Manuscrito encontrado en Zaragoza (25 page)

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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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—¿Sois turcos —les dije— y nacidos en Morea?

—De ningún modo —me respondió el que no había hablado aún—. Somos griegos, nacidos en Esparta. ¡Ah!, divina Rebeca, ¿es posible que nos confundáis? ¡Yo soy Pólux, y éste es mi hermano!

El terror me quitó el uso de la voz. Los pretendidos gemelos desplegaron sus alas y me sentí alzar por los aires. Una feliz inspiración me llevó a pronunciar un nombre sagrado, del cual yo y mi hermano somos los únicos depositarios. En el mismo instante fui precipitada a tierra, y quedé completamente aturdida por la caída. Vos, Alfonso, me habéis devuelto el uso de los sentidos. Algo me advierte en mi fuero interno que nada he perdido de lo que me importa conservar. Pero estoy cansada de tantas maravillas; siento que he nacido para ser una simple mortal.

Aquí terminó Rebeca su relato. Pero éste no hizo sobre mí el efecto que ella esperaba. Todo lo que había visto y oído de extraordinario durante los diez días que acababan de transcurrir, no me impidió creer que había querido burlarse de mí. La dejé con bastante brusquedad, y poniéndome a reflexionar sobre lo que me había sucedido después de mi partida de Cádiz, recordé entonces algunas palabras que se le habían escapado a don Enrique de Sa, gobernador de aquella ciudad, y que me hicieron pensar que no era ajeno a la misteriosa existencia de los Gomélez. Era él quien me había procurado mis dos servidores, López y Mosquito. Se me metió en la cabeza que por su orden éstos me habían abandonado en la entrada desastrosa de Los Hermanos. Mis primas, y Rebeca misma, me habían dado a menudo a entender que se me quería poner a prueba. Quizá me hubieran dado, en la venta, un brebaje para dormir, y nada era más fácil que transportarme, después, durante mi sueño, bajo la horca fatal. Pacheco bien pudo haber perdido su ojo por algún accidente que no fuera necesariamente su relación amorosa con los dos ahorcados, y su atroz historia podía ser un cuento. El ermitaño, que había tratado siempre de averiguar mi secreto, era sin duda un agente de los Gomélez, que querían probar mi discreción. Por último, Rebeca, su hermano, Soto y el jefe de los gitanos, todos ellos se entendían para hacer flaquear mi valor.

Estas reflexiones, como habrá de comprenderse, me decidieron a esperar, con firmeza, la continuación de las aventuras a las cuales estaba destinado, y que el lector conocerá si acoge favorablemente la primera parte de mi historia.

RELATOS TOMADOS DE AVADORO, HISTORIA ESPAÑOLA
I. HISTORIA DEL TERRIBLE PEREGRINO HERVAS Y DE SU PADRE, EL OMNISCIENTE IMPÍO

Parecería que un profundo conocimiento enciclopédico supera las fuerzas concedidas a un cerebro humano: sobre cada ciencia, sin embargo, Hervás escribió un volumen que comenzaba por su historia y acababa por opiniones extraordinariamente sagaces acerca de los medios de ampliar y, por así decirlo, de hacer retroceder en todo sentido los límites del saber.

Economizando su tiempo y distribuyéndolo con gran regularidad, Hervás pudo realizar esta obra. Se levantaba antes de la salida del sol y se preparaba para el trabajo de su oficina mediante reflexiones análogas a las operaciones que debía efectuar en ella. Llegaba al ministerio media hora antes que los demás y, teniendo la pluma en la mano y la cabeza libre de toda idea relativa a su obra de escritor, esperaba a que sonase la hora de la oficina. En ese mismo instante empezaba sus cálculos, realizándolos con sorprendente celeridad. Después de lo cual pasaba por la librería Moreno, de cuyo dueño supo ganarse la confianza, buscaba allí los libros que le eran necesarios y los llevaba a su casa. Salía de nuevo para comer frugalmente, volvía antes de la una y trabajaba hasta las ocho de la noche. Luego jugaba a la pelota con algunos muchachos del barrio, volvía, bebía una taza de chocolate, y se acostaba. Los domingos pasaba todo el día en su casa, meditando en el trabajo de la semana siguiente. Hervás pudo así consagrar alrededor de tres mil horas anuales a la confección de su enciclopedia. Al cabo de quince años, habiéndole dedicado cuarenta y cinco mil horas, acabó de verdad esta sorprendente composición sin que nadie en Madrid lo sospechara. Porque Hervás, en modo alguno comunicativo, no hablaba a nadie de su obra. Quería asombrar al mundo mostrándole, íntegramente terminado, ese vasto cúmulo de ciencia. Lo terminó, en efecto, cuando él mismo terminó sus treinta y nueve años, y se felicitó de entrar en los cuarenta con una gran reputación pronta a despuntar. Pero no dejaba de ensombrecer su alma una suerte de tristeza, porque el hábito del trabajo, sostenido por la esperanza, había sido para él como una amable sociedad que llenaba su vigilia. Ahora había perdido esa sociedad. Y el tedio, que no había conocido nunca, empezaba a hacerse sentir. Un estado de ánimo tan nuevo para Hervás modificó por completo su carácter. Ya no buscaba la soledad; lejos de ello, se lo veía en todos los
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lugares públicos, donde parecía deseoso de abordar a la gente. Sin embargo, como no conocía a nadie y no tenía, por añadidura, el hábito de conversar, pasaba de largo sin abrir la boca. Pensaba, no obstante, que muy pronto todo Madrid lo conocería, y que su nombre estaría en los labios de todo el mundo.

Atormentado por la necesidad de distraerse, Hervás tuvo la idea de ver nuevamente el lugar en que nació, oscuro caserío que esperaba hacer ilustre gracias a su inminente fama. Desde hacía quince años no se había permitido otra diversión que jugar a la pelota con los muchachos del barrio, y se prometía un delicioso placer jugando a ella en los lugares donde había pasado su primera infancia.

Antes de partir quiso gozar del espectáculo de sus cien volúmenes ordenados sobre un solo anaquel. Entregó sus manuscritos a un encuadernador, recomendándole especialmente que el lomo de cada volumen llevase, a lo largo, el nombre de la ciencia y el número del tomo, desde el primero, que era la Gramática universal, hasta el Análisis, que era el centésimo. El encuadernador trajo la obra al cabo de tres semanas. El anaquel que debía recibirla estaba ya preparado. Hervás colocó en él aquella imponente serie, e hizo una fogata con todos los borradores y copias parciales. Después de lo cual cerró con doble llave la puerta de su aposento, la selló, y partió para Asturias. El aspecto de los lugares en que había nacido dieron realmente a Hervás todo el placer que se prometió. Mil recuerdos, inocentes y dulces, le arrancaron lágrimas de alegría, cuya fuente habían secado, por así decirlo, veinte años de las más áridas concepciones. Nuestro polígrafo hubiera pasado de buena gana el resto de sus días en aquel caserío nativo; pero los cien volúmenes lo llamaban a Madrid. Toma de vuelta el camino de la capital, llega a su casa, encuentra intacto el sello colocado sobre la puerta. Abre la puerta… ¡y ve los cien volúmenes hechos pedazos, despojados de su encuadernación, con las hojas sueltas y confundidas sobre el piso! Este aspecto atroz turba sus sentidos; cae en medio de los despojos de sus libros y pierde hasta el sentimiento de su propia existencia.

¡Ay! Ésta era la causa del desastre: Hervás no comía nunca en casa; las ratas, tan abundantes en todas las viviendas de Madrid, se cuidaban muy bien de frecuentar la suya; sólo hubieran encontrado algunas plumas para roer; pero no sucedió lo mismo cuando cien volúmenes, cargados de cola fresca, fueron traídos al aposento, y cuando este aposento, desde aquel mismo día, fue abandonado por su dueño. Las ratas, atraídas por el olor de la cola, alentadas por la soledad, se reunieron en tropel, embistieron, empezaron a roer, devoraron. Hervás, cuando volvió en sí, vio a uno de esos monstruos arrancando, en un rincón, las últimas hojas de su Análisis. Quizá la cólera no había entrado nunca en el alma de Hervás: ahora, sintiendo su primer acceso, se precipitó sobre el raptor de su geometría trascendente, dio con la cabeza en la pared y cayó de nuevo desvanecido. Hervás volvió en sí por segunda vez, reunió los jirones que cubrían el piso de su aposento y los guardó en un cofre. Después, sentado sobre el cofre, se entregó a los más tristes pensamientos. Muy pronto le dio un escalofrío que desde el día siguiente degeneró en una fiebre biliar, comatosa y maligna.

Privado de su gloria por las ratas, abandonado por los médicos, no lo desamparó su enfermera. Esta continuó cuidándolo y muy pronto una crisis feliz lo salvó. La enfermera era una mujer de treinta años llamada Marica; venía a cuidarlo por amistad, porque Hervás conversaba algunas tardes con el padre de ella, que era un zapatero del barrio. Hervás, convaleciente, sintió todo lo que debía a esta buena mujer.

—Marica —le dijo—, no sólo me habéis salvado; habéis endulzado también mi vuelta a la vida. ¿Qué puedo hacer por vos?

—Señor —le respondió—, podríais hacer mi dicha. Pero no sé cómo decíroslo.

—Decídmelo, decídmelo, y tened la certeza de que si ello está en mi poder, lo haré.

—¿Pero si os pidiera casaros conmigo?

—Lo quiero, y de todo corazón. Me daréis de comer cuando esté sano, me cuidaréis cuando esté enfermo, y me defenderéis de las ratas cuando esté ausente. Sí, Marica, nos casaremos cuando queráis, y mientras más pronto mejor.

Hervás, no bien curado aún, abrió el cofre que guardaba los despojos de su polimatesis. Trató de juntar las hojas y tuvo una recaída que lo debilitó mucho. Cuando estuvo en condiciones de salir, fue a ver al ministro de finanzas; argumentó que había trabajado quince años y formado alumnos en situación de reemplazarlo; que su salud estaba destruida, y pidió su retiro con una pensión equivalente a la mitad de su sueldo. Esa suerte de beneficios no son muy difíciles de obtener en España; se le acordó a Hervás lo que pedía, y se casó con Marica.

Entonces nuestro sabio cambió su manera de vivir. Alquiló una casa en un barrio solitario y se propuso no salir hasta no haber restablecido el manuscrito de sus cien volúmenes. Las ratas habían roído todo el papel próximo al lomo de los libros y no habían dejado subsistir sino la mitad de cada hoja, y aun esas mitades estaban desgarradas. Sin embargo, servían a Hervás para recordarle el texto entero. Fue así como se puso a rehacer toda la obra. Al mismo tiempo, produjo otra de muy diferente género. Marica me dio a luz. ¡A mí, pecador y réprobo! Ah, el día de mi nacimiento fue sin duda una fiesta en los infiernos. Los fuegos eternos de esa morada brillaron con nuevo resplandor, y los demonios aumentaron los suplicios de los condenados para mejor gozar con sus aullidos. Vine al mundo, y mi madre sólo me sobrevivió pocas horas. Hervás no había conocido el amor y la amistad sino por una definición de esos sentimientos que había colocado en su volumen sesenta y siete. La pérdida de su esposa, al probarle que había sido hecho para sentir amistad y amor, lo abrumó más que la pérdida de sus cien tomos in octavo devorados por las ratas. La casa de Hervás era pequeña, y a cada uno de mis gritos resonaba entera: era pues imposible que yo siguiera viviendo allí. Fui recogido por mi abuelo, el zapatero Marañón, que pareció muy halagado de tener en su casa a su nieto, hijo de un contador y gentilhombre.

Mi abuelo, a pesar de su humilde condición, vivía con desahogo. Me envió a colegios desde que estuve en edad de frecuentarlos. Cuando cumplí dieciséis años me vistió con elegancia y me procuró los medios de pasear mis ocios por Madrid. Se creía bien pagado de esos gastos cuando podía decir: Mi nieto, el hijo del contador. Pero volvamos a mi padre y a su triste destino, harto conocido: ¡pueda él servir de lección y de espanto a los impíos!

Diego Hervás pasó ocho años en reparar el daño que le habían causado las ratas. Su obra estaba casi rehecha cuando algunos periódicos extranjeros, que cayeron en sus manos, le probaron que las ciencias habían hecho, sin que él lo supiera, notables progresos. Hervás suspiró ante ese acrecentamiento de sus infortunios; sin embargo, no queriendo que su obra quedara imperfecta, agregó a cada ciencia los nuevos descubrimientos que se habían hecho en sus respectivos dominios. Esto le tomó cuatro años más. Fueron pues doce años enteros que pasó sin salir de su casa, y siempre inclinado sobre su labor. Esta vida sedentaria acabó de arruinar su salud. Padeció una ciática obstinada, mal en los riñones, arenilla en la vejiga, y todos los síntomas promisorios de la gota. Pero, al fin, la polimatesis, en cien volúmenes, estuvo acabada. Hervás llamó al librero Moreno, hijo de aquel que le prestó los libros para escribir su obra.

—Señor —le dijo—, aquí hay cien volúmenes que encierran todo lo que hoy saben los hombres. Esta polimatesis hará honor a vuestras prensas y, si me atrevo a decirlo, a España. Nada pido para mí: sólo quiero que tengáis la bondad de imprimirlos para que mi memorable fatiga no sea enteramente vana.

Moreno abrió todos los volúmenes, los examinó con atención, y le dijo:

—Señor, acepto vuestra obra, pero debéis decidiros a reducirla a veinticinco volúmenes.

—Dejadme —le respondió Hervás con la indignación más profunda—, dejadme; volved a vuestra tienda a imprimir los fárragos novelescos o pedantescos que son la vergüenza de España. Dejadme, señor, con mi arenilla y mi genio, que, de haber sido mejor comprendido, me habría conferido la estima general. Pero ya nada tengo que pedir a los hombres y, menos aún, a los libreros. Dejadme.

Moreno se retiró, y Hervás cayó en la más negra melancolía. Tenía sin tregua ante los ojos sus cien volúmenes, hijos de su genio, concebidos con delicia, alumbrados con un dolor no exento asimismo de placer, y ahora hundidos en el olvido. Contemplaba su vida perdida por completo, su existencia aniquilada en el presente y también en el porvenir. Entonces su espíritu, adiestrado en penetrar todos los misterios de la naturaleza, se volvió desgraciadamente hacia el abismo de las miserias humanas. A fuerza de medir su profundidad, vio el mal en todas partes, no vio sino el mal, y se dijo desde el fondo de su corazón:

—Autor del mal, ¿quién sois?

Él mismo tuvo horror de esta idea y quiso examinar si el mal, para ser, debía necesariamente haber sido creado. Después examinó la misma cuestión desde un punto de vista más vasto. Se aferró a las fuerzas de la naturaleza, atribuyendo a la materia una energía que le pareció apropiada para explicarlo todo sin tener que recurrir a la creación. Según él, tanto el hombre como los animales debían su existencia a un ácido generador que hacía fermentar la materia y le daba formas constantes, más o menos como los ácidos cristalizan las bases alcalinas y terrosas en poliedros siempre semejantes. Miraba las sustancias fungosas que produce la madera húmeda como el eslabón que une la cristalización de los fósiles a la reproducción de los vegetales y de los animales y que indica, si no la identidad, al menos la analogía.

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