Mil Soles Esplendidos (3 page)

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Authors: Hosseini Khaled

BOOK: Mil Soles Esplendidos
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El ulema Faizulá confesó a Mariam que en algunas ocasiones no comprendía el significado de las palabras del Corán, pero que le gustaban los sonidos cautivadores que surgían de su lengua al pronunciar las palabras en árabe. Dijo que lo consolaban, que sosegaban su corazón.

—También a ti te consolarán, Mariam
yo
—aseguró—. Puedes solicitar su ayuda en momentos de necesidad, y no te fallarán. Las palabras de Dios jamás te traicionarán, hija mía.

El ulema Faizulá sabía escuchar tan bien como se expresaba. Cuando Mariam hablaba, la atención del maestro jamás vacilaba. Asentía lentamente y sonreía con expresión de gratitud, como si se le otorgara un codiciado privilegio. A Mariam le resultaba fácil contar al ulema Faizulá cosas que no se atrevía a confiarle a Nana.

Un día, mientras paseaban, Mariam le dijo que deseaba ir a la escuela.

—Me refiero a una escuela de verdad,
ajund sahib.
A un aula. Como los demás hijos de mi padre.

El ulema Faizulá se detuvo.

La semana anterior, Bibi
yo
les había dado la noticia de que las hijas de Yalil, Saidé y Nahid asistirían a la escuela Mehir para niñas de Herat. Desde entonces, en la cabeza de Mariam daban vueltas pensamientos sobre aulas y maestros, imágenes sobre cuadernos con hojas pautadas, columnas de números y plumas que dejaban gruesos y oscuros trazos. Se imaginaba a sí misma en la clase con otras niñas de su edad. Mariam ansiaba colocar una regla sobre un papel y trazar líneas que parecieran importantes.

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó el ulema Faizulá, fijando en ella sus dulces ojos llorosos, con las manos a la espalda y la sombra de su turbante proyectándose sobre una mata de hirsutos ranúnculos.

—Sí.

—¿Y quieres que yo le pida permiso a tu madre?

Mariam sonrió. Sabía que nadie en el mundo, aparte de Yalil, la comprendía mejor que su anciano maestro.

—Entonces, ¿qué puedo hacer? Dios, en su sabiduría, nos ha asignado a cada uno nuestras debilidades, y la mayor entre las muchas que poseo es mi incapacidad de negarte nada, Mariam
yo
—dijo el ulema, dándole unos golpecitos en la mejilla con su dedo artrítico.

Pero más tarde, cuando habló con Nana, ésta dejó caer el cuchillo con que estaba cortando cebollas en rodajas.

—¿Para qué? —preguntó.

—Si la niña quiere aprender, permite que lo haga. Deja que reciba una educación.

—¿Aprender? ¿Aprender qué, ulema
sahib?
—replicó Nana con aspereza—. ¿Qué ha de aprender? —Desvió la mirada hacia Mariam.

La pequeña bajó los ojos y se contempló las manos.

—¿Qué sentido tiene enviar a la escuela a alguien como tú? Sería como sacar brillo a una escupidera. Además, en esos sitios no se aprende nada que valga la pena. Sólo existe una sola habilidad que las mujeres como tú y yo necesitamos en la vida, y eso no lo enseñan en los colegios. Mírame.

—No deberías hablarle así, hija mía —intervino el ulema Faizulá.

—Mírame.

Mariam obedeció.

—Sólo una habilidad. Y es ésta:
tahamul.
Resistir.

—¿Resistir qué, Nana?

—Oh, no te preocupes por eso —contestó—. No te faltarán cosas que resistir.

Y añadió que las mujeres de Yalil la habían llamado horrible y sucia hija de cantero, y que la habían obligado a lavar la ropa en medio del frío hasta que la cara se le quedaba helada y le ardían los dedos.

—Es lo que nos toca en esta vida a las mujeres como nosotras. Resistimos. Es lo único que tenemos. ¿Lo entiendes? Además, en la escuela se reirían de ti. Sí. Te llamarían
harami.
Dirían cosas horribles sobre ti. No lo permitiré.

Mariam asintió.

—Y no quiero oírte volver a hablar de escuelas. Eres todo lo que tengo. No voy a perderte. Mírame. No vuelvas a hablar de escuelas.

—Sé razonable, mujer. Si la niña quiere... —empezó el ulema Faizulá.

—Y tú,
ajund sahib,
con el debido respeto, no deberías alentar esas ideas insensatas de la niña. Si realmente te importa, hazle comprender que su sitio está aquí, en casa con su madre. No hay nada para ella ahí fuera. Nada más que rechazo y tristeza. Yo lo sé,
ajund sahib.
Lo sé de sobra.

4

A Mariam le encantaba recibir visitas en el
kolba.
El
arbab
de la aldea y sus regalos, Bibi
yo
con su cadera achacosa y sus interminables chismorreos, y por supuesto el ulema Faizulá. Pero a nadie, a nadie esperaba con tanta impaciencia como a Yalil.

La inquietud se adueñaba de ella los martes por la noche. Mariam dormía mal, temiendo que alguna complicación en los negocios impidiera a Yalil visitarla el jueves y eso la obligara a aguardar otra semana para verlo. Los miércoles se paseaba alrededor del
kolba
y se dedicaba a arrojar comida a las gallinas distraídamente. Deambulaba por los alrededores, arrancando pétalos de las flores y espantando los mosquitos que le picaban en los brazos. Por fin, los jueves sólo era capaz de sentarse apoyada contra una pared, con los ojos fijos en el arroyo, y esperar. Si Yalil llegaba tarde, el pánico se adueñaba de ella poco a poco. Las rodillas no le respondían y tenía que ir a tumbarse.

Hasta que Nana la llamaba.

—Ahí está tu padre, en toda su gloria.

Mariam se levantaba de un brinco al verlo saltando de piedra en piedra para cruzar el arroyo, agitando las manos alegremente, todo sonrisas. Mariam sabía que Nana la observaba, midiendo su reacción, así que siempre debía esforzarse por quedarse en la puerta esperando mientras su padre avanzaba lentamente hacia ella, y no salir corriendo a su encuentro. Se contenía y se limitaba a mirar pacientemente cómo caminaba por la alta hierba, con la chaqueta del traje colgada del hombro y la corbata roja levantada por la brisa.

Cuando Yalil entraba en el claro, arrojaba su chaqueta sobre el
tandur
y abría los brazos. Mariam echaba a andar hacia él y finalmente empezaba a correr, luego él la tomaba por las axilas y la lanzaba en alto. Mariam gritaba.

Suspendida en el aire, veía el rostro de su padre vuelto hacia ella con su amplia sonrisa torcida, sus entradas en el pelo, su hoyuelo en la barbilla —el apoyo perfecto para la punta del meñique de Mariam—, sus dientes, los más blancos en una ciudad de muelas cariadas. A Mariam le gustaba su bigote recortado y que, hiciera el tiempo que hiciera, Yalil siempre llevase traje en sus visitas —marrón oscuro, su color favorito, con el triángulo blanco de un pañuelo en el bolsillo del pecho—, además de gemelos y corbata, roja por lo general, que dejaba un poco floja. Mariam se veía también a sí misma reflejada en los ojos castaños de Yalil, con los cabellos ondeando, el rostro encendido por la excitación sobre el fondo del cielo azul.

Nana decía que un día Yalil fallaría, que Mariam le resbalaría entre las manos, caería al suelo y se haría daño. Pero Mariam no creía que Yalil la dejara caer. Creía que aterrizaría siempre sana y salva en las manos limpias y de uñas bien arregladas de su padre.

Se sentaban a la puerta del
kolba
y Nana les servía té. Los dos adultos se saludaban con una sonrisa incómoda y una inclinación de la cabeza. A Yalil, Nana no lo recibía con piedras ni con insultos.

A pesar de que despotricaba contra él cuando no estaba, se mostraba contenida y cortés durante las visitas de Yalil. Siempre se lavaba el pelo, se cepillaba los dientes y se ponía su mejor
hiyab.
Se sentaba en silencio en una silla frente a él, con las manos cruzadas sobre el regazo. No lo miraba directamente a los ojos y jamás utilizaba un lenguaje grosero. Cuando se reía, se cubría la boca con la mano para ocultar los dientes picados.

Nana se interesaba por sus negocios. Y también por sus esposas. Cuando le dijo que se había enterado por Bibi
yo
de que su esposa más joven, Nargis, esperaba su tercer hijo, Yalil sonrió cortésmente y asintió.

—Bueno. Debes de estar muy contento —comentó Nana—. ¿Cuántos tienes ya? ¿Son diez,
mashala
? ¿Diez?

Él asintió.

—Once, contando a Mariam, por supuesto.

Más tarde, cuando Yalil se hubo marchado, madre e hija discutieron por eso. Mariam la acusó de haberlo engañado para que cayera en su trampa.

Después de tomar el té con Nana, padre e hija siempre iban a pescar al arroyo. Él le enseñaba a lanzar el sedal y enrollar el carrete cuando picaba una trucha. Le enseñaba a destripar y limpiar el pescado, sacándole la espina con un solo movimiento. Le hacía dibujos mientras esperaban a que picaran, le mostraba cómo dibujar un elefante de un solo trazo sin levantar la pluma del papel. Le recitaba poemas. Juntos cantaban:

Lili lili para p
á
jaros la pila

en un sendero de la villa,

Minnow se pos
ó
en el borde y bebi
ó
,

resbal
ó
y en el agua se hundi
ó
.

Yalil le llevaba recortes del
Ittifaq-i Islam,
el periódico de Herat, y se los leía. Era el vínculo de Mariam, la prueba de que existía todo un mundo más allá del
kolba,
más allá de Gul Daman y también de Herat, un mundo de presidentes con nombres impronunciables, trenes y museos y fútbol, cohetes que orbitaban alrededor de la Tierra y aterrizaban en la Luna, y cada jueves Yalil llevaba consigo una parte de ese mundo al
kolba.

Fue él quien le contó en el verano de 1973, cuando Mariam tenía catorce años, que el sha Zahir, que había gobernado en Kabul durante cuarenta años, había sido derrocado por un golpe de estado incruento.

—Lo ha hecho su primo Daud Jan, mientras el sha estaba en Italia para recibir tratamiento médico. Sabes quién es Daud Jan, ¿verdad? Ya te había hablado de él. Era primer ministro en Kabul cuando tú naciste. El caso es que Afganistán ya no es una monarquía, Mariam. Ahora es una república y Daud Jan es el presidente. Corre el rumor de que los socialistas de Kabul le han ayudado a hacerse con el poder. No es que él sea socialista, claro, pero le han ayudado. Eso se rumorea al menos.

Mariam le preguntó qué era un socialista y Yalil empezó a explicárselo, pero Mariam apenas le prestaba atención.

—¿Me estás escuchando?

—Sí.

Yalil vio que su hija miraba el bulto del bolsillo lateral de su chaqueta.

—Ah. Claro. Bueno. Pues toma. No hace falta esperar...

Sacó una cajita del bolsillo y se la entregó. De vez en cuando le llevaba pequeños regalos. Un brazalete de cornalinas una vez, una gargantilla con cuentas de lapislázuli otra. Ese día, Mariam abrió la caja y encontró un colgante con forma de hoja, del que pendían a su vez monedas pequeñas con lunas y estrellas grabadas.

—Póntelo, Mariam
yo.

Mariam se lo puso.

—¿Cómo me queda?

—Pareces una reina —respondió su padre con una sonrisa radiante.

Cuando Yalil se fue, Nana vio el colgante sobre el pecho de Mariam.

—Bisutería de los nómadas —dijo—. Ya he visto cómo la hacen. Funden las monedas que les echa la gente y hacen joyas. A ver cuándo te trae algo de oro, tu querido padre. A ver.

Llegado el momento en que Yalil tenía que irse, Mariam se quedaba siempre en el umbral de la puerta mientras él cruzaba el claro, abatida ante la idea de la semana que se extendía, como un objeto inmenso e inamovible, entre aquélla y la siguiente visita. Mariam siempre contenía el aliento mientras lo veía marchar. Contenía el aliento y contaba los segundos mentalmente, diciéndose que por cada segundo que no respirara, Dios le concedería otro día con Yalil.

Por la noche, se acostaba en su jergón y se preguntaba cómo sería la casa de Yalil en Herat. Se preguntaba cómo sería vivir con él, verlo todos los días. Se imaginaba tendiéndole una toalla mientras él se afeitaba, al tiempo que le preguntaba si se había cortado. Le prepararía el té. Le cosería los botones que se le cayeran. Darían paseos juntos por Herat, por los soportales del bazar en el que, según Yalil, era posible encontrar cuanto uno deseara. Irían en su coche y la gente los señalaría y diría: «Ahí va Yalil Jan con su hija.» Yalil le mostraría el famoso árbol bajo el cual habían enterrado a un poeta.

Mariam decidió que un día no muy lejano hablaría con Yalil de todas esas cosas. Y cuando él la oyera, cuando supiera lo mucho que lo echaba de menos cada vez que se iba, seguro que se la llevaría consigo. La llevaría a Herat, a vivir en su casa, como sus otros hijos.

5

—Ya sé lo que quiero —dijo Mariam a Yalil.

Era la primavera de 1974, el año en que Mariam cumplía quince años. Los tres estaban sentados a la puerta del
kolba,
a la sombra de los sauces, en sillas plegables dispuestas en triángulo.

—Para mi cumpleaños... Ya sé lo que quiero.

—¿Ah, sí? —dijo Yalil con una sonrisa alentadora.

Dos semanas antes, Mariam había preguntado al respecto y él había comentado que se estaba proyectando una película americana en su cine. Era una película especial, de lo que él llamó «dibujos animados». Toda la película era una serie de dibujos, explicó, miles de dibujos, y al convertirse en película y proyectarse sobre una pantalla, daba la impresión de que se movían. Yalil dijo que la película contaba la historia de un viejo fabricante de juguetes que se sentía muy solo y deseaba con todas sus fuerzas tener un hijo. Así que decidió tallar una marioneta, un niño de madera que mágicamente cobraba vida. Mariam le había pedido que le contara más cosas, y Yalil le relató que el anciano y su marioneta corrían toda suerte de aventuras, que había un sitio que se llamaba Isla de la Diversión, donde los niños malos se convertían en burros. Al final, una ballena se tragaba a la marioneta y su padre. Mariam refirió toda la historia al ulema Faizulá.

—Quiero que me lleves a tu cine —pidió Mariam para su cumpleaños—. Quiero ver los dibujos animados. Quiero ver al niño marioneta.

Al decir esto, Mariam notó un cambio en el ambiente que respiraban. Sus padres se removieron en sus sillas y Mariam notó que intercambiaban miradas.

—No es buena idea —señaló Nana. Su voz sonó tranquila, con el tono contenido y educado que usaba siempre que Yalil estaba con ellas, pero Mariam notaba su mirada dura y acusadora.

Él cambió de posición en la silla, tosiendo y carraspeando.

—¿Sabes? —dijo—. La calidad de la imagen no es muy buena. Ni la del sonido. Y últimamente el proyector no funciona muy bien. Me parece que tu madre tiene razón. Será mejor que pienses en otro regalo, Mariam
yo.

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