Read Mil Soles Esplendidos Online
Authors: Hosseini Khaled
«Para recordar cuánto sufren las mujeres como nosotras —había dicho—. Con cuánta resignación soportamos todo lo que nos toca sufrir.»
La pena no dejaba de sorprender a Mariam. Sólo tenía que pensar en la cuna sin terminar en el cobertizo, o el abrigo de ante en el armario de Rashid, para que volviera a desatarse. El bebé cobraba vida entonces y ella lo oía, oía sus quejidos de hambre, sus gorjeos y balbuceos. Lo notaba olisqueándole los pechos. El dolor la inundaba, la arrastraba, la zarandeaba. A Mariam le asombraba que pudiera echar tanto de menos a un ser al que ni siquiera había llegado a ver, a tal punto que la nostalgia la paralizaba.
Pero había días en que la tristeza no le resultaba tan implacable. Días en los que la mera idea de reanudar las viejas rutinas no le parecía tan agotadora, en que no precisaba de un gran esfuerzo de voluntad para levantarse, rezar, lavar, preparar las comidas para Rashid.
Temía salir a la calle. De repente, envidiaba a las mujeres del vecindario con su abundante prole. Algunas tenían siete u ocho hijos y no comprendían lo afortunadas que eran por haber sido bendecidas con el fruto de su vientre, que había vivido para agitarse entre sus brazos y mamar de sus pechos. Sus hijos no se habían ido por el desagüe de una casa de baños con su propia sangre, agua jabonosa y suciedad corporal de mujeres desconocidas. A Mariam le molestaba oírlas quejarse del mal comportamiento de sus hijos y la pereza de sus hijas.
Una voz interior trataba de tranquilizarla con palabras de consuelo bienintencionadas, pero torpes: «Tendrás otros hijos,
Inshal
á
.
Eres joven. Seguro que tendrás muchas otras oportunidades.» Pero la congoja de Mariam no era abstracta. Lloraba por aquel bebé concreto que la había hecho tan feliz durante un tiempo.
Algunos días le parecía que el bebé había sido una bendición que no merecía, que estaba siendo castigada por lo que le había hecho a Nana. ¿Acaso no era verdad que prácticamente le había puesto ella misma la soga al cuello? Las hijas traidoras no merecían ser madres y aquél era su castigo. Tenía sueños intermitentes en los que el
yinn
de Nana se metía en su habitación por la noche, le clavaba sus garras en el vientre y le robaba a su bebé. En esos sueños, Nana reía con el deleite de la revancha.
Otros días, Mariam se llenaba de cólera. La culpa era de Rashid, por su prematura celebración. Por su fe temeraria en que sería un varón. Por haberle puesto nombre. Por dar por sentada la voluntad de Alá. Y principalmente por haberla llevado a los baños. Algo había allí, el vapor, el agua sucia, el jabón, algo de aquello había sido la causa... Alto ahí. No, Rashid no. La culpable era ella. Y entonces se enfurecía consigo misma por dormir en una postura incorrecta, por comer platos demasiado especiados, por no tomar suficiente fruta, por beber demasiado té. Incluso Dios tenía la culpa. Por mofarse de ella. Por no concederle lo que concedía a tantísimas mujeres. Por ponerle delante, casi como provocándola, lo que Él sabía que sería su mayor felicidad, para luego arrebatárselo.
Sin embargo, de nada servía buscar culpables, ni hilvanar una acusación tras otra en su cabeza. Era
kofr,
un sacrilegio, pensar tales cosas. Alá no era rencoroso. No era un dios mezquino. Las palabras del ulema Faizulá resonaban en su cabeza: «Bendito Aquel en cuyas manos está el reino, y Aquel que tiene poder sobre todas las cosas, que creó la muerte y la vida con las que puede ponerte a prueba.»
Atormentada por un sentimiento de culpabilidad, Mariam se arrodillaba y rezaba pidiendo perdón por tales pensamientos.
•••
Mientras tanto, en Rashid se había operado un cambio desde el día en los baños. La mayoría de las noches, cuando llegaba a casa, ya casi no hablaba. Cenaba, fumaba y se acostaba. A veces iba a la habitación de Mariam en medio de la noche para un coito breve y cada vez más violento. Tendía a mostrarse malhumorado, a encontrar defectos en su forma de cocinar, a quejarse del desorden del patio, o a señalar la más mínima suciedad que encontrara en la casa. De vez en cuando, los viernes la llevaba a pasear por la ciudad como antes, pero caminaba deprisa y siempre unos pasos por delante de ella, sin hablar, sin prestar atención a su esposa, que casi tenía que correr para no rezagarse. Durante aquellas salidas ya no se mostraba tan propenso a la risa como antes. Ya no le compraba dulces o regalos, ni se detenía para decirle el nombre de cada lugar. Y las preguntas que ella le hacía parecían irritarlo.
Una noche estaban sentados en la sala escuchando la radio. El invierno tocaba a su fin. Habían cesado los fuertes vientos que arrojaban la nieve contra la cara y dejaban los ojos llorosos. Pelusas de nieve plateada se derretían en las ramas de los altos olmos, y al cabo de unas semanas serían sustituidas por pequeños brotes verde pálido. Rashid movía el pie distraídamente siguiendo el ritmo de la tabla al son de una canción de Hamahang, con los ojos entrecerrados para protegerse del humo del cigarrillo.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó ella.
Él no contestó. La canción terminó y empezaron las noticias. Una voz femenina informó que el presidente Daud Jan había enviado a otro grupo de asesores soviéticos a Moscú, contrariando así al Kremlin, como era de esperar.
—Me preocupa que estés enfadado conmigo.
Rashid suspiró.
—¿Lo estás?
—¿Por qué habría de estarlo? —replicó Rashid, mirándola.
—No lo sé, pero desde que el bebé...
—¿Ésa es la clase de hombre que crees que soy, después de todo lo que he hecho por ti?
—No. Por supuesto que no.
—¡Entonces deja de incordiarme!
—Lo siento.
Bebajsh,
Rashid. Lo siento.
Él apagó el cigarrillo y encendió otro. Luego subió el volumen de la radio.
—He estado pensando una cosa —prosiguió Mariam, alzando la voz para hacerse oír.
Rashid volvió a suspirar, más irritado que antes, y bajó el volumen. Se frotó la frente con gesto de cansancio.
—¿Y qué es?
—He estado pensando que quizá deberíamos hacerle un funeral. Al bebé, quiero decir. Sólo nosotros. Me gustaría que pronunciáramos unas plegarias, nada más. —Llevaba un tiempo dándole vueltas a la idea. No quería olvidar al bebé. No le parecía bien que no se señalara aquella pérdida de una forma permanente.
—¿Para qué? Qué estupidez.
—Creo que me haría sentir mejor.
—Entonces hazlo tú —replicó él secamente—. Yo ya he enterrado un hijo. No pienso enterrar otro. Ahora, si no te importa, quiero escuchar la radio.
Volvió a subir el volumen, reclinó la cabeza y cerró los ojos.
En una mañana soleada de aquella misma semana, Mariam eligió un lugar del patio y cavó un agujero.
—En el nombre de Alá y con Alá, y en el nombre del mensajero de Alá, a quien Alá colme de bendiciones —susurró al hundir la pala en la tierra. Colocó el abriguito de ante que Rashid había comprado para el bebé en el agujero y volvió a cubrirlo con tierra—. Tú haces que la noche dé paso al día y que el día dé paso a la noche, y Tú levantas a los vivos de entre los muertos y a los muertos de entre los vivos, y das fuerzas a quien te place.
Aplastó la tierra con el dorso de la pala. Se agachó junto al pequeño montículo y cerró los ojos.
«Dame fuerzas, Alá. Dame fuerzas.»
Abril de 1978
El 17 de abril de 1978, el año en que Mariam cumplía los diecinueve, un hombre llamado Mir Akbar Jyber fue asesinado. Dos días más tarde se produjo una gran manifestación en Kabul. Todo el vecindario estaba en la calle hablando de lo mismo. Mariam vio por la ventana a los vecinos que formaban corrillos, hablando excitadamente con los transistores pegados a la oreja. Vio a Fariba apoyada en la pared de su casa, hablando con una mujer recién llegada a Dé Mazang. Fariba sonreía y apretaba las manos sobre su abultado vientre de embarazada. La otra mujer, cuyo nombre Mariam ignoraba, parecía mayor que Fariba y su pelo tenía una extraña tonalidad violeta. Sujetaba a un niño pequeño de la mano. Mariam sabía que el niño se llamaba Tariq, porque había oído a su madre en la calle llamándolo por ese nombre.
Mariam y Rashid no salieron para reunirse con los vecinos. Escucharon la radio mientras unas diez mil personas ocupaban las calles y se manifestaban en el distrito de las instituciones gubernamentales. Rashid dijo que Mir Akbar Jyber era un destacado comunista y que sus seguidores acusaban al gobierno del presidente Daud Jan del asesinato. Lo dijo sin mirar a su esposa. Ya nunca la miraba, y Mariam ni siquiera estaba segura de que hablara con ella.
—¿Qué es un comunista? —preguntó.
Rashid soltó un bufido y alzó las cejas.
—¿No sabes lo que es un comunista? Una cosa tan simple... Todo el mundo lo sabe. Es del dominio público. Tú no... Bah. No sé de qué me extraño. —Luego cruzó los pies sobre la mesa y masculló que era alguien que creía en Karl Marxist.
—¿Quién es Karl Marxist?
Rashid suspiró.
En la radio, una voz de mujer decía que Taraki, el líder de la rama Jalq del PDPA, el comunista Partido Democrático Popular de Afganistán, arengaba a los manifestantes con discursos incendiarios.
—Me refiero a qué quieren —insistió Mariam—. ¿En qué creen esos comunistas?
Rashid soltó una carcajada y sacudió la cabeza, pero a ella le pareció percibir cierta vacilación en el modo en que cruzaba los brazos y desviaba la mirada.
—No sabes nada de nada. Eres como un niño. Tu cerebro está vacío, sin información.
—Lo pregunto porque...
—
Chup ko.
Cállate.
Mariam obedeció.
No era fácil tolerar que le hablara así ni soportar su desprecio, sus insultos, que la ridiculizara y pasara por su lado como si no fuera más que un gato doméstico. Pero al cabo de cuatro años de matrimonio, Mariam sabía perfectamente lo mucho que podía soportar una mujer cuando tenía miedo. Y ella lo tenía. Vivía con el temor a los cambiantes estados de ánimo de su marido, su temperamento imprevisible, su insistencia en llevar las conversaciones más triviales al terreno de la confrontación, que en ocasiones resolvía mediante puñetazos, bofetadas y patadas. Luego, a veces trataba de enmendarse con abyectas disculpas y otras veces no.
En los cuatro años transcurridos desde el día de los baños, se habían producido seis ciclos más de nuevas esperanzas que luego acababan en una pérdida, y cada embarazo malogrado, cada viaje al médico había sido más devastador para Mariam que el anterior. Después de cada nueva decepción, Rashid se volvía más distante y resentido. Ahora nada de lo que hacía su mujer lo complacía. Ella limpiaba la casa, tenía siempre preparadas sus camisas, le cocinaba sus platos predilectos. En una desastrosa ocasión, incluso compró maquillaje y se lo puso para él. Pero cuando Rashid volvió a casa, le echó una mirada e hizo tal mueca de repugnancia que Mariam se fue corriendo al cuarto de baño y se lavó, mezclando las lágrimas de vergüenza con el agua jabonosa, el carmín y el rímel.
Ahora temía el momento en que Rashid volvía a casa por la tarde. Temía el ruido de la llave en la cerradura, el chirrido de la puerta; eran sonidos que aceleraban su corazón. Desde la cama, oía el repiqueteo de sus zapatos, el sonido amortiguado de sus pies después de descalzarse. Hacía inventario de sus actos con el oído: las patas de la silla al arrastrar sobre el suelo, el crujido quejumbroso del asiento de mimbre cuando se sentaba, el tintineo de la cuchara contra el plato, el susurro de las hojas del periódico, el ruido al sorber el agua. Y con el corazón desbocado, Mariam se preguntaba qué excusa tendría esa noche su marido para saltar sobre ella. Siempre había algo, alguna nimiedad que lo enfurecía, porque, por más que se esforzara en complacerlo, por más que se sometiera a sus deseos y exigencias, no bastaba. No podía devolverle a su hijo. Lo había defraudado en lo esencial —siete veces nada menos— y ya no era más que una carga para él. Lo notaba por el modo en que la miraba, cuando la miraba. Era una carga para su marido.
—¿Qué va a ocurrir ahora? —preguntó a Rashid, que seguía escuchando la radio.
Él la miró de reojo y emitió un sonido entre suspiro y gruñido, bajó los pies de la mesa y apagó la radio. Subió a su habitación. Cerró la puerta.
El 27 de abril llegó la respuesta a Mariam en forma de potentes estallidos e intensos y súbitos estruendos. Bajó corriendo descalza a la sala y encontró a Rashid junto a la ventana, en camiseta, despeinado y con las manos apretadas contra el cristal. Se colocó junto a él. En el cielo vio aviones militares que pasaban zumbando en dirección nordeste. El ruido era ensordecedor, tanto que a Mariam le dolieron los oídos. A lo lejos resonaban las bombas y de repente se alzaron columnas de humo hacia el cielo.
—¿Qué está pasando, Rashid? —preguntó—. ¿Qué es todo esto?
—Sabe Dios —musitó él. Intentó poner la radio, pero sólo se oían interferencias.
—¿Qué hacemos?
—Esperar —dijo Rashid con tono impaciente.
Más tarde, Rashid seguía intentando sintonizar la radio mientras Mariam preparaba arroz con salsa de espinacas en la cocina. Recordaba la época en que disfrutaba cocinando para Rashid, e incluso esperaba con ansia que llegara el momento. Ahora cocinar era un ejercicio que le suscitaba una inquietud creciente. Los
qurmas
estaban siempre demasiado salados o demasiado sosos para el gusto de su marido; el arroz, demasiado grasiento o demasiado seco; el pan, demasiado blando o demasiado crujiente. Las críticas de Rashid la conducían a un estado de angustiosa indecisión en la cocina.
Cuando le sirvió el plato, en la radio sonaba el himno nacional.
—He hecho
sabzi
—dijo ella.
—Déjalo ahí y cállate.
Cuando terminó el himno, una voz de hombre se presentó a sí mismo como el coronel Abdul Qader de las Fuerzas Aéreas. Informó que, durante el día, la Cuarta División Acorazada rebelde se había apoderado del aeropuerto y las principales intersecciones de la ciudad. Radio Kabul, los ministerios de Comunicación e Interior, así, como el edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores, también habían caído en su poder. Kabul se hallaba en manos del pueblo, dijo orgullosamente. Aviones MiG de los sublevados habían atacado el Palacio Presidencial. Los tanques habían irrumpido en el recinto del palacio y se estaba librando una cruenta batalla en aquellos mismos instantes. Las fuerzas leales a Daud estaban a punto de ser derrotadas, afirmó Abdul Qader en tono tranquilizador.