las esposas.
—Viviré con el ulema Faizulá —adujo—. Él me aceptará en su casa. Lo sé.
—No es una buena idea —replicó Jadiya—. Es viejo y demasiado... —Buscó la palabra adecuada.
Mariam comprendió que en realidad quería decir que estaba demasiado cerca. Comprendió qué se proponía. «Puede que no vuelva a presentarse una oportunidad como ésta.» Sobre todo para ellas. Su nacimiento las había deshonrado, y ahora tenían la ocasión de borrar de un plumazo el último vestigio del escandaloso error de su marido. Querían enviarla lejos, porque era la encarnación de su vergüenza.
—Es demasiado viejo y débil —acabó diciendo Jadiya—. ¿Y qué harás cuando muera? Serías una carga para su familia.
«Como ahora lo eres para nosotros.» Mariam casi vio esas palabras no pronunciadas saliendo de los labios de Jadiya, como una nube de vaho al respirar en un día gélido.
Mariam se imaginó a sí misma en Kabul, una ciudad grande, desconocida y llena de gente que, según le había dicho Yalil en una ocasión, se hallaba a unos seiscientos cincuenta kilómetros al este de Herat. Seiscientos cincuenta kilómetros. Mariam nunca se había alejado del
kolba
más de los dos kilómetros que había recorrido a pie para llegar a la casa de Yalil. Se imaginó viviendo allí, en Kabul, al final de esa inconcebible distancia, en la casa de un desconocido, donde debería someterse a sus estados de ánimo y sus exigencias. Tendría que limpiar para ese hombre, Rashid, cocinar para él, lavarle la ropa. Y habría otras obligaciones, además... Nana le había contado lo que los maridos hacían con sus mujeres. Era el pensamiento de esa intimidad en particular, que ella se representaba como dolorosos actos perversos, lo que la llenaba de miedo y le provocaba sudores. Se volvió de nuevo hacia Yalil.
—Díselo. Diles que no permitirás que hagan esto.
—En realidad, tu padre ya le ha dado a Rashid su respuesta —señaló Afsun—. Rashid está aquí, en Herat; ha venido desde Kabul. El
nikka
será mañana por la mañana, y hay un autobús que sale a mediodía con destino a Kabul.
—¡Díselo! —gritó Mariam.
Las mujeres guardaron silencio. Mariam intuyó que también ellas observaban a Yalil, expectantes. Yalil no dejaba de dar vueltas a su alianza, con expresión dolida e impotente. El reloj seguía haciendo tictac dentro del aparador.
—¿Yalil
yo
? —dijo al fin una de las esposas.
Éste levantó los ojos lentamente, los posó sobre Mariam, donde permanecieron unos instantes, y luego bajó la vista de nuevo. Abrió la boca, pero de ella sólo salió un único gruñido apenado.
—Di algo —pidió Mariam.
Finalmente Yalil habló con un hilo de voz:
—Maldita sea, Mariam, no me hagas esto —murmuró, como si fuera a él a quien estuvieran haciéndole algo.
Y Mariam notó que la tensión se desvanecía tras esas palabras.
Mientras las esposas de Yalil se lanzaban a una nueva —y más animada— ronda de frases tranquilizadoras, la muchacha se quedó contemplando la mesa. Sus ojos siguieron el esbelto contorno de las patas, las curvas sinuosas de las esquinas, el brillo de su tablero marrón oscuro. Se fijó en que la superficie se empañaba cada vez que le echaba el aliento, y entonces su reflejo desaparecía de la mesa de su padre.
Afsun la acompañó de vuelta a la habitación de arriba. Cuando cerró la puerta, Mariam oyó el ruido de la llave girando en la cerradura.
A la mañana siguiente le entregaron un vestido verde oscuro de manga larga y unos pantalones blancos de algodón. Afsun le dio un
hiyab
verde y un par de sandalias a juego.
La llevaron a la estancia de la larga mesa marrón, pero ahora en el centro había un cuenco de almendras garrapiñadas, un Corán, un velo verde y un espejo. Sentados a la mesa había dos hombres a los que Mariam nunca había visto —testigos, supuso— y un ulema al que no conocía.
Yalil le indicó la silla en que debía sentarse. Su padre llevaba un traje marrón claro y corbata roja. Se había lavado el pelo. Cuando apartó la silla para que Mariam se sentara, trató de animarla con una sonrisa. Esta vez Jadiya y Afsun se sentaron a su lado.
El ulema señaló el velo y Nargis cubrió la cabeza de Mariam con él antes de sentarse. La muchacha bajó la vista y se miró las manos.
—Ahora puede decirle que entre —indicó Yalil a alguien.
Mariam lo olió antes de verlo. Desprendía un efluvio a tabaco y a una colonia fuerte y dulzona, muy distinta del sutil aroma que desprendía su padre. El olor le anegó los orificios nasales. De reojo y a través del velo, vio a un hombre alto, de grueso vientre y hombros anchos, que se inclinaba para pasar por la puerta. Su tamaño estuvo a punto de hacerle soltar una exclamación ahogada, y tuvo que apartar la mirada con el corazón latiendo desbocado.
Aun así, percibió que el hombre se demoraba en la puerta. Luego sintió sus pasos lentos y pesados en la estancia. El cuenco de almendras tintineaba al mismo ritmo. Con un ronco gruñido, el hombre se sentó en una silla al lado de Mariam. Resollaba.
El ulema les dio la bienvenida. Dijo que aquél no iba a ser un
nikka
tradicional.
—Tengo entendido que Rashid
aga
tiene billetes para el autobús de Kabul que parte en breve. Así pues, para ahorrar tiempo, pasaremos por alto algunas de las partes tradicionales y terminaremos antes.
El ulema pronunció unas cuantas bendiciones y dijo unas palabras sobre la importancia del matrimonio. Preguntó a Yalil si tenía alguna objeción que hacer en contra de aquella unión y éste negó con la cabeza. Luego el ulema preguntó a Rashid si realmente quería formalizar el contrato matrimonial con Mariam. Rashid contestó que sí. Su voz áspera y ronca recordó a Mariam las hojas secas del otoño al crujir bajo las pisadas.
—Y tú, Mariam
yan,
¿aceptas a este hombre como marido?
Ella no respondió. Se oyeron carraspeos.
—Sí acepta —intervino una voz femenina desde otro lado de la mesa.
—En realidad —objetó el ulema—, tiene que contestar ella. Y debe esperar a que yo se lo pregunte tres veces. Es el hombre quien la pretende, no al revés.
El ulema repitió la pregunta dos veces. Al ver que Mariam no respondía, la repitió una vez más y con más fuerza. Mariam notó que su padre se agitaba en su silla, que cruzaba y descruzaba los pies bajo la mesa. Hubo más carraspeos. Una mano blanca y pequeña limpió una mota de polvo de la mesa.
—Mariam —susurró Yalil.
—Sí —dijo ella con voz temblorosa.
Le pusieron el espejo bajo el velo. En él, Mariam vio primero su rostro, las cejas sin forma, los cabellos lacios, los ojos de un verde tristón y tan juntos que habría podido pasar por bizca. Tenía el cutis basto, apagado y con granos. Su frente le parecía demasiado ancha, el mentón demasiado estrecho, los labios demasiado finos. La impresión general era de una cara larga, triangular, un poco como la de un sabueso. Sin embargo, Mariam también vio que, extrañamente, el conjunto de aquellas toscas facciones formaba un rostro que, sin ser bonito, no resultaba desagradable.
En el espejo, Mariam vislumbró por primera vez a Rashid: el rostro grande, redondo y rubicundo; la nariz aguileña; las mejillas coloradas que daban la impresión de una traviesa jovialidad; los ojos llorosos e inyectados en sangre; los dientes apretados; la frente arrugada como un tejado de dos aguas; el nacimiento del pelo increíblemente bajo, apenas a dos dedos de las cejas hirsutas; la masa de espesos y ásperos cabellos entrecanos.
Sus miradas se encontraron brevemente en el espejo y luego se desviaron.
«Es el rostro de mi marido», pensó Mariam.
Se pusieron mutuamente las finas alianzas de oro que Rashid sacó del bolsillo de su chaqueta. Las uñas de él eran amarillentas, como el interior de una manzana podrida, y algunas se curvaban hacia arriba. Las manos de Mariam temblaban cuando trató de deslizarle el anillo en el dedo, y él tuvo que ayudarla. A ella el anillo le quedaba un poco justo, pero Rashid no tuvo dificultad alguna en hacerlo pasar.
—Ya está —dijo.
—Es un bonito anillo —observó una de las esposas—. Es precioso, Mariam.
—Y ahora ya sólo queda firmar el contrato —dijo el ulema.
Mariam firmó con su nombre —la
mim,
la
r
é
,
la
ya,
y la
mim
, otra vez—, consciente de que todos los ojos estaban puestos en su mano. Cuando volviera a firmar un documento por segunda vez en su vida, veintisiete años más tarde, también habría un ulema presente.