—Y a una mulata para mí —pide Cussirat.
Y esa noche vino la Princesa, con siete muchachas, en una carretela de alquiler, y bailo la jota con Cussirat. Cuando, con una zapateta, volcaron la mesa y rompieron la cristalería, Pepe le dijo a Ridruejo, que lo ayudo a levantarse del piso:
—¡Cómo en los buenos tiempos!
Después se echo encima de una negra tísica. Así pasaron la noche, y el día los descubrió, en plena euforia, manteando a Pablito el Pendejo, en el patio del Casino.
A las doce de un día sofocante, el siguiente de su llegada, Pepe Cussirat abre los ojos en su habitación, y no la reconoce. Pasea la mirada opaca por los muros tapizados, el ropero monumental, el tocador con placa de mármol, la garrafa y la palangana; la detiene, perplejo, en la fotografía de su abuelo, vestido de estudiante, empuñando una mandolina; por fin, la lleva a las persianas, por donde se filtran la luz, el bochorno del mediodía, y el crujido perezoso de una carreta, que va pasando por la calle de Cordobanes. Hasta entonces comprende que está en Puerto Alegre. Comprende también que el ruidito que oye son las burbujas de la sal hepática que Martín Garatuza está preparando en un vaso, sobre la mesa de noche.
—Son las doce, señor.
Cussirat se incorpora. Tiene la boca pastosa, el aliento fétido, la garganta reseca, los músculos doloridos, y en el fondo de su ser, aprehensión. Bebe la sal hepática. Garatuza abre las persianas.
—¿Un filete con papas, señor?
Cussirat hace gesto de asco.
—¿Quiere usted ropa de casa, o le preparo la que va a ponerse esta tarde, para ir a casa de los señores Berriozabal?
Cussirat quiere volver a dormirse, hace con la mano un gesto, a Garatuza, de que se vaya, que el otro ignora.
—Don Francisco Ridruejo está en la sala, esperándolo, señor.
Cussirat se incorpora en la cama, malhumorado.
Unos minutos más tarde, Paco Ridruejo entra en la habitación, vestido de campirano.
—De pie, flojazo —ordena—, que hoy es veinticuatro de mayo.
—¿Y eso qué?
—¿Ya no te acuerdas? Es el aniversario de la toma del Pedernal. Quiero que veas a tu contrincante en acción.
Cussirat, haciendo a un lado el cansancio, los efectos de la borrachera y su mal humor, se pone de pie.
A fines del siglo XVI, los españoles decidieron construir un fuerte para defender Puerto Alegre de los corsarios. Para erigirlo, escogieron el islote del Pedernal (llamado así, porque alguien había encontrado allí pedernal), que está en la bocana de la bahía.
El Fuerte del Pedernal, que tenía por objeto impedir la entrada (o la salida) de barcos hostiles al puerto, nunca sirvió para nada, porque los corsarios nunca llegaron a Santa Cruz de Arepa. Los que lo construyeron nunca se hubieran imaginado que las barbacanas que estaban haciendo habrían de convertirse, con el paso del tiempo, en la trampa donde iba a caer un ejército español, porque al Pedernal se fue a refugiar, con los restos de sus mermadas fuerzas, después de la Batalla de Rebenco, el General Santander.
Once meses resistieron los españoles en aquel último reducto. En realidad, no les costó trabajo, porque nadie los ataco durante ese tiempo, ni resistieron porque tuvieran ganas, sino porque nadie pasó a recogerlos. La guarnición había sido olvidada por el mundo civilizado, como dijo un diputado a Cortes cuando se supo la noticia de la matanza.
A los once meses de sitio (relativo, porque los españoles viajaban todas las tardes a la tierra firme con el objeto de abastecerse de víveres), Belaunzarán, el más joven de los caudillos insurgentes, decidió dar un golpe que había de acabar, para siempre, con la dominación española de Arepa. Junto en la playa a los negros de la Humareda y a los guarupas del Paso de Cabras, y cuando oscureció y la marea estuvo más baja, se despojo de su vistoso uniforme de general brigadier, y en cueros, con solo un machete en la mano, se metió en el agua hasta la cintura, se volvió a los negros y a los guarupas, que lo miraban sin entender que tramaba, y alzando el machete, grito:
—¡Voy por la gloria! ¡El que la quiera, que me siga!
Dicho esto, se puso el machete entre los dientes, y empezó a nadar en dirección al islote. Mil hombres lo siguieron, nadando encuerados, mordiendo machetes. Muchos se ahogaron, pero, muchos también, salvaron los cien metros que tiene de ancho el canal que separa al islote de la tierra firme, y cayeron como un rayo sobre los ciento cuarenta y tres españoles, que estaban desapercibidos, haciendo una fiesta, en honor de María Auxiliadora, y memoria del prodigioso triunfo de las naves españolas en Lepanto. Era el veinticuatro de mayo. No quedo uno con vida.
Don Casimiro Paletón, que a la sazón era un joven poetastro, canto esta gesta con un poema de mil sonoros versos (uno por cada uno de los participantes), en el que califico a Belaunzarán, que tenia veinticuatro años, de «Héroe Niño», de lo que nunca se arrepintió bastante.
Cada año, el veinticuatro de mayo, los negros de la Humareda y los indios del Paso de Cabras, se juntan en la playa, bailan durante seis horas al son del bongo, ante el Cuerpo Diplomático, los funcionarios y la chusma porteña; a las seis llega Belaunzarán a caballo, vestido de brigadier. Se quita la ropa, se queda en calzones, se pone un machete entre los dientes y repite la hazaña de nadar hasta el Pedernal, en donde lo esperan, con música, la Banda de Artillería, y una señorita, disfrazada de Patria, que lo corona de laurel.
Muchos son los que lo siguen en la travesía y, cada año, alguien se ahoga. La esperanza proverbial de los ricos de Arepa es «que el Gordo se ahogue nadando hacia el Pedernal». Deseo que no se les ha cumplido en los veintiocho años que van transcurridos desde la independencia.
Pepe Cussirat y Paco Ridruejo comieron en el Hotel de Inglaterra y llegaron a la playa vestidos de blanco, con panamás en la cabeza, a las cuatro y media, cuando la danza entraba en su apogeo.
Bajo una enramada, sentado en un sillón de mimbre, Sir John Phipps duerme tranquilamente, gracias a su sordera. A su lado, el primer secretario de la Embajada Británica, se espanta las moscas.
Abriéndose paso entre los restos de pescado frito y las cascaras de coco verde que cubren la arena, los dos jóvenes dandies llegan hasta la «enramada de paja» , saludando, al pasar, a Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, que bostezan en la enramada de los diputados. Mientras Paco Ridruejo paga por las sillas, alguien, que está en galena, saluda cordialmente a Cussirat. Este contesta el saludo y, cuando su compañero se sienta a su lado, le pregunta:
—¿Quién es ese?
Ridruejo mira hacia el hombre que, sentado en una banca corrida, se quita el carrete por segunda vez, inclina la cabeza y sonríe.
—Es un músico, protegido de Ángela Berriozabal.
Cussirat no recuerda a Pereira, quien acompañado de su mujer, su suegra y doña Rosita Galvazo, aprovecha el espectáculo, gratis, porque Galvazo, que está encargado de la seguridad, les ha dado pases.
Los guarupas bailan al son de atabales, cascabeles, flautas de carrizo y guitarrones; los negros, al son de bongos y tumbas. Todos al mismo tiempo y sin concierto. Todos se emborrachan, algunos se pelean, otros se caen en la arena, postrados por el agotamiento, y se quedan durmiendo la mona.
La Banda de Artillería y los niños de las escuelas, llegan al Pedernal, por entregas, en la lancha de la Capitanía. Don Carlitos y don Ignacio Redondo, que temen que su ausencia sea notada, y que de eso se deriven males irreparables sin cuento, se presentan de mal humor y a última hora. Coco Regalado y el Caballo González, que siguen la farra, aparecen borrachos, dando traspiés, «a ver como se ahoga el Gordo».
Por fin llega Belaunzarán, entre el griterío de la plebe, y el estruendo de las bandas de guerra. Se desviste, se mete al mar, dice su frase célebre, y cruza, sin contratiempo, el canal, a la cabeza de cientos de borrachos.
Cuando aparece en la otra orilla, y es coronado de laurel por la «Patria», al son del Himno Arepano y a la luz de los fuegos de artificio, Cussirat, entre los aplausos, los bongos y el griterío, de pie sobre la silla, para ver mejor, se vuelve a Paco Ridruejo y le dice:
—Contra este hombre no se puede luchar en unas elecciones. Hay que matarlo.
Pasa un momento antes de que el otro se convenza de que su amigo está hablando en serio. Después, dice:
—¡Si, claro! ¿Pero, como?
Esa noche, en el Casino, los moderados se llevaron la sorpresa, y algunos hicieron el coraje de su vida. Pepe Cussirat, su última esperanza, rechazo la candidatura a la presidencia.
—Pero si usted mando un cable diciendo que aceptaba su postulación —le reclama Bonilla, con severidad.
—Que la aceptaba «en principio» —corrige Cussirat—. Ahora la rechazo. He reflexionado, y he visto la realidad. En primer lugar, creo que no tengo esperanzas de salir electo; y en segundo, creo que, aunque ocurriera un milagro, y ganáramos las elecciones, Belaunzarán, que evidentemente no quiere dejar el poder, como lo demuestra la muerte del Doctor Saldaña y los cambios que se han hecho en la Constitución, tiene la fuerza y la popularidad necesarias para hacer una revolución y arrebatarnos la presidencia en dos días. Entonces si estaríamos en un aprieto. Yo y ustedes.
Su argumento, que parecería incontrovertible, y que puede formularse con una pregunta: «¿Para qué luchar cuando no hay esperanzas?», no convence a los moderados más tercos, y más moderados, como Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, que tienen quince años hablando de dar batallas cívicas; ni a los más medrosos, como don Ignacio Redondo, a quien el fantasma de la Ley de Expropiación quita el sueño. Los demás, que consideran que si no se puede ganar, hay que estar, cuando menos, bien con el que gane, como don Carlitos, don Bartolomé González y Barrientos, comprenden a Cussirat, lo excusan, y hasta lo defienden cuando se levanta, sale del Salón de Actos, y va a tomarse un Tom Collins en el bar del Casino; pero pierden la batalla cuando don Carlitos propone a Belaunzarán como candidato del Partido Moderado a la presidencia, porque las fuerzas reaccionarias, intransigentes y oscurantistas, como las llamaría Belaunzarán, son más numerosas.
—No podemos ponernos en sus manos y dejar que nos corte el pescuezo —dice Redondo, no pensando en el pescuezo, sino en el ingreso que le producen los almacenes que llevan su nombre.
Después de mucho debate, y mediante la creación de malas voluntades, se acuerda hablar con Belaunzaran y pedir que se pospongan las elecciones, con el objeto de tener más tiempo para decidir qué candidato nombrar.
El pavorreal echa la cabeza atrás, eriza las plumas del buche, alza la cola, dejando al descubierto el año, la despliega y grita. Dos tordos se ponen en fuga, otro pavorreal contesta, un grajo vuelve la cabeza y lo mira de sesgo, con desconfianza. Una guacamaya, encadenada, se encarama en su aro ayudándose con la lengua. Ángela y Cussirat caminan por la vereda del jardín, tomando el frescor de las cinco.
—Yo quisiera hacer algo —dice Ángela—, pero no se qué. Necesito que alguien me aconseje.
—Cuando llegué —dice Cussirat—, tenía esperanzas de que fuera posible ganar las elecciones, y de que Belaunzarán no fuera completamente nocivo. Con la entrevista de antier, y la ceremonia del Pedernal, se esfumaron. Las elecciones están perdidas, y este hombre va a llevar al país al desastre. Hay que acabar con él. Por cualquier medio.
Ángela, alerta, se detiene, y mirando una planta de adelias, pregunta:
—¿Cuál medio?
Cussirat deja que ella le dé la espalda y meta las narices entre las flores, antes de contestar. Mirando las nalgas de su anfitriona, y metiendo las manos en las bolsas de sus pantalones impecables, dice:
—Matándolo.
Ángela, alerta, sin volver la cara, con el corazón palpitante, oliendo las flores, pregunta:
—¿Quién va a matarlo?
Cussirat, tenso, deja pasar un momento antes de contestar:
—Ángela, tengo que hacerle una confesión.
Ángela se da la vuelta, y lo mira, de frente.
—Pero, en nombre de nuestra amistad —dice Cussirat—, le pido que, aunque lo que voy a decirle le parezca una locura, no lo repita a nadie.
Ángela, con voz profunda, impregnada de una sensualidad que no viene a cuento, dice:
—¡Dime!
—Los caballos que mande traer, los palos de golf, las escopetas, los doce baúles del equipaje, no son más que una pantalla. En realidad, si todo sale bien, pienso irme de Arepa esta noche.
Ángela tiene un estremecimiento, mitad sincero y mitad ficticio. Toca, con las puntas de los dedos, en un ademan elegante, apasionado y sugerente la manga del saco de Cussirat, al tiempo que dice, con voz entrecortada:
—¿Tan pronto?
Cussirat, con rápido movimiento, atrapa la mano de Ángela, y la oprime contra el worsted de su saco.
—Mi misión estará cumplida.
Ángela lo mira sin comprender, o fingiendo no comprender. Cussirat suelta la mano de Ángela, gira cuarenta y cinco grados, y se queda absorto en el vuelo de una abeja. La mano de Ángela se apodera de su brazo, lo estruja ligeramente y, con gran maestría, lo obliga a rozarle un pecho.
—Dime más —suplica ella.
Cussirat, pomposo, serio, imbuido de la magnificencia de sus intenciones, le dice:
—Desde hace un mes, cuando leí en los periódicos del asesinato del Doctor Saldaña, y recibí la invitación de los moderados, comprendí que todavía tenía un deber con mi Patria: liberarla del tirano. Por cualquier camino. A eso vine. Vengo preparado.
—¡Qué valiente eres! —dice Ángela.
Cussirat baja la mirada en silencio, otorgando la razón a ella, que le pregunta:
—¿Corres peligro?
—El necesario. Esta noche me recibirá. Lo matare a balazos en su despacho, tratare de salir vivo de Palacio. He conseguido un coche. Mi mozo me esperara en él, y me llevara a la Ventosa. El avión está preparado. Nos iremos los dos.
Ángela lo mira, llena de admiración.
—¿No hay nada que pueda yo hacer?
—Nada, por el momento. Si algo sale mal, yo le diré.
—Cuenta conmigo.
Ambos siguen caminando por el sendero, lentamente, sumergidos en la mutua admiración y su complicidad.
De pronto, Ángela se detiene, deja el brazo de Cussirat, y se inclina para recoger del suelo a una mariposita que acaba de salir de la pupa, no puede volar y camina torpemente por el sendero. La levanta y le dice: