Más muerto que nunca (9 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Más muerto que nunca
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No, no quería echarle la culpa a Eric de la complicada situación en la que me encontraba. Cuando todo sucedió, Eric no era él. Era culpa mía no haberme sentado a reflexionar detalladamente sobre la situación. En la mano de Debbie tenía que haber indicios de su disparo. Debbie había disparado. En el suelo tenía que haber residuos de la sangre seca de Eric. Ella había entrado en mi casa por la puerta principal, y la puerta, en su momento, mostraba claros signos de aquella entrada ilegal. Su coche estaba escondido en el otro lado de la carretera, y en su interior sólo habría huellas de ella.

Me inundó una sensación de pánico, pero la superé.

Tenía que acostumbrarme a vivir con aquello.

Sin embargo, me daba lástima la sensación de incertidumbre en que vivía su familia. Yo les debía la verdad... pero no podía dársela.

Escurrí la bayeta y la dejé en el espacio que divide los dos fregaderos. Había puesto mi culpabilidad en el sitio que le correspondía. ¡Eso estaba mucho mejor! No. Enfadada conmigo misma, salí de la cocina, fui a la sala de estar y encendí la tele: otro error. Un reportaje sobre el funeral de Heather; un grupo de reporteros de Shreveport se había trasladado hasta aquí para cubrir la noticia del modesto funeral. ¡Qué revuelo habría en los medios de comunicación si se conociese el motivo por el que el francotirador seleccionaba a sus víctimas! El locutor, un afroamericano solemne, explicaba que la policía del condado de Renard había descubierto otros ataques aleatorios con arma de fuego en pequeñas ciudades de Tennessee y Misisipi. Me quedé perpleja. ¿Un asesino en serie? ¿Aquí?

Sonó entonces el teléfono.

—Diga —respondí, sin esperarme nada bueno.

—Hola, Sookie, soy Alcide.

Sonreí sin quererlo. Alcide Herveaux, que trabajaba en Shreveport con su padre en un negocio de peritajes para construcciones, era una de mis personas favoritas. Era hombre lobo, sexy y trabajador a la vez, y me gustaba mucho. Había sido en su día, además, el prometido de Debbie Pelt. Pero Alcide había abjurado de ella antes de que Debbie desapareciera, un rito que la convertía en un ser invisible e inaudible para él...; no en el sentido literal, sino en el práctico.

—Estoy en el Merlotte's, Sookie. Creía que estarías trabajando esta noche, y por eso me he pasado. ¿Puedo pasarme por tu casa? Tengo que hablar contigo.

—¿Sabes que corres peligro viniendo a Bon Temps?

—No. ¿Por qué?

—Por lo del francotirador. —Oía de fondo los típicos sonidos del bar. La risa de Arlene era inconfundible. Estaba segura de que el nuevo camarero los tenía a todos fascinados.

—Y ¿por qué tendría que preocuparme por eso? —Comprendí que Alcide no le había dado muchas vueltas a la noticia.

—¿Sabías que todos los que han resultado atacados eran seres de dos naturalezas? —dije—. Y acaban de explicar en las noticias que por todo el sur se han producido ataques similares. Disparos aleatorios en ciudades pequeñas. Con balas iguales a la que se recuperó del cuerpo de Heather Kinman. Y te apuesto lo que quieras a que todas las demás víctimas eran también cambiantes.

Se produjo un silencio pensativo en el otro extremo de la línea, si es que el silencio puede caracterizarse de algún modo.

—No lo sabía —dijo Alcide. Su grave voz sonaba aún más profunda de lo habitual.

—Ah, y..., ¿has estado ya con los detectives privados?

—¿Qué? ¿De qué me hablas?

—Si nos ven hablando, la familia de Debbie sospechará.

—¿Que la familia de Debbie ha contratado detectives privados para localizarla?

—Eso es lo que intento decirte.

—Oye, voy enseguida a tu casa. —Y colgó el teléfono.

No sabía por qué demonios los detectives podrían estar vigilando mi casa, o desde dónde podrían estar haciéndolo, pero si veían al antiguo prometido de Debbie llegando a mi casa, atarían cabos fácilmente y obtendrían una imagen del asunto completamente errónea. Pensarían que Alcide mató a Debbie para poder estar conmigo, y no podrían estar más equivocados. Confiaba en que Jack Leeds y Lilly Bard Leeds estuvieran profundamente dormidos y no rondando por el bosque con un par de prismáticos.

Alcide me abrazó al llegar. Lo hacía siempre. Una vez más me sentí abrumada por su tamaño, su masculinidad, por aquel olor tan familiar. Y a pesar de la luz de alarma que se encendió en mi cabeza, le devolví el abrazo.

Nos sentamos en el sofá, y nos pusimos de costado para vernos mejor. Alcide iba vestido con ropa de trabajo, un conjunto que con este tiempo consistía en una camisa de franela abierta sobre una camiseta, pantalones vaqueros y calcetines gruesos debajo de sus botas. En su mata de pelo negro, un pelo que empezaba a verse algo hirsuto, se notaba la marca del casco.

—Cuéntame lo de los detectives —pidió, y le describí a la pareja y le conté lo que me habían dicho—. La familia de Debbie no me comentó nada al respecto —dijo Alcide. Se paró un momento a reflexionar la situación. Pude seguir sus pensamientos—. Eso significa que están seguros de que fui yo quien la hizo desaparecer.

—A lo mejor no. A lo mejor sólo piensan que estás muy afligido y por eso no te lo comentaron.

—Afligido. —Alcide reflexionó un rato sobre aquello—. No. Agoté todas mis... —Hizo una pausa para encontrar las palabras adecuadas—. Agoté todas mis energías en ella —dijo por fin—. Estaba ciego, incluso a veces pienso que utilizó algún tipo de magia para atraerme. Su madre es maga y medio cambiante. Su padre es un cambiante de pura sangre.

—¿Lo crees posible? ¿Magia? —No pretendía cuestionar que la magia existiera, sino que Debbie la hubiera utilizado.

—¿Por qué si no aguanté tanto tiempo con ella? Desde que desapareció es como si me hubiesen quitado la venda de los ojos. Siempre estaba dispuesto a perdonarla, incluso cuando te encerró en aquel maletero.

Debbie había aprovechado la oportunidad que se le había presentado para encerrarme en el maletero de un coche con mi novio vampiro, Bill, que llevaba días sin consumir sangre. Y se había ido y me había dejado en el maletero con él a punto de despertarse.

Bajé la vista para tratar de alejar de mí aquel recuerdo de desesperación, aquel dolor.

—Permitió que te violaran —dijo con voz ronca Alcide.

Que expresara aquello, de esa manera, me sorprendió.

—Bill no sabía que era yo —dije—. Llevaba días y días sin comer, y todos sus impulsos están muy relacionados. Se detuvo, ¿lo sabías? Se detuvo en cuanto se dio cuenta de que era yo. —No podía decírmelo así, no podía pronunciar aquella palabra. Sabía sin lugar a dudas que, de estar en sus cabales, Bill habría devorado antes su propia mano que hacerme eso a mí. En aquel momento, él era la única pareja sexual que yo había tenido en mi vida. Mis sentimientos respecto a aquel incidente eran tan confusos que ni siquiera soportaba recordarlos. Cuando anteriormente había pensado en una violación, cuando otras chicas me habían explicado sus experiencias o cuando se lo había leído en su mente, nunca había experimentado la ambigüedad que sentía con respecto al breve y terrible momento que pasé en el interior del maletero de aquel coche.

—Hizo algo que tú no querías que hiciera —dijo simplemente Alcide.

—No estaba en sus cabales —le repliqué.

—Pero lo hizo.

—Sí, lo hizo, y yo estaba tremendamente asustada. —Me empezó a temblar la voz—. Pero entonces recuperó el sentido y se detuvo, y yo me sentí bien y él lo lamentó muchísimo y de verdad. Desde entonces, jamás ha vuelto a ponerme la mano encima, jamás ha vuelto a pedirme si podíamos mantener relaciones, jamás... —Mi voz se fue apagando. Bajé la vista—. Sí, Debbie fue la responsable de que eso sucediera. —No sé por qué, pero decir aquello en voz alta me hizo sentir mejor—. Sabía lo que podía pasar, o, cuando menos, no le importaba lo que pudiera pasar.

—E incluso entonces —dijo Alcide, regresando al origen de todo—, ella volvió a mí y yo traté de racionalizar su comportamiento. Me cuesta creer que actuara así de no estar bajo algún tipo de influencia mágica.

No quería que Alcide se sintiera aún más culpable. Bastaba con la carga de culpabilidad que yo tenía que soportar.

—Oye, eso ya pasó.

—Parece que lo dices con seguridad.

Miré a Alcide a los ojos. Tenía entrecerrados sus ojos verdes.

—¿Crees que existe alguna posibilidad de que Debbie esté viva? —le pregunté.

—Su familia... —Alcide se interrumpió—. No, no lo creo.

No podía quitarme de encima a Debbie Pelt, ni viva ni muerta.

—Y ¿por qué tenías que hablar conmigo? —le pregunté—. Por teléfono me dijiste que querías contarme algo.

—El coronel Flood falleció ayer.

—Oh, lo siento mucho. ¿Qué pasó?

—Iba en coche a comprar cuando otro vehículo impactó con él por el costado.

—Es terrible. ¿Iba con alguien?

—No, iba solo. Sus hijos vendrán a Shreveport al funeral, naturalmente. Me preguntaba si querrías acompañarme.

—Claro que sí. ¿No es un servicio privado?

—No. Conocía a mucha gente destinada en la base aérea, era el jefe del grupo de vigilancia de su barrio y tesorero de su iglesia. Además, claro, de ser el jefe de nuestra manada.

—Muchas cosas. Mucha responsabilidad —dije.

—Es mañana a la una. ¿Qué horario de trabajo tienes?

—Si puedo cambiar el turno con alguna compañera, podría ir siempre que esté de regreso aquí a las cuatro y media, para cambiarme e ir a trabajar.

—Ningún problema.

—¿Quién será ahora el jefe de la manada?

—No lo sé —dijo Alcide, aunque su voz no sonó tan neutral como cabía esperar.

—¿Quieres tú el puesto?

—No. —Me pareció verlo algo dubitativo e intuí que en su cabeza reinaba el conflicto—. Pero mi padre sí lo quiere. —No había terminado. Me quedé esperando—. Los funerales de los hombres lobo son bastante ceremoniosos —prosiguió, y me di cuenta de que intentaba añadir alguna cosa más. Aunque no estaba segura de qué.

—Suéltalo. —Ser directo siempre es bueno, por lo que a mí refiere.

—Si piensas que puedes arreglarte bien para asistir, hazlo —dijo—. Sé que el resto de los cambiantes piensa que a los lobos sólo nos va el cuero y las cadenas, pero no es verdad. Para asistir a los funerales nos vestimos decentemente. —Quería tal vez darme más pistas sobre cómo vestirme, pero se detuvo ahí. Veía los pensamientos acumulándose detrás de sus ojos, ansiosos por salir.

—A las mujeres nos gusta saber cómo debemos arreglarnos —dije—. Gracias. No llevaré pantalones.

Movió la cabeza.

—Sé que puedes leer mis pensamientos, pero siempre me pillas desprevenido. —Escuché en su cabeza que estaba desconcertado—. Te recogeré a las once y media —añadió.

—Déjame mirar primero si puedo cambiar el turno.

Llamé a Holly y me dijo que me cambiaría el turno sin problema.

—Puedo ir en coche y nos vemos allí.

—No —dijo Alcide—. Vendré a buscarte y te devolveré a casa.

De acuerdo, si quería tomarse la molestia de venir a buscarme, no le diría que no. Así le ahorraría kilómetros a mi coche. Mi viejo Nova empezaba a no ser de mucho fiar.

—De acuerdo. Estaré lista a esa hora.

—Mejor que me vaya ya —dijo. Se hizo el silencio. Sabía que Alcide estaba pensando en besarme. Se inclinó y me besó levemente en los labios. Y, con aquellos escasos centímetros de por medio, nos quedamos mirándonos.

—Bueno, creo que yo tengo cosas que hacer y tú tienes que regresar a Shreveport. Estaré lista mañana a las once y media.

Cuando Alcide se hubo marchado, cogí el libro que había pedido prestado en la biblioteca, el último de Carolyn Haines, e intenté olvidar mis preocupaciones. Pero, por una vez, el libro no me ayudó a conseguirlo. Lo intenté con un baño caliente, y aproveché para depilarme las piernas hasta que quedaron suaves y perfectas. Me pinté las uñas de los pies y de las manos con un tono rosa intenso y después me arreglé las cejas. Al final conseguí relajarme y, cuando me acosté, me di cuenta de que había conseguido aquella sensación de paz gracias a los mimos que me había regalado. Caí dormida tan pronto, que ni siquiera terminé mis oraciones.

6

Como sucede con cualquier otro acto social, siempre hay que pensar bien qué te pones para acudir a un funeral, por mucho que parezca que la ropa tendría que ser la menor de tus preocupaciones en una ocasión así. Pese a que habíamos coincidido poco, admiraba al coronel Flood, de manera que quería ir correctamente vestida a su funeral, sobre todo después de los comentarios de Alcide.

Y no conseguía encontrar en mi armario nada que me pareciera adecuado. A las ocho de la mañana, llamé a Tara, que me dio el código para entrar en su casa y desactivar la alarma.

—Coge lo que necesites de mi armario —me dijo—. Pero sobre todo no entres en las demás habitaciones, ¿entendido? Ve directamente de la puerta de acceso trasera a mi habitación y vuelve.

—Eso es lo que pensaba hacer —dije, intentando no parecer ofendida. ¿Acaso pensaba Tara que me dedicaría a fisgonear por toda la casa?

—Ya lo sé, es sólo que me siento responsable.

De pronto comprendí que lo que Tara pretendía decirme era que tenía a un vampiro durmiendo en su casa. Podía tratarse del guardaespaldas, Mickey, o tal vez de Franklin Mott. Después de la advertencia de Eric, quería mantenerme alejada de Mickey. Aunque sólo los vampiros muy antiguos pueden levantarse antes del anochecer, tampoco es que me apeteciera en absoluto tropezarme con uno dormido.

—De acuerdo, ya te capto —dije apresuradamente. La idea de estar a solas con Mickey me produjo un escalofrío, y no de placer, precisamente—. Entro y salgo. —Como no tenía tiempo que perder, me metí en el coche y me dirigí a la casita que Tara tenía en la ciudad. Era una casa sencilla en un barrio modesto, pero al recordar el lugar donde se había criado, pensé que era casi un milagro que Tara tuviese su propio hogar.

Hay gente que nunca debería tener hijos; y si sus hijos tuvieran la desgracia de nacer, deberían ser apartados de sus padres inmediatamente. Pero eso no está permitido en nuestro país, ni en ningún lugar que yo conozca, aunque estoy segura de que sería bueno. Los Thornton, alcohólicos ambos, habían sido gente malvada que debería haber muerto mucho antes de lo que lo hicieron. (Cuando pienso en ellos me olvido por completo de mi religión). Recuerdo a Myrna Thornton irrumpiendo en casa de mi abuela en busca de Tara, haciendo caso omiso a las propuestas de mi abuela, hasta que ésta se vio obligada a llamar a la oficina del sheriff para que vinieran a llevarse a Myrna. Tara, en cuanto había visto aparecer a su madre, había salido corriendo por la puerta trasera para ir a esconderse en el bosque que hay detrás de la casa. Tara y yo teníamos trece años por aquel entonces.

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