Visité algunas iglesias, después fui al Buen Retiro. Estaba ese jardín absolutamente desierto. No vi más que a un hombre, sentado en un banco. La gran cruz de Malta, bordada sobre su manto, me probó que era uno de los principales miembros de la orden. Parecía soñar, y estaba como inmóvil a fuerza de hallarse hundido en su ensueño. Al acercarme me pareció ver bajo sus pies un abismo en el cual su figura se pintaba invertida como en el agua; pero era un abismo colmado de fuego. Me fue fácil comprender que veía en él a uno de los doce pecadores a quienes debía conducir por el camino de la salvación. Traté de conquistar su confianza: lo conseguí cuando se persuadió de que no me guiaba la vana curiosidad. Era menester que me contara su historia. Se lo pedí, y comenzó a hablar.
Entré en la orden de Malta antes de haber salido de la niñez, pues pertenecía a la Escuela de Pajes. A los veintiséis años, gracias a las protecciones que tenía en la corte, el gran maestre me confirió la mejor comendadoría de la lengua de Aragón. Podía pues, y puedo aún, aspirar a las primeras dignidades de la orden. Pero como sólo se las alcanza a una edad avanzada, y hasta tanto llegan yo no tenía absolutamente nada que hacer, seguí el ejemplo de nuestros primeros bailíos, que tal vez hubieran debido darme uno mejor. En suma, sólo me ocuparon las aventuras galantes, lo cual me parecía por entonces un pecado sobremanera venial. ¡Y pluguiera al cielo que no hubiese cometido otro más grave! El que me reprocho es un arrebato culpable, que me ha llevado a desafiar lo que nuestra religión tiene de más sagrado. Me estremezco al pensar en ello. Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos.
Sabréis que existen en Malta algunas familias nobles de la isla que no entran en la orden y no tienen tampoco ninguna relación con los caballeros, sea cual fuere su rango, reconociendo únicamente al gran maestre, que es su soberano, y al capítulo, que es su consejo.
Inmediatamente después de esta clase viene una intermedia, que ejerce empleos y busca la protección de los caballeros. Las damas de esta clase se llaman a sí mismas «honorate», que en italiano quiere decir honradas, y son designadas por este título. No cabe duda de que lo merecen por la decencia de su conducta y, si debo decíroslo todo, por el misterio con que encubren sus amores.
Una larga experiencia ha demostrado a las damas «honorate» que el misterio es incompatible con el carácter de los caballeros franceses, o que a lo menos es infinitamente raro verlos sumar la discreción a todas las bellas cualidades que los distinguen. Resulta de ello que los jóvenes franceses, acostumbrados en los demás países a tener éxitos brillantes con el bello sexo, deben limitarse en Malta a las prostitutas.
Los caballeros alemanes, por otra parte poco numerosos, son los que más gustan a las «honorate», y creo que ello se debe a su tez blanca y sonrosada. Después de los alemanes vienen los españoles, y creo que lo debemos a nuestro carácter, que pasa con razón por recto y leal.
Los caballeros franceses, pero especialmente los caravanistas, se vengan de las «honorate» ridiculizándolas de cuanta manera es posible, sobre todo descubriendo sus intrigas amorosas. Pero como hacen bando aparte y no tratan de aprender el italiano, la lengua del país, lo que dicen no causa gran impresión.
Vivíamos pues en paz, así como nuestras «honorate», cuando un barco francés nos trajo al comendador de Foulequière, de la antigua casa de senescales de Poitou, descendientes de los condes de Angulema. Había estado en otro tiempo en Malta, donde sostuvo siempre lances de honor. En la actualidad venía a solicitar el generalato de las galeras. Tenía más de treinta y cinco años; en consecuencia, se esperaba encontrarlo más sosegado. En efecto, el comendador no era ya pendenciero y alborotador como antes, pero continuaba siendo altivo, imperioso, burlón, y hasta exigía que se lo tratase con más miramientos que al mismo gran maestre.
El comendador abrió su casa: los caballeros franceses acudieron en masa. Nosotros íbamos poco a ella, y acabamos por no ir, pues la conversación giraba en torno de temas que nos eran desagradables, entre otros las «honorate», a quienes amábamos y respetábamos.
Cuando el comendador salía, lo veíamos rodeado de jóvenes caravanistas. A menudo los llevaba a la «Calle estrecha», mostrándoles los lugares donde había batido y contándoles todas las circunstancias de sus duelos. Bueno es que sepáis que, según nuestras costumbres, el duelo está prohibido en Malta, excepto en la «Calle estrecha», que es una callejuela a la que no da ninguna ventana. Sólo tiene el ancho necesario para que dos hombres puedan ponerse en guardia y cruzar sus espadas. No pueden retroceder. Los adversarios se enfrentan a lo largo de la calle: sus amigos impiden que se los perturbe, deteniendo a los transeúntes. Esta costumbre fue introducida en otra época para evitar los asesinatos, porque el hombre que cree tener un enemigo no pasa por la «Calle estrecha», y si el asesinato se ha cometido en otra parte, no vale ya la excusa de haberse batido en duelo. Por lo demás, el que fuere a la «Calle estrecha» con un puñal tiene pena de muerte. El duelo, pues, no sólo está tolerado en Malta, sino permitido. No obstante, este permiso es por así decirlo tácito y, lejos de abusar de él, se habla con cierta vergüenza de haber tenido un lance de honor, como de algo contrario a la caridad cristiana, e impropio en el señorío de una orden monástica.
Los paseos del comendador por la «Calle estrecha», eran pues inconvenientes y tuvieron la mala consecuencia de hacer muy pendencieros a los caravanistas franceses, defecto al que eran de por sí harto propensos.
Este mal tono iba en aumento. Aumentó también la reserva de los caballeros españoles; por último se agruparon en torno de mí, preguntándome qué podía hacerse para poner coto a una petulancia que había llegado a ser intolerable. Agradecí a mis compatriotas la honrosa confianza que me acordaban y les prometí hablar al comendador, señalándole la conducta de los jóvenes franceses como una suerte de abuso cuyo progreso sólo él podía detener en virtud de la consideración y el respeto que inspiraba a las tres lenguas de su nación. Me preparaba a pedirle esta explicación con los mayores miramientos, pero no esperaba que pudiese terminar sin un duelo. No obstante, como la causa de ese combate singular me honraba, no me disgustaba sostenerlo. Creo, asimismo, que me dejaba llevar por la indudable antipatía que me inspiraba el comendador. Estábamos por entonces en semana santa, y se convino en que mi entrevista con el comendador se efectuaría dentro de una quincena. Yo creo que a él le llegaron rumores de lo que se había tratado en mi casa, y que quiso prevenirme buscándome pelea. Llegamos al viernes santo. Sabéis que, según la usanza española, uno sigue de iglesia en iglesia a la mujer por quien se interesa para ofrecerle agua bendita. Se lo hace un poco por celos, temiendo que otro se la ofrezca y aproveche la ocasión para iniciar amistad con ella. Esta usanza española se ha introducido en Malta. Seguí pues a una joven «honorata» con quien mantenía relaciones desde hacía muchos años; pero, en cuanto entró en la primera iglesia, fue abordada por el comendador, quien se colocó entre nosotros, dándome la espalda y retrocediendo algunas veces para pisarme, cosa que fue advertida por todos.
Al salir de la iglesia, me llegué al comendador con expresión indiferente, como para hablar de bueyes perdidos; le pregunté después a qué iglesia pensaba dirigirse: me dijo a cuál; entonces me ofrecí para acompañarlo, indicándole el camino más corto, y sin que él advirtiera lo llevé a la «Calle estrecha». Cuando estuvimos allí saqué la espada, bien seguro de que nadie nos perturbaría en un día como aquél, pues todos llenaban las iglesias.
El comendador sacó también la espada, pero me dijo, bajando la punta:
—¡Cómo! ¿En un viernes santo?
No quise saber nada.
—Escuchad —me dijo—, hace más de seis años que no cumplo con los principios de la Iglesia, y me espanta el estado de mi conciencia. Dentro de tres días… Soy de natural apacible, y vos sabéis que las personas de ese carácter, una vez irritadas, no escuchan razones. Obligué al comendador a ponerse en guardia, pero no sé qué terror se pintaba en sus rasgos. Se adosó contra la pared, como si previera que iba a ser derribado y buscara un apoyo. En efecto, desde el primer golpe, lo atravesé con mi espada. Bajó la punta de la suya, se apoyó contra la pared, y me dijo con voz moribunda:
—Os perdono. ¡Pueda el cielo perdonaros! Llevad mi espada a Tête-Foulque, y haced decir cien misas en la capilla del castillo.
Expiró. De momento no presté gran atención a sus palabras, y si las he retenido es porque se las he oído decir después. Hice mi declaración en la forma acostumbrada. No puedo decir que ante los hombres mi duelo me perjudicara: Foulequière era aborrecido, y se consideró que había merecido su muerte. Pero me pareció que, ante Dios, mi acción era muy culpable, sobre todo a causa de la omisión de los sacramentos, y mi conciencia me hacía crueles reproches. Esto duró ocho días.
En la noche del viernes al sábado, me desperté sobresaltado y, al mirar a mi alrededor, me pareció que no estaba en mi aposento sino en la «Calle estrecha», y tendido en el suelo. Me sorprendí de hallarme allí, cuando vi distintamente al comendador apoyado contra la pared. El espectro pareció hacer un esfuerzo para hablar y me dijo:
—Llevad mi espada a Tête-Foulque y haced decir cien misas en la capilla del castillo. Apenas hube oído estas palabras, caí en un sueño letárgico. Al día siguiente me desperté en mi aposento y en mi lecho, pero había conservado perfectamente el recuerdo de mi visión.
La noche siguiente hice acostar a un lacayo en mi aposento, pero nada vi. Lo mismo sucedió las noches sucesivas. Pero en la noche del viernes al sábado tuve la misma visión, con la diferencia de que mi lacayo estaba acostado en el suelo a algunos pasos de mí. El espectro del comendador se me apareció y me dijo lo mismo, y la misma visión se repitió después todos los viernes. Mi lacayo también soñaba que estaba acostado en la «Calle estrecha», pero no veía ni escuchaba al comendador.
No sabía al principio qué era Tête-Foulque, adonde el comendador quería que llevase su espada: algunos caballeros puatevinos me informaron de que era un castillo situado a tres leguas de Poitiers, en medio de un bosque; que en la comarca se contaban del castillo muchas cosas extraordinarias y que en él se veían muchos objetos curiosos, tales como la armadura de Foulque-Taillefer y las armas de los caballeros que había matado; y que hasta era costumbre, en la casa de los Foulequière, depositar allí las armas con que se habían servido, ya en la guerra, ya en combates singulares. Todo esto me interesaba, pero tenía que pensar en mi conciencia.
Fui a Roma y me confesé con el penitenciario mayor. No le oculté la visión que me obsedía, ni él me negó la absolución, pero me la dio condicionalmente después que hiciera penitencia. Ésta consistía en las cien misas que habría de mandar decir en el castillo de Tête-Foulque. El cielo aceptó la ofrenda, y, desde el momento de la confesión, dejó de obsesionarme el espectro del comendador. Yo había llevado de Malta su espada y tomé, cuando pude, el camino de Francia.
Llegado a Poitiers, supe que estaban informados de la muerte del comendador, y que allí éste no era más lamentado que en Malta. Dejé mi equipaje en la ciudad; me vestí con un hábito de peregrino y tomé un guía; era conveniente que yo fuese a pie a TêteFoulque; por lo demás, el camino no permitía que se llegara en coche.
Encontramos la puerta del torreón cerrada. Durante mucho tiempo hicimos sonar la campana de la torre de atalaya. Por último apareció el castellano: era el único habitante de Tête-Foulque, con un ermitaño que servía en la capilla y que encontramos diciendo sus oraciones. Cuando hubo acabado, le comuniqué que venía a pedirle que dijera cien misas.
Al mismo tiempo, deposité mi ofrenda. Quise dejar allí la espada del comendador, pero el castellano me dijo que había que colocarla en la «armería», o sala de armas, junto a todas las espadas de los Foulequière muertos en duelo, y las de los caballeros que aquéllos habían matado; que tal era la usanza. Seguí al castellano a la «armería» donde encontré, en efecto, espadas de todos tamaños, así como retratos, comenzando por el retrato de Foulque-Taillefer, conde de Angulema, quien hizo construir Tête-Foulque por un hijo bastardo, que fue senescal de Poitou y antepasado de los Foulequière de Tête-Foulque. Los retratos del senescal y de su mujer estaban a cada lado de una gran chimenea, colocada en el ángulo de la «armería». Eran de un gran realismo. Los demás retratos estaban igualmente bien pintados, aunque en el estilo de la época. Pero ninguno de un parecido tan asombroso como el de Foulque-Taillefer. Estaba pintado con la espada en una mano; con la otra, sostenía la rodela que le presentaba un escudero. La mayoría de las espadas estaban al pie del retrato, formando una especie de haz. Rogué al castellano que encendiera la chimenea de aquella sala y allí me hiciera traer la cena.
—Mi querido peregrino —me respondió—, no hay inconveniente en que os traigan la cena, pero os pido muy encarecidamente que os acostéis en mi aposento. Le pregunté por el motivo de esta precaución.
—Yo sé por qué —respondió el castellano—, y os haré poner un lecho junto al mío. Acepté su proposición con tanto más placer cuanto que era viernes, y temía que volviera mi visión.
Cuando el castellano fue a ocuparse de mi cena, me puse a observar las armas y los retratos. Éstos, como he dicho, estaban pintados con mucha verdad. A medida que caía la tarde, los ropajes, de color sombrío, se confundieron en la sombra con el fondo oscuro del cuadro; y el fuego de la chimenea sólo permitía distinguir los rostros: lo cual tenía algo aterrador, o que a lo menos me pareció tal, porque el estado de mi conciencia me estremecía como de costumbre.
El castellano trajo mi cena, que consistía en un plato de truchas pescadas en un arroyo vecino. Trajo también una botella de vino bastante bueno. Yo quería que el ermitaño cenase también con nosotros, pero no comía sino hierbas hervidas en agua. He sido siempre puntual en leer mi breviario, cosa obligatoria para los caballeros profesos, a lo menos en España. Lo saqué pues del bolsillo, así como el rosario, y le dije al castellano que, como aún no tenía sueño, me quedaría a rezar hasta que avanzara un poco más la noche, y que él sólo tenía que indicarme el camino de mi aposento.