Read Más muerto que nunca Online
Authors: Charlaine Harris
Aún veo con claridad la expresión del rostro de mi abuela hablando con el representante de la ley que acababa de obligar a Myrna Thornton, esposada y chillando, a sentarse en la parte posterior del coche patrulla.
—Es una lástima que no pueda echarla al río de camino hacia la ciudad —había dicho el policía. No recordaba su nombre, pero sus palabras me dejaron impresionada. Tardé un momento en comprender a qué se refería, pero en cuanto lo capté, vi que había más gente que sabía por lo que Tara y sus hermanos estaban pasando. Y esa gente eran adultos de pleno derecho. Si estaban al corriente, ¿por qué no hacían nada para solucionar el problema?
Ahora comprendía que las cosas no son tan sencillas, pero seguía pensando que los hijos de los Thornton podrían haberse ahorrado unos cuantos años de penurias.
Al menos ahora Tara tenía su casita, con sus electrodomésticos nuevos, un armario lleno a rebosar de ropa y un novio rico. Tenía la incómoda sensación de que no estaba al corriente de todo lo que sucedía en la vida de Tara, pero a simple vista las cosas le iban mucho mejor de lo que habría cabido esperar.
Tal y como Tara me dijo, atravesé la cocina, limpia como los chorros del oro, giré hacia la derecha y atravesé una esquina de la sala de estar para acceder a su habitación. Ella no había tenido tiempo de hacer la cama por la mañana. En un momento, estiré las sábanas y la dejé arreglada. (No pude evitarlo). No sabía si acababa de hacerle un favor o no, pues ahora Tara sabría que me importaba no ver la cama hecha, pero por nada del mundo pensaba deshacerla de nuevo.
Abrí la puerta del vestidor. Y al instante detecté lo que necesitaba. En la zona central, de una de las perchas colgaba un traje de chaqueta de punto. La chaqueta era negra con las solapas con detalles de color rosa claro, pensada para ir a juego con la blusa rosa que había colgada en otra percha a su lado. La falda negra era plisada. Tara la había hecho acortar por el dobladillo. La etiqueta del arreglo estaba aún en la bolsa de plástico que cubría el conjunto. Me acerqué la falda y me miré en el espejo de cuerpo entero. Tara era unos cinco centímetros más alta que yo, de modo que la falda me quedaba un par de centímetros por encima de la rodilla, un largo adecuado para un funeral. Las mangas de la chaqueta me iban un poco largas, pero apenas se notaba. Yo tenía unos zapatos de salón negros y un bolso, e incluso unos guantes negros que guardaba para ocasiones especiales.
Misión cumplida, en tiempo récord.
Guardé la chaqueta y la blusa en la bolsa de plástico, junto con la falda, y salí enseguida de la casa. Había estado allí menos de diez minutos. Deprisa, ya que tenía mi cita a las diez, empecé a prepararme. Me recogí el pelo en una trenza francesa y la enrollé formando un moño con la ayuda de unos pasadores antiguos de mi tatarabuela. Por suerte tenía unas medias negras y también unas braguitas negras, y el rosa de mis uñas iba perfectamente conjuntado con el de la chaqueta y la blusa. Cuando a las diez oí que llamaban a la puerta, ya estaba lista. Sólo me faltaba ponerme los zapatos. Me los calcé de camino hacia la puerta.
Jack Leeds observó asombrado mi transformación y Lily levantó las cejas.
—Pasen, por favor —dije—. Estaba arreglándome para asistir a un funeral.
—Espero que no se trate del entierro de un amigo —dijo Jack Leeds. La cara de su compañera parecía esculpida en mármol. ¿No habría oído hablar nunca de los rayos UVA?
—No era un amigo íntimo. ¿Quieren sentarse? ¿Desean tomar algo? ¿Un café?
—No, gracias —dijo él, transformando su cara con una sonrisa.
Los detectives tomaron asiento en el sofá y yo me instalé en mi sillón reclinable. No sabía por qué, pero aquella elegancia a la que no estaba acostumbrada me daba valentía.
—En cuanto a la noche de la desaparición de la señorita Pelt —empezó a decir Leeds—, ¿la vio usted en Shreveport?
—Sí, estaba invitada a la misma fiesta que ella. En casa de Pam. —Todos los que estuvimos presentes en la Guerra de los Brujos (Pam, Eric, Clancy, los tres wiccanos y los lobos que habían sobrevivido) habíamos acordado un relato común: en lugar de explicar a la policía que Debbie se había marchado del local comercial abandonado donde los brujos establecieron su escondite, dijimos que habíamos pasado la velada en casa de Pam y que Debbie se había marchado de allí en su propio coche. Los vecinos podrían haber testificado que todo el mundo había salido en masa de allí de no ser porque los wiccanos habían recurrido a su magia para borrarles los recuerdos de la noche.
—El coronel Flood también estaba allí—dije—. De hecho, el funeral al que tengo que asistir es el suyo.
Lily forzó una expresión de curiosidad, seguramente el equivalente a la que pondría otra persona al decir: «¡Oh, no puede ser, estará bromeando!».
—El coronel Flood murió en un accidente de coche hace dos días —les dije.
Se miraron entre ellos.
—¿Así que en esa fiesta había bastante gente? —preguntó Jack Leeds. Estaba segura de que tenía la lista completa de todos los presentes en el salón de casa de Pam para celebrar lo que básicamente fue una reunión de preparación de la batalla.
—Oh, sí, bastante gente. Yo no los conocía a todos. Era gente de Shreveport. —Aquella noche fue, por ejemplo, la primera vez que vi a los tres wiccanos. A los licántropos los conocía de vista. A los vampiros, bastante más.
—¿Conocía usted ya a Debbie Pelt?
—Sí.
—¿De cuándo usted salía con Alcide Herveaux?
Estaba claro que habían hecho los deberes.
—Sí —respondí—. De cuando salía con Alcide. —Mi cara era tan inexpresiva como la de Lily. Tenía mucha práctica en lo que a guardar secretos se refiere.
—¿Estuvo usted con él alguna vez en el apartamento que los Herveaux tienen en Jackson?
A punto estuve de decirles que habíamos dormido en camas separadas, pero la verdad es que no les importaba.
—Sí —respondí.
—¿Se encontraron ustedes dos una noche con la señorita Pelt en Jackson, en un club llamado Josephine's?
—Sí, ella celebraba su compromiso con un chico apellidado Clausen —dije.
—¿Sucedió algo entre ustedes aquella noche?
—Sí. —Me pregunté con quién habrían estado hablando; alguien había dado a los detectives mucha información que no deberían tener—. Se acercó a nuestra mesa, nos hizo algunos comentarios.
—Y hace unas semanas, usted fue a visitar a Alcide Herveaux a su oficina. ¿Estuvieron ustedes en la escena de un crimen aquella tarde?
Habían hecho los deberes demasiado bien.
—Sí —respondí.
—Y ¿le contó a la policía presente en aquel lugar que usted y Alcide Herveaux estaban prometidos?
Las mentiras siempre acaban dándote un buen pellizco en el culo.
—Creo que fue Alcide quien lo dijo —respondí, intentando poner cara pensativa.
—¿Y era verdad?
Jack Leeds me tenía por la mujer más errática que había conocido en su vida, y no alcanzaba a comprender cómo alguien que se comprometía y rompía su compromiso con tanta facilidad podía ser la camarera trabajadora y seria a la que había conocido la noche anterior.
Ella estaba pensando que yo tenía la casa muy limpia y aseada. (Extraño, ¿no?) Pensaba también que yo era muy capaz de matar a Debbie Pelt, pues era una mujer que encontraba a los demás capaces de hacer cosas horripilantes. Ella y yo compartíamos más de lo que se imaginaba. Yo pensaba lo mismo que ella, aunque eso tan sólo se debía a todo lo que había captado directamente del cerebro de la gente.
—Sí —respondí—. En aquel momento era cierto. Estuvimos comprometidos durante... diez minutos. A lo Britney Spears. —Odiaba mentir. Siempre sabía cuándo los demás mentían, así que me sentí como si tuviera la palabra «MENTIROSA» impresa en la frente.
Jack Leeds dejó escapar una mueca, pero mi referencia al matrimonio de cuarenta y cinco horas de duración de la cantante pop no hizo mella en Lily Bard Leeds.
—¿Se oponía la señorita Pelt a que usted saliera con Alcide?
—Oh, sí. —Me alegraba de tener años de práctica escondiendo mis sentimientos—. Pero Alcide no quería casarse con ella.
—¿Estaba la señorita Pelt enfadada con usted?
—Sí—respondí, pues sin duda alguna ellos conocían la verdad al respecto—. Sí, podría decirse que sí. Me insultó.
Probablemente ya habrán oído decir que Debbie no creía que fuera bueno esconder sus emociones.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—La vi por última vez... —(Le faltaba prácticamente la mitad de la cabeza, estaba tirada en el suelo de mi cocina, enlazando sus piernas con las patas de una silla)—. A ver que lo piense... Cuando se fue de la fiesta aquella noche. Se marchó sola. —Aunque no de casa de Pam, sino de otro lugar; un lugar lleno de cadáveres, con las paredes completamente salpicadas de sangre—. Me imaginé que regresaría a Jackson. —Me encogí de hombros.
—¿No pasó por Bon Temps? Le venía de paso por la carretera interestatal, en el camino de vuelta.
—No sé por qué tendría que hacerlo. En cualquier caso, a mi puerta no llamó. —Sino que la forzó.
—¿La vio después de la fiesta?
—No la he visto desde esa noche. —Eso era completamente cierto.
—¿Ha vuelto a ver al señor Herveaux?
—Sí.
—¿Están prometidos en este momento?
Sonreí.
—No, que yo sepa —respondí.
No me sorprendió que la mujer me preguntara si podía utilizar mi baño. Había bajado mi guardia mental para escuchar sus pensamientos y averiguar hasta qué punto sospechaban los detectives, de manera que sabía que quería echar un vistazo más a fondo a mi casa. Le indiqué el baño del vestíbulo, no el de mi dormitorio; tampoco es que fuera a encontrar algo sospechoso en ninguno de ellos.
—Y ¿qué me dice del coche? —me preguntó de pronto Jack Leeds. Intenté mirar de reojo el reloj de la repisa de la chimenea porque quería asegurarme de que la pareja se iba antes de que Alcide pasara a buscarme para asistir al funeral.
—¿Hummm? —Había perdido el hilo de la conversación.
—El coche de Debbie Pelt.
—¿Qué pasa con él?
—¿Tiene usted idea de dónde está?
—Ni la más remota —dije, con total sinceridad.
Cuando Lily regresó al salón, Jack Leeds me preguntó:
—Señorita Stackhouse, por pura curiosidad, ¿qué cree que le ha pasado a Debbie Pelt?
Pensé: «Creo que obtuvo su merecido». Me quedé sorprendida ante mi propia reflexión. A veces no soy una persona muy agradable, y no parece que esté mejorando en este sentido.
—No lo sé, señor Leeds —contesté—. Supongo que podría decirle que, exceptuando la preocupación que pueda sentir su familia, la verdad es que no me importa. No nos gustábamos. Ella me hizo un agujero en mi chal, me llamó ramera y se comportaba fatal con Alcide; aunque, dado que es adulto, ése debería ser su problema. A ella le gusta fastidiar a la gente. Y le encanta que todo el mundo baile a su son. —Jack Leeds estaba algo pasmado ante aquel torrente de información— . ¿Qué quiere que le diga? —concluí—, así es como me siento.
—Gracias por su sinceridad —dijo, mientras su esposa me taladraba con sus ojos azul claro. Por si me quedaban dudas, en aquel momento comprendí con claridad que ella era el cerebro de la pareja. Y considerando lo profundo de la investigación llevada a cabo por Jack Leeds, ella debía de ser muy inteligente.
—Lleva el cuello arrugado —dijo ella en voz baja—. Permítame que se lo ponga bien. —Me quedé inmóvil mientras ella, con destreza, me arreglaba el cuello de la chaqueta.
Se marcharon después de aquello. En cuanto vi desaparecer el coche en dirección a la carretera, me quité la chaqueta y la examiné con atención. Aunque no había captado esa información en su cerebro, ¿podría ser que me hubiese puesto un micrófono? Tal vez los Leed sospecharan más de mí de lo que parecía. No, descubrí: en realidad aquella mujer era tan maniática como yo me imaginaba y lo único que ocurría era que no soportaba ver aquel cuello mal puesto. Pero, como la que sí que sospechaba era yo, inspeccioné el baño del vestíbulo. No había entrado en él desde que lo había limpiado hacía ya una semana, de modo que se veía tan limpio, arreglado y reluciente como puede verse un baño muy antiguo de una casa muy antigua. El lavabo estaba húmedo, y la toalla había sido utilizada y doblada otra vez, pero eso era todo. No había nada más, y no faltaba nada, y si la detective había abierto el armarito del baño para verificar su contenido, me daba lo mismo.
Me enganché el tacón en un orificio del suelo, ya muy desgastado. Por enésima vez me pregunté si algún día aprendería a colocar el linóleo, porque aquel suelo necesitaba en serio un arreglo. Me pregunté también cómo era capaz de preocuparme del suelo cuando apenas hacía un momento estaba tratando de ocultar el hecho de que había matado a una mujer.
—Era mala —dije en voz alta—. Era malvada y mala, y deseaba mi muerte sin ningún motivo.
Por eso podía hacerlo. Hasta ahora había vivido dentro de una coraza de culpabilidad que acababa de romperse. Estaba harta de andar constantemente angustiada y preocupada por alguien que podía haberme matado en un abrir y cerrar de ojos, por alguien que había hecho todo lo posible por provocar mi muerte. Yo nunca habría estado a la espera de poder tenderle una emboscada a Debbie, pero tampoco estaba dispuesta a permitir que me matase porque le apeteciera verme muerta.
Al diablo con todo aquel asunto. No sé si la encontrarían o no. Pero no tenía sentido seguir preocupándose por ello.
De pronto, me sentí mucho mejor.
Oí el sonido de un vehículo avanzando por el bosque. Alcide llegaba puntual. Esperaba ver aparecer su Dodge Ram, pero para mi sorpresa llegó a bordo de un Lincoln azul oscuro. Llevaba el pelo lo mejor peinado posible, que tampoco es decir mucho, e iba vestido con un sobrio traje gris marengo y corbata granate. Cuando lo vi ascender las escaleras del porche, me quedé boquiabierta. Estaba para comérselo, e intenté no ponerme a reír como una tonta ante aquella imagen mental.
Cuando abrí la puerta, también él se quedó pasmado.
—Estás estupenda —dijo, después de repasarme de arriba abajo.
—También tú —dije, casi con timidez.
—Tenemos que irnos.
—Tienes razón, si queremos llegar a tiempo...
—Tenemos que llegar con diez minutos de antelación —dijo Alcide.
—¿Por qué? —Cogí mi bolsito negro de mano, me miré en el espejo para comprobar el estado de mi lápiz de labios y cerré la puerta principal de la casa. Por suerte, el día era lo bastante cálido como para poder dejar el abrigo. No me apetecía esconder mi conjunto.