Al encontrarse frente al Instituto Krauss el cortejo y la manifestación se detienen; los caballos están nerviosos, el cochero, inseguro, los ricos temerosos de que la turba gritona los llene de escupitajos. Los pobres, por su parte, al ver frente a ellos la carroza negra con el muerto adentro, se detienen también, se miran consternados, y se callan la boca y los instrumentos. Durante un momento nadie se mueve en la calle llena de gente. No se oyen más que los cascos de los caballos golpeando en el adoquín carcomido. Pereira asoma a una ventana del Instituto Krauss y mira a sus pies aquellas dos corrientes inmóviles. El sol cae como plomo, no hay una brizna de aire, las moscas reanudan sus cacerías microscópicas.
Al final vence la superstición. Los pobres se quitan los sombreros de palma, el cochero fustiga a los caballos y los hace avanzar, los pobres se separan y abren paso a la carroza, los ricos aprietan filas y echan a andar, convencidos de que van a pegárseles las liendres, los automóviles elegantes se ponen en marcha, con pedorrera espectacular.
El Doctor Saldaña, cabeza de sus huestes de medio pelo, cruza, como Moisés, un pestilente y dividido Mar Rojo para llegar al cementerio.
Cuando el cortejo ha pasado, la turba se cubre, los tamborileros tocan, la gente grita y avanza dando brinquitos y cantando:
Que te digo que no paro
Belaunzarán.
En el Salón Verde del Palacio, con araña, gobelinos y muebles estilo Imperio, adquiridos por un Capitán General megalómano de tiempos isabelinos (de los españoles), están sentados Mr. Humbert H. Humbert, Sir John Phipps y M. Coullon, embajadores de los Estados Unidos, su Majestad Británica y Francia, respectivamente, fumando los Partagás que acaba de ofrecerles el Jefe del Protocolo.
En el Salón de Audiencias, Belaunzarán recibe a los diputados, que vienen a darle la noticia de la ley que acaban de modificar. Borunda es el portavoz:
—Señor Presidente, usted está en libertad de aceptar la candidatura.
El Mariscal, haciendo la remolona, levanta las palmas de las manos con modestia:
—Pero yo ya estoy muy cansado, muchachos.
Cardona, que ve desvanecerse sus esperanzas, pone cara de vinagre.
Afuera se oye el canto de la plebe. Chucho Sardanápalo, Ministro del Bienestar Público, y el Intendente de Palacio, entran a pedirle a Belaunzarán:
—Salga al balcón, señor Presidente, la gente lo está pidiendo.
En la Plaza Mayor, el populacho organizado canta con ritmo mulato:
Belaunzarán
no te noj vayas
Belaunzarán
Ay, no no no
no te noj vayas
Belaunzarán
Belaunzarán, desde el balcón, llora lágrimas de emoción, y agradece la fiesta. Al agradecer la fiesta dice que si con la cabeza, y al verlo, el público estalla en jubilo, y sigue la juerga.
Belaunzarán se retira del balcón. En el Salón de Audiencias, entre los diputados y los ministros, está Cardona, agrio como siempre, con los hombros caídos como nunca. Belaunzarán entra en el Salón, cruza hasta Cardona y lo abraza. Le dice, con la voz engolada por la emoción:
—Perdóname, Agustín, pero no puedo negarles nada. Otra vez será.
Belaunzarán se separa de Cardona, lo deja mirando la alfombra, y a los demás, a Cardona, con lastima, y sale por la puerta que da al pasillo que conduce a su despacho particular.
En su despacho, Belaunzarán se transforma. La emoción y la parsimonia lo dejan, aprieta el paso, rodea el magno escritorio, libra un sillón, pasa junto a su estatua, y abre la puerta del baño, desabrochándose el botón de la bragueta.
En el Salón Verde, los embajadores se aburren mirando al vacio. El ruido del excusado los saca de su ensimismamiento. Paran la oreja, se enderezan, y al abrirse una puerta, tuercen el pescuezo para ver quien entra.
Belaunzarán, dejando a sus espaldas la catarata artificial que ha provocado, y que sigue fluyendo, está en el umbral, abrochándose la bragueta y sonriendo cortésmente:
—Señores, estoy para servirlos.
Dicho esto, se sienta en un sillón ligeramente más alto que los que ocupan los embajadores.
Mr. Humbert H. Humbert, regordete y marrullero, simpático a fuerzas, entre sonrisas y vocales ambiguas, toma la palabra:
—Mis colegas aquí presentes y yo, venimos a expresarle que nuestros respectivos gobiernos verán con muy buenos ojos que usted siga en el poder, por considerarlo un estadista como no hay otro.
—Muchas gracias —dice Belaunzarán.
Sir John Phipps, viejo y seco, que no entiende español y es sordo, sonríe amablemente a Belaunzarán, y mueve la cabeza afirmativamente, deseando, en su fuero interno, que lo que ha dicho Humbert H. Humbert sea lo que él quisiera haber dicho. M. Coullon, redondo y cabezón, con la cara llena de reproches, no hace gesto alguno y pone la mirada en los lebreles del gobelino que tiene enfrente. En sus veinte años de embajador en tierras de indios, no ha logrado entenderse con nadie, por considerar que, puesto que el Francés es la lengua diplomática, no hay razón para usar ningún otro idioma.
—En cuanto a la Ley de Expropiación y el Programa Agrícola, que tiene usted en proyecto, querido Mariscal —continua Humbert, más sonriente que nunca—, estamos de acuerdo en que no lesionara los intereses de ningún extranjero, ni será obstáculo para que Arepa cumpla con los compromisos que ha contraído con nuestros gobiernos, ¿no es así?
—Así es, míster Jombert —dice Belaunzarán, sonriendo ligeramente, y echando una miradita en los ojos de cada uno de sus visitantes, para demostrarles sinceridad.
Los anglosajones sonríen a Belaunzarán benévolamente. Coullon gruñe, en francés:
—¡Bien!
Salvador Pereira, con gorra de automovilista y Palm Beach regalados, el portafolio bajo el brazo, escoge el más pequeño de entre los pargos muertos que hay en la mesa de una pescadería. Primero lo palpa, para saber si está firme, después, le mira los ojos ciegos, y por último, lo huele; satisfecho con el resultado de estas operaciones, lo pone sobre el mostrador, frente al pescadero, que lo destripa, lo cepilla y lo envuelve en un periódico. Pereira paga y guarda el bulto en el portafolio, entre las escuadras y una sonata de Schubert.
A la sombra de un almendro, Pereira mira a lo lejos un tranvía, que se acerca dando bandazos, crujiendo, deteniéndose con ruido de matraca, arrancando con un quejido, llevando en el frente un letrero que dice: «Paredón», y un anuncio de «El botín rojo» importadores de calzado americano y europeo. Pereira lo aborda de un salto, con la agilidad y la experiencia de sus veinticinco años de pobretón.
En la estancia de la casa de su madre, Esperanza, la mujer de Pereira, fúnebre y desgreñada, cose ajeno, entre las cortinas de percal, los muebles de mimbre, el piso amarillo congo, el Sagrado Corazón, el retrato de bodas y el cromo que representa a unos amorcillos remándole la góndola a una Venus gorda. En la cocina, doña Soledad, dueña de la casa y suegra de Pereira, suda, se acongoja pensando en el abismo que hay entre tener cocinera y no tenerla, y vigila los frijoles negros que hierven en una olla de barro. Pereira entra en la casa, saluda a su mujer con un beso desalentado y no correspondido, cuelga chaqueta y gorra de los colmillos de un jabalí de pasta, va al rincón en donde está su atril, toma el violín, abre la partitura, y se dispone a tocar, cuando Esperanza le dice:
—No me has preguntado cómo me siento.
—¿Cómo te sientes?
—Muy mal. Me duele el hígado otra vez.
—Ve a ver un medico.
—No tengo dinero.
—Toma un cocimiento de yerba santa.
—No me hace efecto.
—Entonces, rézale al Sagrado Corazón.
Toca una nota, afina, vuelve a tocar. Entra doña Soledad, agitando un abanico japonés manchado de grasa; con los pelos pegados a la frente sudorosa.
—¿Se olvido usted otra vez del pescado, o es que gasto el dinero en otra cosa?
Pereira, sin malos modos, dócil, deja el violín a un lado, va al portafolio, saca el bulto y se lo entrega a su suegra, que sale del cuarto, desenvolviendo el pargo, y olfateándolo, llena de sospechas.
Pereira vuelve a tocar. A la segunda nota, se da cuenta de que Esperanza está llorando en silencio. Baja el violín y pregunta, preocupado:
—¿Qué te pasa?
Esperanza se cubre la boca con un pañuelo, y solloza. Se levanta de pronto, como quien, incapaz de contenerse, no quiere dar el espectáculo, y va hacia la puerta diciendo, entre sollozos, mocos y el pañuelo que tiene sobre la boca:
—¡Es que somos tan pobres!
Sale dando un portazo y, en la intimidad de su alcoba, se echa de panza en la cama de latón en donde han cohabitado, tranquilamente, tres generaciones de mujeres amargadas por el fracaso social de sus respectivos maridos.
Pereira abre la puerta y, parado en el umbral, ve, desolado, como se estremecen las nalgas de su mujer con los sollozos. Entra en el cuarto, cierra la puerta, deja el violín sobre una silla y, con cara de tragedia, monta de un brinco sobre Esperanza y le muerde la nuca. Ella, llorosa, dice: «no, no, no», pero permite que le aprieten las tetas.
Pereira, después del coito, toca el violín con inspiración y mal tono. A su lado, Esperanza cose apaciblemente, con la mirada baja.
Pereira, Esperanza y Soledad, de sobremesa silenciosa, toman el café negro, mirando, con cierta nostalgia, el esqueleto del pargo, que yace sobre un platón desportillado.
Pereira, en las tardes, va a la playa en mangas de camisa, y se sienta, durante horas, en cuclillas; inmóvil, con las manos sobre la frente, haciéndole pantalla a los ojos, que miran el horizonte desierto.
Por la noche, alumbrándose con un quinqué, Pereira juega, cautelosamente, ajedrez con el Terror de la Jefatura, Pedro Galvazo, en la estancia de su suegra. Soledad, Esperanza y Rosita Galvazo, sentadas en mecedoras de bejuco, en plena calle, toman el fresco, se rascan la greña, se abanican, y ponen en entredicho, con voces agudas, la virtud de las vecinas.
Pereira adelanta una torre y dice:
—Mate.
Galvazo, rojo y convulso, golpea con el puño la mesa de caoba pintada de azul, tumba la reina y dice:
—¡Me chingo a topes!
Pereira, a la defensiva, arrinconado en su silla, espera a que baje el furor de su contrincante. Por entre las cortinas pasa la voz majadera de doña Rosita Galvazo:
—Que te digo que sí, que le pone los toneletes a su marido.
Soledad y Esperanza ríen con deleite y niegan la noticia, con ganas de que les cuenten detalles.
Galvazo, dueño de sí mismo, en el papel de gran perdedor, dice, con magnanimidad:
—Esta fue una partida de mierda, amigo Pereira.
Pereira se tranquiliza, asiente con la cabeza y sonríe tímidamente.
La casa de los Berriozabal fue construida a principios de siglo, con el dinero del padre de don Carlitos y el talento de un arquitecto italiano que se hizo millonario en sus viajes por tierras bárbaras. En la rotonda, a la sombra de la palma datilera y a la vista de todo el mundo, están los coches de la familia: El Dussemberg descapotable y el Dion-Button cerrado.
Ángela, cuya debilidad son las artes, ha transformado el corredor sombrío que daba al parque interior en un Salón de música, que tiene grandes ventanales que abren a la yerba verde, la magnolia, las poinsettias, las jacarandas, el hule, las rosas de Castilla y los pavorreales.
En este Salón se juntan, las tardes de los miércoles, los espíritus más finos de Puerto Alegre, a tocar mal buena música y a escuchar los varoniles versos de don Casimiro Paletón y los delicadamente apasionados de Pepita Jiménez, poetisa aficionada.
Tintín Berriozabal, recostado en el canapé forrado de cretona, descansa la cabeza en las piernas todavía macizas de su señora madre, que le acaricia el cabello.
—Tu amigo, el profesor Pereira —dice Tintín—, es un imbécil.
—No es mi amigo, es un invitado. Toca el violín admirablemente. Es parte indispensable del quinteto. Si es imbécil o no, me tiene muy sin cuidado. Y levántate, que estás arrugándome el vestido.
—No me da la gana.
Ángela sigue acariciando, apaciblemente, el cabello de su hijo, mientras dice, con severidad:
—No me faltes al respeto.
Entre las azaleas, las vinílicas, las fascéderas y las glorietas de Pérgamo, Ángela, con vestido blanco, le indica al jardinero negro cuales son las flores que debe cortar y entregar a la criada que va tras de ellos, con un ramo entre los brazos.
Don Carlitos, vestido de blanco, con cuello Cardiff, corbata inglesa detenida por un fistol con perla y zapatos de dos colores, aparece en la vereda y pregunta, chunguero:
—¿Y no se come en esta casa?
Va hasta donde está su esposa y, levantando ligeramente los talones, le pone el bigote, recortado y canoso, sobre la mejilla. Ella lo mira sin interés.
—Esos zapatos son horribles.
—¿Te parecen horribles? A mí me gustan.
Con orgullo de propietario, pone una mano sobre la nalga firme de su mujer para que vean los criados que todavía las puede; ella le dice, en secreto:
—No me toques.
Don Carlitos finge darse cuenta, hasta entonces, de que no están solos, dice: «¡Ah!», quita la mano, y camina por la vereda unos pasos, al lado de su mujer. El jardinero y la criada cambian una mirada de aburrimiento que dura un instante.
Don Carlitos corta un níspero, y se lo come.
—En el Casino dicen que es un hecho. Nos quedamos con Belaunzarán otros cinco años. A menos de que se nos ocurra una idea genial.
—¡Qué vergüenza! —dice Ángela.
Don Carlitos adopta un tono severo.
—Vergüenza o no vergüenza, voy a pedirte que no vuelvas a decirle asesino. Tenemos que ser diplomáticos y defender nuestras propiedades.
Ángela se vuelve al jardinero y le dice:
—Corte tres rosas de Castilla.
El jardinero pone manos a la obra; Ángela lo observa; don Carlitos escupe el hueso y come otro níspero. Deja el tono severo y trata de hacerla entrar en razón.
—Además, el hombre está en la mejor disposición. Hoy juego domino con él.
—Haz lo que quieras —dice Ángela, oliendo una rosa.
Don Carlitos escupe el hueso del segundo níspero, y dice:
—Bueno, ¿a qué horas se come aquí?
—En este momento. El ramo está listo. Comeremos y llegaras a tiempo a tu cita con el bandolero.