—¡Si te quiero! ¡Si te quiero!
Toma la sabana y, con cierta violencia y gesto grandioso, descubre a su mujer. Está desnuda. Se monta sobre ella con los zapatos puestos.
—¡Si te quiero! —le dice.
Y ella le contesta:
—Ten cuidado, que me duele el hígado.
M. Ripolin, sobrecargo de La Navarra, el barco de la Trasatlántica Francesa que hace escala en Puerto Alegre, proveniente de Cherburgo y Nueva York, y con destino final en Buenos Aires, vigila, junto a la pasarela, registro de carga en mano, el desembarco de dos jacas inglesas y doce baúles de viaje, propiedad del ingeniero Cussirat. Martín Garatuza, español, chaparro, con hongo y traje negro, dos escopetas de caza al hombro, está a su lado.
Ripolin le tiende el recibo.
—¿Usted es el propietario de todo esto? —le pregunta, en español gangoso.
—No, señor, pero estoy autorizado para firmar el recibo —dice Garatuza, echando una firma llena de garigoles, y después explica—: soy el mayordomo del señor Cussirat. El llega a la isla mañana, en su avión.
—¿En su avión? —pregunta Ripolin, abriendo los ojos.
—Es un piloto de primera —dice Garatuza, orgulloso, y echa a correr pasarela abajo, moviendo las cortas piernas.
Para regresar a Puerto Alegre, su tierra natal, Pepe Cussirat dejo White Plains en su biplano Blériot, aterrizo en Baltimore, durmió en Charlotte, compro cigarros en Atlanta, almorzó en Tampa, paso quince días en La Habana, esperando una refacción, y diviso la costa de Arepa a las diez de la mañana del 23 de mayo de 1926, un día despejado, memorable en la historia arepana.
El llano de la Ventosa está al norte de Puerto Alegre, a tres kilómetros de la terminal de los tranvías de la línea Paredón-Remedios. Es un potrero cubierto de yerba verde, con un arroyo en medio y tamarindos en las orillas; está rodeado de tres pequeños cerros que se llaman el Cimarrón, el Cerrito de Enmedio y los Destiladeros, en donde se siembra cacao, café y tabaco.
Por órdenes presidenciales y con el objeto de permitir el aterrizaje feliz del Blériot de Cussirat, el Ejército saco las vacas del pastizal, corto una yuca que había crecido en el centro del llano y se formo en círculo alrededor del campo, para evitar que los chiquillos se metieran a jugar y fueran atropellados por el avión. Las mujeres de los bohíos cercanos prepararon pescado frito y tamales, para vender a la gente que viniera a ver el aterrizaje.
Esa mañana, por primera y última vez en su historia, los tranvías llegaron repletos a la terminal de Remedios. El Gerente de la Compañía de Tranvías, Míster Fisher, reforzó el servicio con dos carros de la línea Guarapo Chihualan.
Pereira, con traje a rayas, carrete prestado y zapatos de dos colores, llego a Remedios en el tranvía de las nueve y media, y echo a andar, entre familias pobres endomingadas y churreros, por el camino de tierra que conduce a la Ventosa.
Al poco trecho, paso junto a él, Galvazo, en ancas de la motocicleta de la Policía, abrazado del conductor, con doña Rosita en el sidecar, levantando una polvareda, y el brazo, para saludarlo.
El chofer de los Berriozabal, ayudado por un mozo, el jardinero y una criada, guarda, afanosamente, en la cajuela del Dussemberg, dos canastas con sándwiches de jamón de Westfalia, pavo asado, y queso Gruyere, un frasco de nueces en conserva, tres latas de hors d'oeuvres de Rodel, una docena de naranjas, seis botellas de San Emilion, tres termos con café negro, una botella de Martell, el estuche de los cubiertos, una mesa plegable y un mantel.
Las hermanitas Regalado, vestidas de azul y blanco, con holanes pasados de moda y sombreros de paja de Italia, están sentadas en el asiento trasero desde hace media hora.
Ángela, con un vestido de Worth, don Carlitos, de sport y con catalejos sobre el pecho hundido, el doctor Malagón, con un chambergo inapropiado, Pepita Jiménez, lánguida, y doña Conchita Parmesano, brincando de emoción, salen de la casa después de haber hecho pipí, listos para el día de campo.
—¿Y Tintín? —pregunta la más tonta de las hermanitas Regalado.
—Se fue en el Rolls de los González —contesta don Carlitos.
—¡Hola, guapas! —dice Malagón a las Regalado, poniendo un pie reumático en el estribo.
—¡Por fin vamos a ver un avión! —dice Conchita Parmesano.
—¡Y a Pepe Cussirat —dice Ángela—, que hace quince años que no vemos!
—¡Si es que no se cae por el camino! —dice Pepita Jiménez, presintiendo algo terrible.
—¡Ni lo mande Dios! ¡Toca madera! —exclama la Parmesano.
—Llegara con bien, y te querrá como antes —dice Ángela a la poetisa, haciéndole un arrumaco.
Don Carlitos, cargante, cuenta a los invitados y le dice a cada quien donde debe sentarse, cambiando varias veces de opinión, y haciéndolos cambiar de lugar. El chofer le dice a Ángela, en voz baja:
—Todo cupo en la cajuela, señora.
Ángela le dice, en secreto, a Conchita:
—Llevamos buen piscolabis.
Conchita, con gracia glotona, pone los ojos en blanco.
—Se me hace agua la boca, nomás de pensar en los primores que has de traer.
—¿Me hacen las señoras el favor de pasar a sentarse en el asiento de atrás en vez de estar chismorreando? —pregunta don Carlitos.
Las mujeres y Malagón se apretujan en la parte de atrás del coche. Don Carlitos sube junto al chofer y el Dussemberg, con la capota baja, arranca, obligando a las damas a detenerse los sombreros y a echar grititos.
Por el camino de tierra, la procesión de pobretones, cada vez más espesa, más sudorosa, más empolvada y más lenta, se abre de vez en cuando para dejar el paso a los coches que pasan pitando con insolencia y levantando nubes de polvo. Junto a Pereira pasa el Studebaker presidencial con Cardona, verde y solitario, adentro; Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, en un Mercedes prestado; por último, los Berriozabal y compañía sin detenerse, con saludos cordiales, obligándolo a descubrirse.
El centro del llano de la Ventosa es desierto, y las orillas, verbena. Pereira camina entre fritangas, niños llorones, madres malhumoradas, y hombres gargajientos, hasta llegar al tamarindo, apartado desde la víspera, a cuya sombra se han instalado los Berriozabal, con su coche, sus invitados y la mesita de las viandas.
—Cuando lo vimos —le dice Ángela, limpiándose un punto de mayonesa con el pañuelo de batista—, estuvimos a punto de detenernos, para decirle que se viniera con nosotros, pero era demasiado tarde. Ya estaba usted a un kilometro.
—Pero, hombre, Ángela, ¿qué estás diciendo?, a Pereira le hace falta ejercicio —dice Malagón, con la boca llena de jamón de Westfalia.
—Le queda muy bien el traje —dice Ángela, mirando a Pereira de arriba a abajo. Lo toma del brazo y lo conduce a la mesita, donde el chofer hace los honores—. Tómese un «tentempié» . Ha de estar hambriento después de la caminata.
Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, que se han unido a la partida, están cerca de la mesa, masticando. El chofer, solemne, quita el trapo húmedo que cubre los sándwiches. Pereira los mira, sin saber por cual decidirse. Un negrito, moquiento y andrajoso, metiéndose un dedo en las narices, mira la ceremonia a pocos metros de distancia. Ángela lo ve, se conmueve profundamente y llena de sentimientos maternales y humanos, toma un sándwich del altero, y se lo da al niño, que lo estudia con desconfianza antes de morderlo. Ángela se vuelve hacia los demás y se disculpa, diciendo:
—Yo, estas cosas, no las puedo resistir.
Ellos la miran con simpatía. Nadie ve que el negrito muerde el sándwich, no le gusta, y lo tira al suelo.
Don Carlitos, de pie en el Dussemberg, con los codos apoyados en la barra del parabrisas y mirando por los catalejos, grita en ese momento:
—¡Allí viene! ¡Allí viene!
Sin dejar de masticar, sin soltar los sándwiches, todos se vuelven a mirar al lugar hacia donde apuntan los catalejos. En el cielo hay un punto, que va creciendo.
El Blériot describe un círculo alrededor del llano, desciende, pega un bote en tierra, se encabrita, acelera y vuelve a elevarse; describe otro círculo y aterriza, dando tumbos, deteniéndose a un metro del arroyo, con un ala desgarrada por un huizache solitario.
El público, que ha observado el aterrizaje sobrecogido de admiración, se recupera y rompe el cordón del ejército, echando a correr para ver de cerca el aparato.
Pepe Cussirat, con gorro de aviador, las narices frías, y bufanda de seda, se iza en la cabina, y de un salto se pone en tierra. Mientras se quita el mono ve como la turba rascuache se le viene encima. Los niños gritan, los perros ladran y todos corren hacia el Blériot. El primero en llegar es Martín Garatuza, vestido de mecánico. Cussirat, campechano, se quita el gorro y le da un abrazo. Después, ambos se inclinan, para estudiar el desgarrón del ala. La gente se detiene a distancia respetuosa; solo un perrillo flaco se acerca, ladrando furiosamente. Los moderados, unos viejos, y otros jóvenes tarambanas, compañeros de parranda y amigos de Cussirat desde la infancia, se abren paso entre la plebe y se acercan para abrazarlo con cariño.
—¡Dichosos los ojos! —dice don Carlitos.
—¡Bienvenido a la Patria! —dice Paletón.
—Hiciste un aterrizaje fenomenal —dice el joven Paco Ridruejo, que ha visto aviones en su viaje a Europa.
—¿Tuviste buen viaje? —pregunta don Bartolomé González, el del Rolls.
—Tuve mal tiempo al salir de Cuba —dice Cussirat.
—Vente a comer un bocado y a tomar una copa de vino —dice don Carlitos, echando un brazo al hombro de Cussirat—. Has de estar desfallecido.
—¿Cómo está doña Ángela? —pregunta Cussirat.
—Con ganas de verte —contesta don Carlitos.
Martín Garatuza se acerca a Cussirat, y le dice respetuosamente:
—El desgarrón es cosa de nada, señor. Se arregla en un santiamén.
—Bien —contesta Cussirat, quitándose los guantes, y agrega, volviéndose a Berriozabal—: vamos, pues.
Don Carlitos, encantado, se vuelve a los presentes y les dice:
—Vengan todos, que mi mujer ha traído bocadillos para un ejército.
Cussirat, alto, bien parecido, despeinado, distinguido, con chamarra de cuero y pantalones y botas de montar, echa a caminar, con don Carlitos del brazo; la turba se abre a su paso y lo mira con respeto, como al sacerdote de un nuevo culto. Los moderados, viejos y jóvenes, lo siguen, comentando:
—¡Cómo ha crecido!
—¡Cómo ha cambiado!
—¡Qué viejo esta!
Tras de la turba, al final del llano, a la sombra del tamarindo, están las mujeres, que ven venir a Cussirat diciendo:
—¡Qué guapo es!
—¡Qué alto!
—¡Qué valiente!
Entre Conchita Parmesano y las Regalado, Pepita Jiménez tiembla, arregla una arruga en su vestido nuevo, y no dice nada.
Ángela se adelanta unos pasos entre la yerba, y detiene su sombrero con la mano para evitar que la brisa tibia lo vuele. Al verla de lejos, Cussirat se desprende de don Carlitos y se adelanta al grupo. Ángela, comprendiendo que lo que está a punto de ocurrir, es decir, que Cussirat la salude a ella antes que a nadie, no es lo correcto. Vuelve la cabeza y dice:
—¡Ven, Pepita! ¿Qué esperas, mujer?
Pepita, desfalleciente, insegura, sintiendo que las piernas no van a sostenerla, se coloca junto a Ángela, al tiempo en que Cussirat, con los brazos abiertos, y a tres metros de distancia, exclama:
—¡Ángela!
Ángela comprende, con horror, que Cussirat no ha reconocido a su antigua novia.
—Es Pepita —dice.
Cussirat se detiene, desconcertado por un instante. Mira los grandes ojos, sin encanto, que lo miran, resentidos, la piel de un blanco enfermizo, la boca fruncida, para parecer más pequeña, pero entreabierta, y dice, dueño de sí mismo, fingiendo alegría:
—¡Pepita!
Quiere abrazarla, pero ella, ruborizándose, torciendo el pescuezo, bajando los ojos, soltando una risita nerviosa que más parece un rugido, y presa de un momento de cobardía, le tiende la mano, que Cussirat, otra vez desconcertado, estrecha.
—¡Cómo has cambiado! —dice, para excusar su primer destanteo—. Estás mucho más… guapa. Más elegante.
Después, se vuelve a Ángela y la abraza cariñosamente.
Conchita Parmesano, las Regalado, las Redondo, las Chabacano, las hijas de don Remigio Iglesias y Fortunata Méndez, vestidas de tules, con sombrillas y sombreros anchos, conmovidas sin saber porque, ligeramente envidiosas, observan a unos cuantos metros.
Un poco más lejos, solitario, con un sándwich en la mano, Pereira también observa como el recién llegado, delgado, alto, vestido de no se sabe que, pero bien, saluda, después de Ángela, a cada una de las damas.
A la sombra del tamarindo, las niñas de sociedad, encabezadas por las hermanitas Regalado, con sus álbumes de recuerdos abiertos contra el pecho, hacen cola para que Cussirat, apoyado en el cofre del Dussemberg, al lado de Ángela, les ponga un pensamiento y una firma.
Los hombres, alrededor de la mesa, comen, beben y hablan de mecánica.
Más lejos, Pepita Jiménez, armada con una red, trata de cazar una mariposa.
Y más lejos todavía, desde el fondo del Studebaker presidencial, Cardona le dice a don Carlitos, que está a su lado, solicito:
—El Mariscal quiere verlo. Yo no me atrevo a hablar con él, porque no lo conozco, pero usted dígale que vaya a Palacio esta noche, a las nueve.
Don Carlitos, encantado con la misión, temeroso de no poder cumplirla, y queriendo darse importancia, dice:
—Veré lo que puede hacerse, señor Cardona; cuente usted con mi mejor voluntad. Tratare de llevarlo yo mismo.
—Vengo a despedirme, señora —dice Pereira, con el carrete en la mano, a Ángela, que tiene un pie en el estribo del Dussemberg.
—Pepe —le dice Ángela a Cussirat, que está a su lado—, quiero presentarte al señor Pereira, gran dibujante y violinista inspirado.
Pereira, lleno de admiración, y Cussirat, distraído, intercambian el «mucho gusto» de rigor.
—No podemos llevarlo —le explica Ángela a Pereira—, porque ya somos demasiados.
—No tenga cuidado, señora —dice Pereira— estoy acostumbrado.
Ángela, olvidándose de Pereira y mirando para todos lados, pregunta:
—¿Dónde está mi marido?
Don Carlitos, feliz, se acerca, dando brinquitos, al coche de su propiedad.