—No os supongo —dijo don Belial— ni más ni menos malo que todos los hijos de Adán. Tienen escrúpulos antes de cometer un crimen, y remordimientos después; por ello se jactan de tener aún apego a la virtud; pero podrían ahorrarse ese enojoso sentimiento si analizaran qué es la virtud, cualidad ideal cuya existencia admiten sin examen; y eso mismo bastaría para situarla entre los prejuicios, que son opiniones admitidas sin juicio previo.
—Señor don Belial —respondí a mi protector—, mi padre puso entre mis manos su volumen sesenta y siete, que trata de la moral. El prejuicio, según él, no era una opinión admitida sin juicio previo, sino una opinión ya juzgada antes que viniéramos al mundo y transmitida como por herencia. Esas costumbres de la infancia echan en nuestra alma la primera simiente, el ejemplo la desarrolla, el conocimiento de las leyes la fortifica; conformándonos a ellas, somos hombres de bien; haciendo más de lo que las leyes no ordenan, somos hombres virtuosos.
—Esta definición —dijo don Belial— no es mala y hace honor a vuestro padre; escribía bien y pensaba aún mejor, y quizá vos haréis como él. Convengo en que los prejuicios son opiniones ya juzgadas, pero ésa no es razón para no seguir juzgándolas cuando el juicio está formado. Un espíritu curioso de ahondar las cosas someterá los prejuicios a examen y hasta examinará si las leyes son igualmente obligatorias para todo el mundo. Observaréis, en efecto, que el orden legal parece haber sido imaginado para la sola ventaja de aquellos caracteres fríos y perezosos que aguardan sus placeres del himeneo, y su bienestar de la economía y del trabajo. Pero ¿qué hace el orden social en favor de los hermosos genios, de los caracteres ardientes, ávidos de oro y de goces, que quisieran devorar sus propias almas? Pasarían su vida en los calabozos y la acabarían en los suplicios. Afortunadamente, las instituciones humanas no son en realidad lo que parecen. Las leyes son barreras; bastan para detener a los caminantes. Pero aquellos que de verdad tienen ganas de franquearlas, pasan por arriba o por abajo. Este tema me llevaría lejos. Se hace tarde. Adiós, joven amigo; usad mi bombonera y contad siempre con mi protección.
Me despedí del señor Belial y volví a mi casa. Me abrieron la puerta; me acosté y traté de dormir. La bombonera estaba sobre la mesa de noche, y esparcía un perfume delicioso. No pude resistir a la tentación: comí dos pastillas, me dormí y pasé una noche muy agitada.
Mis jóvenes amigas vinieron a la hora acostumbrada. Me encontraron algo extraordinario en la mirada, y en verdad que yo las veía con otros ojos; sus movimientos me parecían coqueterías hechas con la deliberada intención de seducirme; igual sentido presté a sus palabras más casuales; todo en ellas atraía mi atención y me hacía imaginar cosas en las que antes no había pensado.
Zorita encontró mi bombonera, comió dos pastillas y convidó a su hermana. Muy pronto, lo que yo había creído ver se convirtió en realidad; un sentimiento interior pareció dominar a las hermanas, y a él se entregaron sin conocerlo; hasta llegó a asustarlas, y entonces me dejaron con un resto de timidez en la que había algo huraño. Entró su madre: desde que la había salvado de los acreedores, me trataba con singular afecto; sus caricias me calmaron durante algunos instantes, pero en seguida la vi con los mismos ojos que a sus hijas. Ella lo advirtió y pareció confusa. Sus miradas, evitando las mías, cayeron en la bombonera fatal; comió algunas pastillas y se fue. Luego volvió, me acarició de nuevo, me llamó su hijo y me estrechó en sus brazos. Me dejó con tristeza y haciendo grandes esfuerzos. La turbación de mis sentidos llegó al arrebato; por mis venas circulaba fuego, apenas podía distinguir los objetos que me rodeaban, una nube cubría mi vista.
Tomé el camino de la terraza: la puerta del aposento de las muchachas estaba abierta y no pude menos de entrar en él. El desorden de sus sentidos, aun mayor que el mío, me espantó. Quise arrancarme de sus brazos, pero no tuve fuerzas para ello. Entró la madre; los reproches expiraron en sus labios; muy pronto no tuvo derecho de hacerlos. Mi bombonera estaba vacía; se habían acabado las pastillas: pero nuestras miradas y nuestros suspiros parecían querer reanimar todavía nuestros ardores apagados. Recuerdos criminales alimentaban nuestros pensamientos y en nuestra languidez había una culpable delicia.
Propio es del crimen sofocar los sentimientos de la naturaleza. La señora Santárez, entregada a deseos desenfrenados, olvidaba que su padre languidecía en un calabozo y que tal vez ya se había pronunciado su sentencia de muerte. Y si ella no pensaba en él, yo pensaba aun menos.
Pero una tarde vi entrar en mi casa a un hombre embozado en una capa, y no me tranquilicé demasiado cuando vi que, para ocultar mejor su rostro, llevaba una máscara. El misterioso personaje me hizo señas para que me sentara, él mismo se sentó, y me dijo:
—Señor Hervás, entiendo que estáis ligado a la señora Santárez, y quiero hablaros sobre un asunto que le concierne. Como es un asunto serio, me sería penoso tratarlo con una mujer. La señora Santárez había prodigado su confianza a un aturdido que se llama Cristóbal Esparados. Éste se halla hoy en la misma prisión en que se encuentra el señor Goránez, padre de la señora Santárez. El loco de Esperados creía conocer el secreto de ciertos hombres poderosos, pero yo soy el depositario de ese secreto, y os lo diré en pocas palabras. De hoy en ocho días, media hora antes de que se ponga el sol, pasaré delante de vuestra puerta y diré tres veces el nombre del detenido: Goránez, Goránez, Goránez. A la tercera vez me entregaréis un saco con tres mil pistolas. El señor Goránez no está más en Segovia, sino en una prisión de Madrid. Su suerte se decidirá antes de la medianoche de ese mismo día. Esto es lo que tenía que deciros; ya he cumplido mi misión. El hombre enmascarado se puso de pie y se fue.
Yo sabía o creía saber que la señora Santárez no tenía medios pecuniarios de ninguna especie. Me propuse pues recurrir a don Belial, y le dije a mi encantadora huésped que don Cristóbal no iba más a su casa porque se había hecho sospechoso a sus superiores, pero que yo mismo estaba en contacto con el ministerio y tenía sobradas razones para esperar un completo buen éxito. La esperanza de salvar a su padre llenó de la más viva alegría a la señora Santárez. Agregó un nuevo motivo de gratitud a todos los sentimientos que yo le inspiraba ya. La entrega de su persona le pareció menos criminal: un beneficio tan grande debía absolverla. Nuevas delicias ocuparon aún todos nuestros momentos. Una noche me arranqué a ellas para ir a ver a don Belial.
—Os esperaba —me dijo—. Bien sabía yo que vuestros escrúpulos no habrían de durar mucho, y vuestros remordimientos menos aún. Todos los hijos de Adán están hechos de la misma pasta. Pero no esperaba que os cansarais tan pronto de placeres semejantes, como no han gustado jamás los reyes de este pequeño globo que no poseían mi bombonera.
—¡Ay!, señor Belial —respondí—. Una parte de lo que decís es harto cierta. Pero no es cierto que mi condición me fatigue; temo, por el contrario, que si llegara a cambiar, la vida no tendría ya encantos para mí.
—Sin embargo, habéis venido a pedirme tres mil pistolas para salvar al señor Goránez, y, desde que éste sea absuelto, se llevará consigo a su hija y a sus dos nietas. Ya ha prometido la mano de estas últimas a dos empleados de su oficina. En los brazos de sus felices esposos veréis a dos personas encantadoras cuya inocencia habéis sacrificado y que, como precio a semejante ofrenda, sólo os pedían participar en los placeres de los que sois el centro. Más inspiradas por la emulación que por los celos, cada una de ellas era feliz con la dicha que os había dado y gozaba sin envidia de la que debíais a la otra. La madre, más sabia pero no menos apasionada, podía, gracias a mi bombonera, ver sin mal humor la dicha de sus hijas. Después de haber conocido momentos tales, ¿qué haréis durante el resto de vuestra vida? ¿Iréis a buscar los legítimos placeres del himeneo o a suspirar detrás de una coqueta que ni siquiera podrá prometeros la sombra de las voluptuosidades que ningún mortal ha conocido antes que vos?
En seguida, cambiando de tono, don Belial me dijo:
—No, me equivoco; el padre de la señora Santárez es realmente inocente; el placer de hacer una buena acción debe prevalecer sobre todos los demás.
—Señor, habláis muy fríamente de las buenas acciones y con mucho calor de los placeres que son, después de todo, los placeres del pecado. Se diría que buscáis mi eterna perdición. Estoy tentado de creer que sois…
Don Belial no me dejó acabar.
—Soy —me dijo— uno de los principales miembros de una poderosa asociación cuyo objetivo es hacer dichosos a los hombres, curándolos de los vanos prejuicios que beben junto con la leche de su nodriza y que después ponen traba a todos sus deseos. Hemos publicado muy buenos libros en los que demostramos admirablemente que el amor propio es el principio de todas las acciones humanas, y que la dulce piedad, la piedad filial, el amor ardiente y tierno, la clemencia en los reyes son otros tantos refinamientos del egoísmo. Ahora bien, si el amor propio es el móvil de todas nuestras acciones, la realización de nuestros propios deseos debe ser su objetivo natural. Bien lo han comprendido los legisladores. Han creado las leyes de modo que puedan ser eludidas, y los interesados no dejan de hacerlo.
—¡Cómo pues, señor Belial —le dije—, no consideráis que lo justo y lo injusto son cualidades reales!
—Son cualidades relativas. Os lo haré comprender con el auxilio de un apólogo. Unos insectos muy pequeños se arrastraban por las puntas de unas altas hierbas. Uno de ellos dijo a los otros: «Ved ese tigre acostado cerca de nosotros; es el más dulce de los animales, nunca nos hace mal. El cordero, en cambio, es un animal feroz; si llegara uno, nos devoraría con la hierba que nos sirve de asilo: pero el tigre es justo; él nos vengaría». Podéis deducir de ello, señor Hervás, que todas las ideas de lo justo y lo injusto, del bien y del mal, son relativas y en modo alguno absolutas o generales. Convengo con vos en que hay una especie de necia satisfacción, apegada a lo que se llama buenas acciones. La encontraréis, sin duda, al salvar al bueno del señor Goránez, que está acusado injustamente. No debéis vacilar en hacerlo si estáis cansado de vivir con su familia. Reflexionad sobre ello, tenéis tiempo suficiente. El dinero debe ser entregado el sábado, media hora antes de que se ponga el sol. Venid a verme en la noche del viernes al sábado, y las tres mil pistolas estarán prontas en el minuto preciso. Adiós, recibid otra bombonera más.
Volví a mi casa y, en el camino, comí algunas pastillas. La señora Santárez y sus hijas no se habían acostado. Quise hablarles del prisionero: no me dieron tiempo. Pero ¿por qué revelar tantas felonías? Os bastará saber que, librados a deseos desenfrenados, no estaba en nuestro poder medir el tiempo ni contar los días: nos olvidamos por completo del prisionero.
Iba a terminar la tarde del sábado: el sol poniente, detrás de las nubes, parecía lanzar en el cielo reflejos sangrientos. Súbitos resplandores me hicieron estremecer: traté de recordar mi última conversación con don Belial. De pronto, oigo una voz hueca y sepulcral repetir tres veces: Goránez, Goránez, Goránez.
—¡Dios santo! —exclamó la señora Santárez—. Es un espíritu del cielo o del infierno; me anuncia que mi padre ya no existe.
Yo había perdido el conocimiento: cuando lo recobré, tomé el camino del Manzanares para hacer mi última tentativa ante don Belial. Alguaciles me detuvieron y me condujeron a una casa desconocida en un barrio desconocido; muy pronto comprendí que era una prisión. Allí me encadenaron y me hicieron entrar en un oscuro calabozo. Oí cerca de mí un ruido de cadenas.
—¿Eres el joven Hervás? —me preguntó mi compañero de infortunio.
—Sí —le dije—. Soy Hervás, y reconozco por tu voz que eres Cristóbal Esparados.
¿Tienes noticias de Goránez? ¿Era inocente?
—Era inocente —dijo don Cristóbal—; pero su acusador urdió una trama con tanto arte que puso en sus manos su pérdida o su salvación. Le exigía tres mil pistolas: Goránez no pudo procurárselas y acaba de estrangularse en la prisión. A mí también me han permitido elegir entre pasar el resto de mis días en el castillo de Larroche, en la costa de África, o estrangularme. Elegí lo primero, y me propongo escapar desde que pueda y hacerme mahometano. A ti, amigo mío, te someterán a torturas para hacerte confesar muchas cosas de las cuales no tienes la menor idea, pero tu relación con la señora Santárez hace suponer que las conoces y que eres cómplice de su padre.
Representaos a un hombre cuyo cuerpo y alma estaban igualmente relajados por la voluptuosidad, y a quien amenazan los horrores de un suplicio cruelmente prolongado. Creí ya sentir los dolores de la tortura, y los cabellos se me erizaron; el estremecimiento del terror recorrió mis miembros; no obedecieron ya a mi voluntad, sino a súbitos impulsos convulsivos.
Un carcelero entró en el calabozo y vino a buscar a Espadaros. Éste, al irse, me arrojó un puñal; no tuve fuerzas de asirlo, y menos aún de apuñalarme. Mi desesperación era de tal naturaleza que la muerte misma no podía tranquilizarme.
—¡Oh Belial! —exclamé—. ¡Belial, bien sé quién eres, y sin embargo te invoco!
—Heme aquí —exclamó el espíritu inmundo—. Toma este puñal; haz correr tu sangre y con ella firma el papel que te presento.
—¡Angel de la guarda! —exclamé entonces—. ¿Me habéis abandonado por completo?
—Lo invocas demasiado tarde —exclamó Satán, rechinando los dientes y vomitando llamas.
Al mismo tiempo, imprimió su garra en mi frente. Sentí un dolor lacerante y me desvanecí, o mejor dicho caí en éxtasis. Una súbita luz iluminó la prisión; un querubín, de alas brillantes, me presentó un espejo y me dijo:
—Mira sobre tu frente el Thau invertido; es el signo de los réprobos, lo verás en otros pecadores y encaminarás a doce por la vía de la salvación, salvándote tú mismo. Ponte este hábito de peregrino y sígueme.
Me desperté, o creí despertarme, y en verdad no estaba preso, sino en el camino real que va a Galicia, y vestido de peregrino.
Poco después, un grupo de peregrinos pasó por allí. Iban a Santiago de Compostela: me uní a ellos, y recorrí todos los lugares santos de España. Quería pasar a Italia y visitar Loreto. Estaba en Asturias y tomé la ruta de Madrid. Al llegar a esta ciudad, fui al Prado y busqué la casa de la señora Santárez. No pude encontrarla, aunque reconocí todas las de la vecindad. Esa fascinación me probó que todavía estaba bajo el poder de Satán. No me atreví a llevar mi busca más allá.