Maten al león

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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

BOOK: Maten al león
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Hacia fines de los años veinte, Puerto Alegre, capital de la isla caribeña de Arepa, se convierte en centro de una conspiración fraguada entre mármoles, gobelinos y peleas de gallos, al ritmo de congas, bodoleques, atabales y rungas. Se trata de matar a un viejo león, cuando se dispone a reelegirse por quinta vez jugándose el As de proponer la creación de la presidencia vitalicia. Las circunstancias, sin embargo, obligan al partido Moderado y al promisorio junior arepano Pepe Cussirat, elegido como candidato oposicionista, a cambiar de planes. Tras varios intentos frustrados de magnicidio, resulta que el revuelo no ha sido en vano, como se descubre en el inesperado desenlace de esta novela.

Parodia de una cualquiera de las dictaduras que han asolado los países de Latinoamérica, Maten al león destaca como la única comedía dentro de lo que es ya un subgénero de la novelística hispanoamericana.

Jorge Ibargüengoitia

Maten al León

ePUB v1.1

gosubUSK
10.07.12

Título original:
Maten al León

Jorge Ibargüengoitia, 1969.

Editor original: gosubUSK (v1.0-v1.1)

ePub base v2.0

La Isla de Arepa está en el Mar Caribe. Un diccionario, enciclopédico pero abreviado, la describiría así: «tiene la forma de un círculo perfecto de 35 kilómetros de diámetro; 250,000 habitantes, unos negros, otros blancos, y otros indios guarupas. Exporta caña, tabaco y piña madura. Su capital es Puerto Alegre, en donde vive la mitad de la población. Después de luchar heroicamente por su independencia durante 88 años, Arepa la obtuvo en 1898, cuando los españoles se retiraron por causas ajenas a su voluntad. En la actualidad (1926) Arepa es una República Constitucional. Su Presidente, el Mariscal de Campo don Manuel Belaunzarán, el Héroe Niño de las Guerras de Independencia, y último sobreviviente renombrado de las mismas, llega al término feliz de su cuarto periodo en el poder, máximo que le permite la ley».

I. LA PESCA

Nicolás Botumele, negro y viejo, patrón de cayuco, va a la pesca como Nelson a Trafalgar: parado en la popa, con una mano en la frente y el muñón de la otra en el remo que le sirve de timón; la mirada del ojo sano perdida en el mar lechoso de la mañana. Frente a él, en el cayuco, dos negros harapientos le dan al remo, y un chiquillo, a la pala. El chinchorro, listo para ser tendido, está en la proa.

El cayuco avanza, en el mar plano. No se oye más que el chacualeo de los remos, el crujir de los toletes y el pujar de los remeros.

El patrón descubre, a lo lejos, un banco de peces. De un golpe de timón, cambia el rumbo, y hace una seña a los cinco negros flacos que lo miran desde la orilla.

El cayuco está en la playa, varado. Los pescadores, con los calzones agujerados escurriendo, tiran del chinchorro. En el centro del arco de la red, todavía en el agua, los peces, en gran agitación, tratan de escapar. El patrón, con el agua al pecho, los pastorea, deshaciendo los pliegues de la red, y arropando la presa.

Los pescadores tiran con todas sus fuerzas. La panza de la red, pictórica, llega a la playa, y todavía palpitante, queda tendida sobre la arena.

Los pescadores se paran alrededor del bulto, y lo miran, con esperanza, porque es enorme. Botumele da un tirón a los corchos, y destapa la hinchazón. Entre pámpanos moribundos está el cadáver del Doctor Saldaña. Los pescadores miran los zapatos de charol, las polainas, el traje de casimir inglés, y los bigotes con algas.

La policía de Puerto Alegre tiene dos furgones de mulas. Uno sirve para llevar policías, y el otro para cargar muertos o presos.

El furgón de los muertos, con un cochero palúdico en el pescante, se abre paso entre los vendedores de churros y de pescado frito, y se detiene ante la puerta lateral de la Jefatura. Los curiosos se congregan para ver cómo varios policías salen de la Jefatura, abren las puertas del furgón y tiran de la camilla que está adentro. Una manta mugrienta tapa el bulto, no dejando al descubierto más que los zapatos de charol y las polainas. Los curiosos se arremolinan y apretujan para ver mejor.

—¡Abran cancha, que no es teatro! —grita un oficial.

Varios policías, blandiendo garrotes, se van contra la gente, obligándola a retirarse y abrir un camino por el que pasan los que llevan la camilla. Cuando ésta desaparece, la escaramuza sigue, entre policías y mirones.

Un policía torpe da un mal golpe en la espalda de un negro que huye y el garrote se le va al piso. Pereira, un joven pobre, pero aseado, que ve el suceso y es servicial, se inclina, recoge el garrote y se lo da al policía, quien, en vez de agradecérselo, la emprende contra él. Pereira se asombra primero, después, se asusta y, por fin, levanta el portafolio que lleva en la mano, para protegerse la cabeza. Cuando recibe un golpe en las costillas echa a correr y se va huyendo por las calles, entre muros cubiertos con las fotografías del muerto, y letreros que dicen: «Saldaña para Presidente. Moderación».

El Coronel Jiménez, con uniforme de prusiano, pelo de cepillo y pinta de indio patibulario, está agarrado al teléfono de su despacho particular.

—Con la novedad, señor Presidente —dice—, que acaban de traerme el cadáver del Candidato de la Oposición.

El Mariscal Belaunzarán, Presidente de la República, Héroe Niño y guapo que fue, pero avejentado por los años, las preocupaciones del estadista, las mujeres y los litros de coñac Martell consumidos en veinte años de poder, dice al teléfono:

—Pues investigue, Jiménez, para castigar a los culpables.

Cuelga el teléfono, haciendo un guiño y una mueca picara a quien está frente a él, al otro lado del gran escritorio presidencial.

—Ya lo encontraron.

Cardona, el vicepresidente, no chista. Tiene los mismos bigotes pendientes que el Mariscal, pero es flaco, bilioso, y no muy inteligente.

Belaunzarán recoge las fotografías tomadas durante la campaña electoral de Saldaña, y los textos de los discursos que pronunció, que llenan el escritorio; los echa al cesto de los papeles, y dice:

—Esto es basura. Se acabaron las preocupaciones —se vuelve a Cardona, y le dice con severidad paternal—. Ahora sí, Agustín, si no ganas estas elecciones, sin contrincante, es que no sirves para político, ni para nada.

—Manuel, yo hago lo posible —dice muy serio Cardona, que nunca le ha encontrado el chiste a las ironías del Mariscal.

—Pues yo también. Ya te quité al enemigo. Y con un poco de suerte, hasta acabamos con su partido, porque si las cosas salen como las tenemos pensadas, los moderados van a quedar más desprestigiados que mi santa madre.

Se para frente a la ventana, y, a través de los cristales, mira, al otro lado de la Plaza Mayor, a los ociosos que están sentados en el Café del Vapor.

—Espero que Jiménez cumpla con su deber, y siga la pista que le hemos puesto —dice, antes de sumirse en sus reflexiones.

Cardona, en su asiento, espera, pacientemente, a que le digan que se vaya.

Jiménez, entre su escritorio y un cuadro que representa a Belaunzarán, vestido de punta en blanco y envuelto en la bandera arepana, le dice a Galvazo, su ayudante, encargado de las investigaciones y los tormentos:

—Tenemos que descubrir quién mató al Doctor Saldaña.

Galvazo se asombra. Mira a su jefe sin comprender.

—¿No fue él?

Señala el retrato del Mariscal. Jiménez escabulle la mirada, se mueve incómodo, y finge no haber oído.

—El mismo Mariscal acaba de darme la orden, Galvazo.

—Muy bien, mi Coronel. Haremos la investigación.

Un secretario, cadavérico y aburrido, escribe, en una Remington niquelada, la declaración del chofer de Saldaña.

El sótano de la Jefatura es la cámara de horrores de Galvazo. El procedimiento que éste sigue para obtener información es rudimentario, pero infalible: consiste en poner a los interrogados en cuatro patas, y tirar de los testículos hasta que hablen.

El chofer de Saldaña, tenso y sudoroso, con la mirada baja, se abrocha el cinturón, y dice:

—Anoche, a las diez, llevé al Doctor Saldaña a la casa de la calle de San Cristóbal número 3. Me dijo que ya no me necesitaba, y a esa hora me fui a mi casa.

Galvazo y Jiménez, sentados sobre una mesa, con los brazos cruzados, lo escuchan. Galvazo se vuelve a Jiménez, y le dice, escandalizado:

—¡En plena campaña electoral y andaba en burdeles! ¡Qué cinismo!

La toma de la casa de doña Faustina, la de San Cristóbal número 3, el burdel más caro de Puerto Alegre, formará, en adelante, parte de la mitología arepana. Los policías entraron por la puerta principal, por la lateral, por la trasera, y por las ventanas del segundo piso, usando la escalera de los bomberos. Juntaron a veinte putas histéricas en la sala morisca, les metieron mano, y les quitaron el dinero que habían ganado con tanto trabajo, aquella noche de quincena; después, las metieron en el furgón de los presos, y las hicieron pasar la noche en chirona, en donde tres de ellas pescaron resfriado, y un sargento carcelero, gonorrea. Los clientes, excepto el Director del Banco de Arepa, que se puso a salvo saltando por una ventana y rompiéndose una pierna, fueron fichados, extorsionados y puestos en libertad. De nada sirvió que doña Faustina, la dueña, amenazara al Coronel Jiménez con hablarle por teléfono al Mariscal.

Galvazo y Jiménez miran a su alrededor en el Salón desierto. El decorado gótico y los muebles moriscos, cedidos galantemente al burdel por un millonario libidinoso, están patas arriba. En el perchero hay un sombrero de fieltro. Galvazo y Jiménez, dándole vueltas, lo contemplan como quien ve un tesoro: tiene en la banda las iníciales de Saldaña.

La viuda de Saldaña, envuelta en velos sofocantes, se presenta en la Jefatura, para identificar y recibir, personalmente, el cuerpo de su marido. Viene acompañada de tres grandes amigos y consejeros políticos del difunto: los diputados moderados Bonilla, el hombre más honrado de Puerto Alegre, y uno de los más ricos, don Casimiro Paletón, poeta cívico y director del Instituto Krauss, y el señor de la Cadena, que no tiene más méritos que los de llamarse así y haber sido diputado.

El Coronel Jiménez, en consideración a las virtudes cívicas del finado, hace pasar a la viuda y sus acompañantes a su despacho, los invita a sentarse, y le pone enfrente a la viuda un recibo por un cadáver acuchillado, abierto, destripado, vuelto a rellenar, y remendado. Mientras la viuda firma, un ordenanza entra llevando un paquete con las prendas personales del difunto.

—Sólo faltan aquí el sombrero, el reloj y la cartera del Doctor —explica Jiménez—, que serán usados como instrumentos del juicio.

La viuda lo mira a través de los velos, y los otros tres, a través de sus respectivas antiparras. Ninguno dice nada.

—Esperamos saber quiénes son los culpables en unas cuantas horas —dice Jiménez, incómodo.

La viuda no puede más; se pone de pie.

—¿Unas cuantas horas? Yo sé quién es el culpable desde que me dieron la noticia. Para aprehenderlo basta con ir al Palacio Presidencial.

La viuda empieza a sollozar. Don Casimiro va junto a ella, y le da palmaditas en la mano. Bonilla se pone de pie y se acerca a Jiménez, que tiene los pelos erizados y no atina qué hacer. Le dice:

—La señora está deshecha, Coronel. No tome en cuenta lo que ha dicho.

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