Manuscrito encontrado en Zaragoza (26 page)

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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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Sabio como era, Hervás no tuvo el menor trabajo en apuntalar su falso sistema con pruebas sofisticas adecuadas para extraviar los espíritus. Le parecía, por ejemplo, que los mulos, que provienen de dos especies, podían compararse a las sales de base mezclada cuya cristalización es confusa. La efervescencia de algunas tierras con los ácidos le pareció que se aproximaba a la fermentación de los vegetales mucosos, y ésta le pareció un comienzo de vida que no había podido desarrollarse por falta de circunstancias favorables. Hervás había observado que los cristales, al formarse, se amontonan en las partes más claras del vaso, y que se forman difícilmente en la oscuridad; y como la luz es igualmente favorable a la vegetación, consideró el fluido luminoso como uno de los elementos de los cuales se compone el ácido universal que animaba la naturaleza; por otro lado, había visto que la luz, a la larga, enrojece los papeles teñidos de azul, y éste era también un motivo para considerarla un ácido.

Hervás sabía que en las altas latitudes, en la vecindad del Polo, la sangre, falta de calor suficiente, estaba expuesta a una alcalinescencia que sólo podía detenerse mediante el uso interior de ácidos. Dedujo pues que si el calor podía, en ocasiones, ser suplido por un ácido, aquél debía ser también una especie de ácido, o, a lo menos, uno de los elementos del ácido universal.

Hervás sabía que se ha visto al trueno agriar y fermentar los vinos. Había leído en Sanconiatón que, al comienzo del mundo, los seres destinados a vivir fueron como despertados a la vida por violentos truenos, y nuestro infortunado sabio no temió en apoyarse en esta cosmogonía pagana para afirmar que la materia del rayo pudo haber dado un primer desarrollo al ácido generador, infinitamente variado, pero constante en la reproducción de las mismas formas.

Hervás, cuando trató de ahondar en los misterios de la creación, debía de atribuir su gloria al creador. ¡Y pluguiese a Dios que lo hubiese hecho! Pero su ángel de la guarda lo había dejado de la mano, y su espíritu, extraviado por el orgullo del saber, lo entregó sin defensa a la fascinación de los espíritus soberbios, cuya caída arrastró la del mundo. ¡Ay!, mientras Hervás elevaba sus culpables pensamientos más allá de las esferas de la inteligencia humana, sus despojos mortales estaban amenazados de una próxima disolución. Para agobiarlo, muchos males agudos se sumaron a sus enfermedades crónicas. Su ciática, ya muy dolorosa, lo había privado del uso de la pierna derecha; la arenilla de sus riñones, convertida en cálculos, desgarraba su vejiga; el humor artrítico había curvado los dedos de su mano izquierda y amenazaba las coyunturas de la derecha; por último, la más sombría hipocondría destruía las fuerzas de su alma al mismo tiempo que las de su cuerpo. Como temía a los testigos de su abatimiento, acabó por rechazar mis cuidados y se negó a verme.

Como único criado tenía a un viejo inválido, que utilizaba el resto de sus fuerzas en servirlo. Pero este mismo criado cayó enfermo, y entonces mi padre se vio obligado a soportarme junto a él. Muy pronto a mi abuelo Marañón le dieron intensas calenturas. Sólo estuvo enfermo cinco días. Sintiendo su fin próximo, me mandó llamar y me dijo:

—Blas, querido Blas, recibe mi última bendición. ¡Has nacido de un padre sabio, y pluguiera al cielo que lo fuese menos! Felizmente para ti, tu abuelo es un hombre simple en su fe y en sus obras, y te ha educado en la misma simplicidad: no te dejes arrastrar por tu padre. Desde hace algunos años se ha alejado de las prácticas religiosas, y sus opiniones avergonzarían a los mismos heréticos. Blas, desconfía de la sabiduría humana. Dentro de algunos instantes, sabré más que todos los filósofos. Blas, Blas, te bendigo. Expiro. En efecto, murió. Después de tributarle mis últimos deberes, volví a casa de mi padre donde no había estado desde hacía cuatro días. Durante ese tiempo, el viejo inválido había muerto también, y los hermanos de la caridad se habían encargado de amortajarlo. Como sabía que mi padre estaba solo, quise consagrarme a servirlo, pero, al entrar en sus aposentos, contemplé un espectáculo extraordinario y permanecí en el primer cuarto, erizado de horror.

Mi padre se había quitado la ropa y estaba envuelto en una sábana a modo de mortaja. Sentado, miraba el sol poniente. Después de contemplarlo largamente, dijo:

—Astro cuyos últimos rayos hieren mis ojos por última vez, ¿por qué habéis iluminado el día de mi nacimiento? ¿Pedí yo nacer? ¿Y por qué he nacido? Los hombres me dijeron que tenía un alma, y me he ocupado de ella a expensas de mi cuerpo. He cultivado mi espíritu, pero las ratas lo han devorado; los libreros lo han desdeñado. Nada quedará de mí; muero por completo, tan oscuro como si no hubiera nacido. Vacío, recibe pues tu presa.

Hervás permaneció algunos instantes entregado a sombrías reflexiones; después tomó un cubilete, que me pareció lleno de vino añejo, alzó los ojos al cielo y dijo:

—Oh Dios mío, si es que existís tened piedad de mi alma, si es que la tengo. En seguida vació el cubilete y lo posó sobre la mesa; después se llevó la mano al corazón, como si en él sintiera alguna angustia. Hervás había preparado otra mesa, sobre la que puso almohadones: se acostó encima, cruzó las manos sobre el pecho y no profirió ya una palabra.

Os sorprenderá que yo, viendo todos aquellos preparativos de suicidio, no me haya lanzado sobre el vaso, o no haya pedido socorro; yo mismo me sorprendo, o más bien estoy seguro de que un poder sobrenatural me retenía en mi sitio, impidiéndome hacer el menor movimiento; mis cabellos se erizaron.

Los hermanos de la caridad, que habían enterrado a nuestro inválido, me encontraron en esa actitud. Vieron a mi padre extendido sobre la mesa, cubierto por una mortaja, y me preguntaron si estaba muerto. Respondí que nada sabía. Me preguntaron quién le había puesto esa mortaja. Respondí que él mismo se había envuelto en ella. Examinaron el cuerpo y lo encontraron sin vida. Vieron el vaso con unas gotas de líquido y lo llevaron para examinarlo. Después se fueron dando señales de descontento, y me dejaron en un extremado desaliento. Después vinieron las gentes de la parroquia. Me hicieron las mismas preguntas y se fueron diciendo:

—Ha muerto como ha vivido. No es a nosotros a quienes toca enterrarlo. Quedé solo con el muerto. Mi abatimiento llegó hasta el punto de que perdí la facultad de obrar y aun de pensar. Me eché en el sillón donde había visto a mi padre y recaí en mi inmovilidad.

Llegó la noche; el cielo se cargó de nubes: un torbellino súbito abrió mi ventana; un resplandor azulado pareció recorrer el aposento y dejarlo después más sombrío que antes. En medio de la oscuridad creí distinguir algunas formas fantásticas; luego me pareció oír a mi padre lanzar un largo quejido, que los ecos lejanos repitieron en el vasto espacio de la noche. Quise ponerme de pie, pero estaba retenido en mi sitio, y en la imposibilidad de hacer ningún movimiento. Un frío glacial traspasó mis miembros; sentí el escalofrío de la fiebre: mis visiones se convirtieron en ensueños, y por último quedé dormido.

Me desperté sobresaltado: vi seis grandes cirios amarillentos, encendidos junto al cuerpo de mi padre, y a un hombre, sentado frente a mí, que parecía acechar el instante de mi despertar. Tenía una figura majestuosa e imponente, alta talla, cabellos negros, un poco rizados, caídos sobre la frente, mirada viva y penetrante, pero a la vez dulce y seductora; por lo demás, llevaba gorguera y capa gris, como se visten los caballeros en el campo. Cuando el desconocido vio que yo estaba despierto, me sonrió afablemente y me dijo:

—Hijo mío (os llamo así porque os considero como si me pertenecierais ya), estáis abandonado de Dios y de los hombres, y la tierra se ha cerrado sobre los despojos de ese sabio que os dio la vida, pero nosotros nunca os abandonaremos.

—Señor —le respondí—, habéis dicho, creo, que estoy abandonado por Dios y por los hombres. Eso es verdad en cuanto a los hombres, pero no creo que Dios pueda abandonar jamás a una de sus criaturas.

—Vuestra observación —dijo el desconocido— es justa bajo ciertos aspectos; otro día os lo explicaré. Sin embargo, para convenceros del interés que nos inspiráis, os ofrezco esta bolsa; encontraréis en ella mil pistolas: un joven debe tener pasiones y medios de satisfacerlas. No escatiméis el oro que os entrego, y contad siempre con nosotros. En seguida el desconocido golpeó las manos. Seis hombres aparecieron y se llevaron el cuerpo de Hervás; los cirios se apagaron y la oscuridad se hizo profunda. No permanecí mucho tiempo en mi sitio. Tomé a tientas el camino de la puerta, llegué a la calle, y cuando vi el cielo estrellado me pareció que respiraba más libremente. Las mil pistolas que sentía en el bolsillo contribuían también a darme ánimo. Atravesé Madrid, llegué al extremo del Prado, al lugar donde han colocado, después, una estatua colosal de Cibeles; allí me acosté sobre un banco y no tardé en dormirme.

El sol estaba alto cuando desperté, y lo que me despertó fue, creo, la leve caricia de un pañuelo que recibí en la cara; porque al despertarme vi a una muchacha que, utilizando su pañuelo como espantamoscas, apartaba a aquellas que hubiesen podido turbar mi sueño. Pero lo que me pareció más singular fue el que mi cabeza reposara muy blandamente sobre las rodillas de otra muchacha, cuyo suave aliento yo sentía en el nacimiento del pelo. Al despertarme, no había hecho yo ningún movimiento: estaba en libertad de prolongar esta situación fingiendo dormir todavía. Cerré pues los ojos, y casi en seguida oí una voz un poco gruñona, pero sin acritud, que se dirigió a las dos muchachas que velaban mi sueño.

—Celia, Zorita —les dijo—, ¿qué hacéis aquí? Os creía en la iglesia, y os encuentro entregadas a una extraña devoción.

—Pero mamá —respondió la muchacha que me servía de almohada—, muchas veces nos habéis dicho que las buenas obras tienen tanto mérito como la plegaria. ¿Y no es acaso una buena obra prolongar el sueño de este pobre joven que debe de haber pasado muy mala noche?

—No cabe duda —replicó la voz más risueña que gruñona—, no cabe duda de que es una acción muy meritoria, y esa idea prueba, si no vuestra devoción, a lo menos vuestra inocencia; pero ahora, mi querida Zorita, posad muy suavemente la cabeza de ese joven, y volvamos.

—Ah, querida mamá —replicó la joven—, mirad cuán dulcemente duerme; en vez de despertarlo, deberías desprenderle la gorguera que lo sofoca.

—Ya lo creo —dijo la mamá—, me dais un bonito cometido; pero veamos un poco: en verdad, tiene muy dulce apariencia.

Al decir estas palabras, la mano de la mamá pasó suavemente por debajo de mi mentón y desprendió mi gorguera.

—Así está mucho mejor —dijo Celia, que no había hablado todavía—, y respira más libremente: veo que es muy agradable hacer buenas acciones.

—Esta reflexión —dijo la madre—, demuestra vuestro buen criterio; pero no hay que llevar la caridad demasiado lejos. Ahora, Zorita, posad suavemente la cabeza de este joven sobre el banco y vámonos.

Zorita pasó suavemente sus dos manos bajo mi cabeza y retiró sus rodillas. Creí entonces que era inútil seguir fingiendo que dormía; me incorporé y abrí los ojos: la madre lanzó un grito; las hijas quisieron huir. Yo las retuve.

—¡Celia, Zorita! —les dije—. Sois tan hermosas como inocentes, y vos, señora, que sólo parecéis madre de ellas porque vuestros encantos están más formados, permitidme que antes de que os vayáis pueda entregarme durante algunos instantes a la admiración que me inspiráis las tres.

Todo lo que les decía era cierto. Celia y Zorita habrían sido bellezas perfectas de no ser por su extremada juventud, que no les había dado tiempo de desarrollarse, y su madre, que apenas llegaba a los treinta años, ni siquiera representaba veinticinco.

—Señor caballero —me dijo ésta—, si fingisteis dormir, estaréis convencido de la inocencia de mis hijas y tendréis una buena opinión de su madre. No temo pues dañarme ante vuestros ojos si os ruego que nos acompañéis a casa. Una relación que comienza de manera tan singular parece destinada a prolongarse.

Las seguí. Llegamos a la casa, que daba al Prado.

Las hijas fueron a hacer chocolate. La madre, haciéndome sentar junto a ella, me dijo:

—Veis una casa mejor alhajada de lo que conviene a nuestra presente situación. La alquilé en tiempos más dichosos. Hoy quisiera realquilar los cuartos que dan al Prado, pero no me atrevo a hacerlo. Las circunstancias en que me encuentro exigen una severa reclusión.

—Señora —le respondí—, yo también tengo buenas razones para vivir retirado y, si ello os acomodara, alquilaría esos cuartos de buena gana.

Al decir estas palabras saqué mi bolsa, y la vista del oro disipó todas las objeciones que la dama hubiera podido hacerme. Pagué tres meses de alquiler adelantado y otros tantos de pensión. Se convino en que traerían la comida a mi aposento, y que sería servido por un criado fiel, que habría también de encargarse de mis comisiones. Zorita y Celia, que reaparecieron con el chocolate, fueron informadas de las condiciones del convenio, y sus miradas parecieron apoderarse de mi persona; pero los ojos de la madre daban la impresión de disputársela. No se me escapó este pequeño combate de coquetería; remití su victoria al destino y sólo pensé en arreglarme en mi nuevo domicilio; no tardó en hallarse provisto de todo lo que podía contribuir a que me fuera agradable y cómodo. Ya era Zorita quien me traía una escribanía, ya era Celia quien colocaba sobre mi mesa una lámpara o unos libros. Nada olvidaban. Las dos bellas venían cada una por su lado y, cuando se encontraban en mi aposento, todo eran risas de nunca acabar. También venía la madre: se ocupaba especialmente de mi lecho en el cual hizo poner sábanas de hilo de Holanda, un hermoso cobertor de seda y una pila de almohadones. Estos arreglos ocuparon la mañana. Llegó mediodía: pusieron la mesa en mi aposento, cosa que me encantó: me gustaba ver a tres personas encantadoras tratando de complacerme y solicitando de algún modo mi benevolencia. Pero habría tiempo para todo. Estaba muy satisfecho de poder entregarme a mi apetito sin que nada me turbara ni me distrajera.

Comí. Después, cogiendo la capa y la espada, fui a pasearme por la ciudad. Nunca lo había hecho con tanto placer. Era independiente, no me faltaba oro en los bolsillos, estaba lleno de salud, de vigor y, gracias a los cumplidos de las tres damas, tenía una alta opinión de mí mismo, porque los jóvenes se estiman cuando el bello sexo los aprecia. Entré en una joyería y compré varias alhajas. Después fui al teatro y acabé por volver a mi nueva casa. Encontré a las tres damas sentadas a la puerta. Zorita cantaba, acompañándose con la guitarra, y las otras dos hacían trabajos de aguja.

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