—Me acusan de déspota, pero no de egoísta. No sería justo privar al pobre Cardona del placer de bailar con usted —y luego, dirigiéndose a Ángela, le dice—: Señora, ¿me hace usted el favor de consolarme? —y le ofrece el brazo.
Ángela, desolada, acepta, y cae en brazos de Belaunzarán, que la empuja por la pista, con pericia, al compás de un tango. Pepita y Cardona bailan también, sin ganas, sin ritmo, mirándose a las caras con sonrisas heladas.
Cussirat, con los labios tensos, lívido, se pone una mano en la frente. Desde el otro lado de la pista, Barrientos, suspira aliviado, al ver que el peligro ha pasado. Paco Ridruejo y Anzures, sigilosos y optimistas, se acercan a Cussirat.
—¡Todo salió a pedir de boca! —dice Paco Ridruejo.
—¡No chistó! —dice Anzures, y agrega, dirigiéndose a Malagón, que se acerca, con la cara llena de extrañeza—: ¡Bien decía usted que un alfilerazo cualquiera lo perdona!
—Yo creí que el efecto era más rápido —dice Malagón—. ¿Me habré equivocado de sustancia?
Cussirat, impaciente, les da la noticia:
—No ha pasado nada todavía.
Los tres hombres lo miran, asombrados:
—¿Pero no bailó con él? —pregunta Ridruejo.
—Claro que sí —dice Anzures—, yo los vi.
—De nada sirvió —dice Cussirat—. No tenía el alfiler.
—¿Cómo que no lo tenía? —dice Malagón—. Si yo se lo di.
—Pero yo se lo quité —dice Cussirat.
—¡Mierda! —dice Malagón.
—¿Dónde está el alfiler, entonces? —pregunta Ridruejo.
—Lo tiene Pepita.
—¿No que no lo tenía? —pregunta Anzures, exasperado.
—Se lo mandé con Ángela —explica Cussirat sintiéndose imbécil.
—¡Mierda! —vuelve a decir Malagón.
—Estamos como el que vendió la vaca —dice Anzures, acudiendo, en su furia, a un símil campirano.
—¿Qué pasó? —pregunta Barrientos, que llega en esos momentos junto al grupo.
Paco Ridruejo procura explicarle, con paciencia, pero sin éxito.
Cussirat, con la mirada perdida entre las parejas que bailan, reflexiona. Los otros cuatro se miran unos a otros, desencantados, desconcertados y alarmados, ante la perspectiva de tener que intervenir directamente en el asesinato.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Paco Ridruejo.
—Pues quitarle el alfiler a Pepita y dárselo a Ángela —dice Anzures, lleno de autoridad impaciente—, porque el Gordo no vuelve a bailar con la flaca.
Los otros miran con incomodidad a Cussirat, creyendo que va a ofenderse porque le dijeron flaca a su novia. Pero no se enoja, dice:
—Todo el plan está mal concebido. Nos dejamos influir por lo que una tonta leyó en una novela. ¿Por qué tiene que ser bailando? Entre pieza y pieza puede uno acercarse a Belaunzarán, darle un alfilerazo y salir corriendo.
Los otros cuatro lo miran, aterrados.
—Yo, desde luego, eso no lo hago, porque soy un apátrida —dice Malagón.
—Ni yo, porque estoy malo del pie —dice Barrientos.
—Ni yo —dice Anzures, mirando a Cussirat con reproche—, porque ya ha habido muchas torpezas. El que las cometió debe responsabilizarse. Paco Ridruejo no dice nada. Cussirat, molesto con Anzures, le dice: —No se asuste, don Gustavo, que nadie le está pidiendo a usted que lo haga. Lo haré yo.
Dicho esto, dejando a los otros sumergidos en un cuchicheo acalorado, sosteniendo copas inútiles, Cussirat empieza a caminar hacia el lugar en donde Cardona, con una cortesía helada, deja a Pepita en una silla.
Ella lo mira acercarse, compungida.
—Dame el alfiler —dice Cussirat, por segunda vez. Pepita se pone las manos sobre el pecho, protegiendo el escote, y suplica con voz heroica:
—No, Pepe. Esta es mi misión, déjame cumplirla. Al verla tan decidida, y comprendiendo que no puede forcejear con ella en medio Salón, Cussirat cambia de plan.
—No esperes que te saque a bailar, acércate y pínchalo.
Pepita se pone de pie, con las manos todavía sobre el pecho y, después de echarle a Cussirat una mirada de entrega total, empieza a caminar entre las parejas que llenan la pista, como borrego que va al matadero. No ha caminado tres metros, cuando la orquesta empieza a tocar un vals. Pepita se queda parada, entre las parejas turbulentas, como se quedaría alguien que fuera cruzando un río, brincando de piedra en piedra, y a medio camino lo sorprendiera una avenida. Cussirat la rescata, viniendo hasta ella, tomándola del talle, y haciéndola dar vueltas.
Cussirat, con la mirada fija en la espalda paquidérmica de Belaunzarán, conduce a Pepita, con maestría innegable, y en giros vertiginosos, hacia un punto en donde las trayectorias de los dos planetas, Belaunzarán y Ángela, y Cussirat y Pepita, deben converger. Cuando la colisión está a punto de ocurrir, le ordena a Pepita:
—¡Ahora, entiérraselo!
Se da cuenta, con horror, de que Pepita ha estado bailando en brazos de su amado, no moviéndose, en círculos, hacia su destino, o hacia el cumplimiento de su misión. Cuando Pepita se da cuenta de que Belaunzarán está cerca, es porque ya está lejos, encantado, dando vueltas, baile y baile con la anfitriona. Cussirat, lívido de rabia, mirándola a los ojos, dice:
—¡Imbécil!
Pepita gime, llora, se desprende, con repulsión magnífica, de su compañero, y desconcertando parejas, haciéndolas chocar unas con otras a empujones, se abre paso, y sale corriendo de la pista.
Cussirat la sigue, furioso, pero la pierde. La ve desaparecer en el Salón de música. Va tras ella, esquiva los rostros, llenos de cordialidad grotesca, de doña Chonita Regalado y de doña Crescenciana González, que quieren hablar con él, entra en el Salón de música, y sale a la terraza que está desierta.
Mira a su alrededor. El jardín está tenuemente iluminado por unos farolitos de papel, que Ángela, en un momento chinesco, decidió colgar de los árboles.
Ve algo que se mueve. Entra en la selva artificial gritando: «¡Pepita!», y se sobresalta cuando la floresta cobra vida, al ponerse en fuga, como animales espantados, varias parejas que estaban haciendo el amor. Cussirat se pierde en los confines lóbregos del jardín, gritando: «¡Pepita!».
Pereira, haciendo uso de sus derechos de empleado, sentado en una silla de pera y manzana, con el violín descansando al lado, recibe el platazo que le ofrece un criado, que no sabe si tratarlo como al invitado de otras veces, o al músico contratado de esta noche. Se dispone, tranquilo, a engullir langosta, chupar champaña, y observar, desde su lugar en el estrado de la orquesta, a la concurrencia, la que, como rebaño que se acerca al abrevadero, con parsimonia, pero fatalmente, va siendo tragada por la puerta del comedor, tras de la cual se oye el ruido que hacen los platos al chocar con los cubiertos, sumergido en el rumor de mil conversaciones no muy brillantes, pero que a veces tienen la virtud de desternillar a alguno de los invitados. Por la misma puerta emergen, con platos bien servidos, grupos de personas que comprenden que en el comedor hay demasiada aglomeración, que buscan refugio en el espacioso y semidesierto Salón, y toman asiento en las sillas que poco antes estaban reservadas a las viejas y las quedadas.
Cussirat, agitado pero impecable, entra por la puerta del Salón en donde está el teléfono, y va cruzando hacia la del comedor, cuando, al ver a Pereira, cambia de dirección y va hacia él.
Al ver venir a quien tanto admira, Pereira se atraganta.
—¿Ha visto usted a la señorita Jiménez? —pregunta Cussirat, sin hacer caso de la tos de su interrogado.
La ha buscado atrás de cada mata del jardín, en el suelo del Salón de música, entre la multitud que hay en el comedor, en los cuartos de baño, ha entrado en la cocina a interrogar a la servidumbre, ha llamado a su casa, por teléfono, preguntando si ha regresado, ha preguntado a los invitados, todo sin efecto.
—La vi subir por la escalera —dice Pereira—, pero fue hace mucho rato.
Cussirat, olvidando dar las gracias a Pereira por su información, está a punto de subir por la escalera, cuando Ángela, desde la puerta del comedor, lo llama. Se reúne con ella, cruzándose en el camino con don Chéforo Esponda y don Arístides Régulez, que salen del comedor, con sendos platazos, después de haber hablado con Belaunzarán, y comentando:
—¡Es un tipo formidable!
—Tiene una inteligencia tremenda.
Ángela le dice a Cussirat:
—Hemos perdido una oportunidad magnífica. Alrededor de la mesa había tanta gente que nadie se hubiera dado cuenta de quién lo había pinchado. ¿Dónde está Pepita?
—Hace media hora que la busco y no puedo encontrarla.
Ángela, preocupada, se pasa la mano por la cara.
En ese momento, con un ojo en el plato, y el otro en las nalgas de dos muchachitas que van pasando, sale del comedor Belaunzarán, entre Barrientos, don Bartolomé González, y don Carlitos, vueltos todos sonrisas y dengues, como corresponde a aliados nuevos.
—… creo que sería de beneficio para la Nación —va diciendo González, que nunca, antes, había pensado en la Nación.
—¡Hipócritas! —comenta Ángela, en voz baja.
Belaunzarán, al ver a Ángela, inclina la cabeza, sonríe y dice:
—Todo está delicioso, señora.
Ángela, hipócrita, también inclina la cabeza, y dice:
—Me alegro que le guste la cena, señor Mariscal.
—Una botella de Blanc de Blancs para el señor Mariscal —ordena don Carlitos al Maítre d'hótel, que está en el otro extremo del Salón.
Los cuatro hombres se alejan, hablando de componendas.
—Si Pepita no aparece, tendré que matarlo a balazos —dice Cussirat, mirando la espalda fornida de Belaunzarán, que se ha detenido para hablar con don Ignacio Redondo.
—Pepe, te dije que sangre no quería. Además, te pondrás en un aprieto —dice Ángela.
—Si no lo acabamos hoy, no lo volveremos a ver en meses.
Doña Chonita Regalado y Conchita Parmesano salen del comedor.
—¿Han visto ustedes a mi hija Secundina? —pregunta doña Chonita.
—No. ¿Han visto ustedes a Pepita? —pregunta Cussirat.
—No —contesta doña Chonita.
—Tintín tampoco aparece por ningún lado —dice la Parmesano a Ángela, con aire de inteligencia.
Ángela se preocupa.
—¡Quién sabe qué estará tramando ese sinvergüenza! —dice, y se va a buscarlo en el jardín.
Doña Chonita y la Parmesano suben por la escalera. Cussirat, en el Salón, mira a Belaunzarán, que en ese momento está probando el champaña, mete la mano en el pecho, y después en la bolsa del smoking, cambiando la pistola de lugar. Con mano en la bolsa, gesto decidido, y paso de autómata, se va acercando a la espalda de su víctima, que ríe de un chiste que le ha contado don Bartolomé.
No llega a su destino. Conchita Parmesano, demudada, baja la escalera, va hasta Cussirat y lo detiene, con una mano en el brazo, y estas palabras:
—Pepita se ha suicidado.
Cussirat se le queda mirando, estúpidamente.
—Sube, está en la recámara de Ángela —dice Conchita y entra en el comedor, buscando a Malagón.
Cussirat echa una última mirada a la espalda de Belaunzarán, da media vuelta y sube por la escalera.
En el hall del primer piso se encuentra a doña Chonita abofeteando las orejas de la más tonta de sus hijas, y haciendo preguntas inútiles:
—¿Qué hacías tú aquí arriba, y qué hacían tus calzones en manos de ese mocoso?
Cuando ve a Cussirat se calla la boca, y desaparece empujando a su hija, en la alcoba de don Carlitos.
La alcoba de Ángela está en penumbra, iluminada sólo por una veladora. Tintín, con los calzones de Secundina todavía en la mano, mira fascinado el cuerpo despatarrado de Pepita Jiménez, que yace sobre la cama augusta de la dueña de la casa.
En los lugares que tenían al principio de la fiesta, en el vestíbulo de la casa, Ángela, ocultando su preocupación, y don Carlitos, ignorante de que en el primer piso de su casa hay una poetisa muerta, se despiden de Belaunzarán y sus acompañantes. Belaunzarán besa la mano de Ángela, y le dice:
—Fue una noche muy agradable; por muchas razones, pero usted, doña Ángela, fue la principal de ellas.
Ángela sonríe. Por un momento, la vanidad de anfitriona ahoga en ella la humanidad y el celo patriótico, y olvida, no sólo que arriba hay una muerta, sino que la recepción fue, desde un principio, planeada para quitarle la vida a quien, ileso, está frente a ella, dándole las gracias.
Pepita Jiménez fue enterrada en sagrado, gracias a las mentiras que dijeron todos y al certificado de defunción que extendió Malagón, en el que constaba que la poetisa había muerto a consecuencia de un paro cardíaco.
—Hace mucho que estaba enferma —anduvo contando por todas partes.
El entierro fue solemne y concurrido. Asistió lo mejor de Arepa. Ante la tumba abierta, el Padre Inastrillas dijo primores de la difunta.
—Este discurso estuvo mucho más sentido que el que echó Malagón en la velada de don Casimiro —comentó Conchita Parmesano a doña Crescenciana González.
En realidad, ambos discursos decían casi lo mismo, sólo que el Padre Inastrillas le agregó al suyo unos latinajos sacados del oficio de Difuntos, y él se veía más imponente, con sotana y sobrepelliz lleno de encajes, que Malagón con su ropa vieja.
Pepe Cussirat, de luto riguroso, con la mirada baja y una mano en la frente, hizo el papel de novio inconsolable. Las señoritas de Arepa, mirándolo, con ganas de echarle el guante ahora que estaba libre, cuchichearon:
—¡Ay, se ve tan guapo de negro!
Las casadas comentaron:
—Se ve que la sintió muchísimo.
Conchita Parmesano pensó para sus adentros: «¡Si supieran éstas que la mató con su indiferencia!».
En realidad, no tardaron en saberlo, porque una vez enterrada la muerta, la Parmesano no pudo resistir la tentación y empezó a ponerle peros a la versión del paro cardíaco.
—Yo fui quien la encontró muerta y estaba muy rara —decía.
Con el tiempo, Pepita estaba destinada a pasar a la mitología social de Arepa como la primera suicida.
—No escribas versos —advierten las madres a sus hijas versificadoras—, ya ves lo que le pasó a Pepita Jiménez.
Y cuentan una y otra vez la historia de aquella mujer que pasó treinta y cinco años escribiendo versos, ignorada por los hombres y acabó suicidándose por una decepción amorosa.
A consecuencias del incidente entre Tintín y Secundina, ésta, la más tonta de las hermanitas Regalado, fue sometida a un examen médico que practicó el Doctor Malagón, quien, por más que buscó, no encontró adentro de la primera nada que se pareciera a un virgo y, después de dar dictamen a la madre, se lo fue a contar a todo el mundo.