Por último, Semiaras, príncipe de los Egregores, tuvo a bien advertirme que era ya tiempo de comenzar. Salí de mi caverna, extendí en forma de círculo mi cinta constelada, abrí mi libro y pronuncié en voz alta las terribles fórmulas que hasta entonces no había osado leer sino con los ojos. Bien comprenderéis, señor Alfonso, que no puedo deciros lo que ocurrió en esta ocasión, y vos tampoco lo entenderíais. Os diré solamente que adquirí un gran poder sobre los espíritus, y que me enseñaron los medios de hacerme conocer por los gemelos celestes. Por ese tiempo, mi hermano percibió la punta de los pies de las hijas de Salomón. Yo esperé a que el sol entrara en el signo de Géminis, y obré a mi vez. Nada descuidé para obtener el éxito completo y, con el fin de no perder el hilo de mis combinaciones, prolongué mi trabajo hasta horas tan avanzadas que por último, vencida por el sueño, tuve que rendirme.
Al día siguiente, ante el espejo, advertí dos figuras humanas que parecían estar detrás de mí. Me volví, y no encontré a nadie. Miré en el espejo, y las vi de nuevo. Debo decir que la aparición no tenía nada de aterradora. Eran dos jóvenes de una estatura un poco mayor que la humana. También sus hombros eran más anchos, y de una redondez un poco femenina. Sus pechos palpitaban como los de las mujeres, pero eran lisos como los de los hombres. Extendían sobre los flancos sus brazos perfectamente torneados, en la actitud de las estatuas egipcias. Sus cabellos, en cuyo color se mezclaban el oro y el azul, caían en gruesos bucles sobre sus hombros. Nada os digo de sus rostros. Podréis imaginar si los semidioses son hermosos, porque eran, en fin, los gemelos celestes. Los reconocí por las llamitas que brillaban sobre sus cabezas.
—¿Cómo estaban vestidos esos semidioses? —pregunté a Rebeca.
—No lo estaban —contestó ella—. Cada uno tenía cuatro alas, dos de las cuales estaban plegadas sobre sus hombros, y las otras dos cruzadas en la cintura. Esas alas eran en verdad tan transparentes como alas de mosca, pero partículas de púrpura y oro, mezcladas a su diáfano tejido, ocultaban todo aquello que hubiese podido alarmar al pudor.
He aquí, me dije a mí misma, los esposos celestes a los cuales estoy destinada. No pude menos de compararlos en mi fuero interno al joven mulato que adoraba Zulica. Me avergoncé de esta comparación. Miré en el espejo y creí ver que los semidioses me lanzaban una mirada llena de amargura, como si hubiesen leído en mi alma y estuviesen ofendidos por ese impulso involuntario.
Durante muchos días no me atreví a mirar en el espejo. Por fin me aventuré a ello. Los divinos gemelos habían cruzado las manos sobre el pecho, y su expresión de dulzura me quitó la timidez. Sin embargo, no sabía qué decirles. Para salir de mi perplejidad, fui a buscar un volumen de las obras de Edris, que vosotros llamáis Atlas: en materia de poesía, es lo más hermoso que tenemos. La armonía de los versos de Edris se parece en algo a la de los cuerpos celestes. Como la lengua de este autor no me es del todo familiar, temiendo haber leído mal miré de soslayo en el espejo para ver el efecto que había producido: me sobraron motivos para estar contenta. Los Thamim se miraban el uno al otro y parecían aprobarme, y a veces lanzaban miradas al espejo que yo no podía recoger sin emoción. Entró mi hermano, y la visión se desvaneció. Me habló de las hijas de Salomón, de las cuales había visto la punta de los pies. Estaba alegre: yo compartí su alegría. Me sentía traspasada por un sentir desconocido. El estremecimiento interior que nos causan las operaciones cabalísticas cedía su lugar a no sé qué dulce abandono cuyos encantos había ignorado hasta entonces.
Mi hermano hizo abrir la puerta del castillo; había permanecido cerrada desde mi viaje a la montaña. Gustamos el placer del paseo; la campiña me pareció esmaltada con los más bellos colores. Encontré también en los ojos de mi hermano no sé qué brillo muy diferente del ardor que nos inspira el estudio. Nos hundimos en un bosquecillo de naranjos. Me fui a soñar por mi lado, él por el suyo, y nos volvimos a encontrar abstraídos en nuestros ensueños.
Zulica, para acostarme, me trajo un espejo: vi que yo no estaba sola. Hice que se llevara el espejo, persuadiéndome, como el avestruz, de que no me verían desde que yo no viera. Me acosté y me dormí, pero sueños extravagantes se apoderaron muy pronto de mi imaginación. En el abismo de los cielos me pareció ver dos astros brillantes que avanzaban majestuosamente en el zodíaco. Se apartaron de golpe, y después volvieron trayendo consigo la pequeña nebulosa del pie de Auriga.
Aquellos tres cuerpos celestes continuaron juntos su ruta etérea, y después se detuvieron y tomaron la apariencia de un meteoro ígneo. En seguida se me aparecieron en forma de tres anillos luminosos que, después de girar algún tiempo, se fijaron en un mismo centro. Entonces se transformaron en una suerte de gloria o de aureola que rodeaba un trono de zafiro. Vi a los gemelos tenderme los brazos y mostrarme el lugar que debía ocupar entre ellos. Quise lanzarme, pero en ese momento creí ver al mulato Tanzai que me detenía aferrándome por la cintura. Quedé sobrecogida, y me desperté sobresaltada.
Mi aposento estaba a oscuras y vi, por la rendija de la puerta, que Zulica tenía luz en el de ella. La oí quejarse y la creí enferma; hubiese debido llamarla; no lo hice. No sé qué aturdimiento me llevó de nuevo a espiar por el agujero de la cerradura. Vi al mulato Tanzai tomándose con Zulica libertades que me helaron de horror. Cerré los ojos y caí desvanecida.
Cuando recuperé el sentido, mi hermano y Zulica estaban junto a mi lecho. Lancé a la mulata una mirada fulminante y le ordené que no se presentara jamás ante mi vista. Mi hermano me preguntó por el motivo de mi severidad. Le conté, ruborizada, lo que me había ocurrido por la noche. Me respondió que los había casado la víspera, pero que ahora lo lamentaba por lo que acababa de ocurrir. Aunque sólo mis ojos, en verdad, habían sido profanados, lo inquietaba la extremada delicadeza de los hermanos Thamim. Pero todo sentimiento había desaparecido de mí, salvo el de la vergüenza, y habría muerto antes que mirar un espejo.
Mi hermano ignoraba el género de mis relaciones con los Thamim, pero sabía que no les era ya desconocida; al ver que me dejaba arrastrar a una suerte de melancolía, temió que descuidase las operaciones que había comenzado. El sol estaba próximo a salir del signo de Géminis, y creyó su deber advertírmelo. Me desperté como de un sueño. Temblaba ante la posibilidad de no ver de nuevo a los Thamim y de separarme de ellos sin saber qué idea tenían de mí, y hasta temblaba ante la posibilidad de ser ahora completamente indigna de su atención.
Tomé la resolución de ir a un aposento situado en el piso segundo del castillo, adornado con un espejo de Venecia de doce pies de alto. Para presentarme como era debido, llevé el volumen de Edris, donde se encuentra un poema sobre la creación del mundo. Me senté muy lejos del espejo y comencé a leer en alta voz. Después, interrumpiéndome y alzando todavía más la voz, osé preguntar a los Thamim si habían sido testigos de aquellas maravillas. Entonces el espejo de Venecia abandonó el muro y se colocó frente a mí. Vi a los gemelos sonreírme con expresión satisfecha y bajar ambos la cabeza para indicarme que habían asistido verdaderamente a la creación del mundo y que todo había ocurrido como dice Edris; entonces fui más allá: cerrando el libro, confundí mis miradas con las de mis divinos amantes. Creí que aquel instante de abandono habría de costarme caro. Estaba aún demasiado ligada a la humanidad para poder sostener una comunicación tan íntima. La llama que brillaba en sus ojos pareció devorarme. Bajé los míos y, habiéndome serenado un poco, continué mi lectura. Caí precisamente en el segundo canto de Edris, donde este poeta primero entre los poetas describe los amores de los hijos de Elohim con las hijas de los hombres. Hoy es imposible hacerse una idea de cómo se amaba en aquella primera edad del mundo. Las exageraciones que yo misma no comprendía bien me hacían frecuentemente vacilar. En tales momentos, mis ojos se volvían involuntariamente hacia el espejo, y me parecía que los Thamim sentían al oírme un placer cada vez más vivo. Me tendían los brazos, se aproximaban a mi silla. Los vi desplegar las brillantes alas que tenían en los hombros; hasta distinguí que flotaban levemente aquellas que les servían de cinturón. Creí que iban también a desplegarlas, y me cubrí los ojos con la mano. En el mismo instante, la sentí bajar, así como aquella con la que asía el libro. Y también en el mismo instante oí que el espejo se rompía en mil pedazos. Comprendí que el sol había salido del signo de Géminis, y que era el modo con que los hermanos se despedían de mí.
Al día siguiente, en otro espejo, distinguí como dos sombras, o más bien como el leve diseño de dos formas celestes. Al otro día, ya nada vi. Entonces, para engañar el tedio de la ausencia, pasaba las noches en el observatorio y, con el ojo pegado al telescopio, seguía a mis amantes hasta el poniente. Estaban ya bajo el horizonte, y creía verlos aún. Por fin, cuando la cola del Cáncer desaparecía de mi vista, me retiraba, y a menudo mi lecho estaba bañado de lágrimas involuntarias, y que nada motivaba.
Sin embargo, lleno de amor y de esperanza, mi hermano se entregaba más que nunca al estudio de las ciencias ocultas. Una vez vino a mi aposento y me dijo que consideraba, a juzgar por ciertos signos que había distinguido en el cielo, que un famoso adepto debía pasar por Córdoba el 23 de nuestro mes de Thybes, a las doce y cuarenta y cinco minutos de la noche. Este célebre cabalista vivía desde hacía doscientos años en la pirámide de Saofis, y tenía la intención de embarcarse para América. Al atardecer fui al observatorio. Encontré que mi hermano tenía razón, pero mi cálculo me dio un resultado un poco diferente del suyo. Mi hermano insistió en que el suyo era justo y, como se aferra mucho a sus opiniones, quiso ir él mismo a Córdoba para probarme que la razón estaba de su lado. Habría podido hacer su viaje en tan poco tiempo como el que yo pongo en contároslo, pero quiso gozar del placer del paseo y seguir la cuesta de las cuchillas, eligiendo aquella ruta cuyos hermosos panoramas contribuyeran a divertirlo y distraerlo mejor. Así llegó a Venta Quemada. Se había hecho acompañar por el pequeño Nemrael, ese espíritu travieso que se me había aparecido en la caverna. Le ordenó que nos trajera de cenar, y Nemrael arrebató la cena de un prior de benedictinos y la trajo a la venta. Después, cuando no lo necesitaba ya, mi hermano me envió a Nemrael. Yo estaba en aquel instante en el observatorio y vi ciertas cosas en el cielo que me hicieron temblar por mi hermano. Ordené a Nemrael que volviera a la venta y no abandonara un instante a su señor. Fue y volvió en seguida para decirme que un poder superior al suyo le había impedido entrar en el albergue. Mi inquietud llegó al colmo. Por último os vi llegar con mi hermano. Discerní en vuestros rasgos una entereza y una serenidad que me probaron que no erais cabalista. Mi padre me había predicho que sería muy desgraciada por un mortal, y temí que fuerais aquel mortal. Muy pronto otros cuidados me ocuparon. Mi hermano me contó la historia de Pacheco, y lo que a él mismo le había ocurrido, pero, ante mi gran sorpresa, agregó que ignoraba con qué suerte de demonios tenía que habérselas. Esperamos la noche con extremada impaciencia, e hicimos las más espantosas conjuraciones. Vanamente: nada pudimos saber sobre la naturaleza de los dos seres, e ignoramos si mi hermano había realmente perdido con ellos su derecho a la inmortalidad. Creí que vos podríais iluminarme en cierto modo. Pero fiel a no sé qué palabra de honor, nada quisisteis decirnos.
Entonces, para servir y tranquilizar a mi hermano, resolví pasar yo misma una noche en Venta Quemada. Partí ayer, y ya estaba avanzada la noche cuando llegué a la entrada del valle. Reuní algunos vapores con los cuales compuse un fuego fatuo y le ordené que me condujera a la venta. Es éste un secreto que se ha conservado en nuestra familia, y, por un medio semejante, Moisés, hermano de mi septuagesimotercer antepasado, compuso la columna de fuego que condujo a los israelitas al desierto.
Muy bien se encendió mi fuego fatuo y empezó a caminar delante de mí. Pero no tomó por el camino más corto. Aunque advertí su infidelidad, no le presté mayor atención. Llegué a medianoche. Al entrar al patio de la venta vi que había luz en el aposento del medio y oí una música muy armoniosa. Me senté en un banco de piedra. Hice algunas operaciones cabalísticas que no produjeron el menor efecto. Es verdad que aquella música me fascinaba y me distraía de tal modo que hasta la hora de hoy no puedo deciros si mis operaciones estaban bien hechas, y sospecho haberme equivocado en algún punto esencial. Pero entonces creí haber procedido regularmente y, juzgando que no había en el albergue demonios ni espíritus, deduje que no había más que hombres, y me entregué al placer de escucharlos cantar. Eran dos voces, sostenidas por un instrumento de cuerdas, pero dos voces tan melodiosas, tan bien concertadas, que ninguna música en la tierra podía comparársele.
Las melodías que aquellas voces hacían oír inspiraban una ternura tan voluptuosa como no puedo daros idea. Largo tiempo las escuché, sentada en mi banco, pero al fin decidí entrar, puesto que no había venido sino a eso. Subí pues y encontré, en el aposento del medio, a dos jóvenes altos, gallardos, sentados a la mesa, comiendo, bebiendo y cantando de todo corazón. Tocados por turbantes, llevaban pantalones orientales; tenían el pecho y los brazos desnudos, y ricas armas colgaban de sus cintos.
Los dos desconocidos, que tomé por turcos, se levantaron, me acercaron una silla, llenaron mi plato y mi vaso, y cantaron de nuevo, acompañados por una toerba, que tocaban alternativamente.
En la libertad de sus maneras había algo comunicativo. No se hacían de rogar, y yo tampoco me hice: tenía hambre y comí; como no había agua, bebí vino. Me dieron ganas de cantar con los jóvenes turcos, que parecieron deseosos de oírme. Canté una seguidilla española. Respondieron con otra. Les pregunté dónde habían aprendido el español. Uno de ellos me respondió:
—Hemos nacido en Morea. Como somos de profesión marinos, hemos aprendido fácilmente la lengua de los puertos que frecuentamos. Pero basta de seguidillas. Escuchad las canciones de nuestro país.
En la melodía de sus cantos pasaba el alma por todos los matices del sentimiento y, cuando la ternura había llegado al exceso, acentos inesperados os llevaban a la más loca alegría.
No era yo inocente de todos aquellos manejos. Observé con atención a los pretendidos marineros, y me pareció discernir en uno y otro una extremada semejanza con mis divinos gemelos.