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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (83 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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En junio, sin embargo, Jaime me dijo que, a partir del curso siguiente, quería vivir con ella y con su padre.

Si mi hijo no les hubiera elegido ya, yo jamás habría asistido a aquella boda donde acapararía sin proponérmelo más miradas, más codazos y comentarios de los que recordaba haber cosechado en la mía propia. Pero no quería que Jaime me creyera resentida, celosa o amargada, y él había insistido tanto, y Reina había subrayado tan decididamente sus ruegos, que al final me decidí a ir al banquete, aun presintiendo que tal vez así le arruinaría la noche a Santiago. Por lo demás, y al margen de la intensa sensación de ridículo que me inspiraba mi propia situación, esa aparente promiscuidad sentimental —«aquí todos somos europeos, civilizados y progresistas»—, rigurosamente falsa, que muchos invitados accidentales dedujeron sin duda de mi presencia, no temía sufrir de verdad en aquel trance, el previsible banquete donde, por cierto, no fui la única estrella capaz de eclipsar el brillo de los protagonistas.

Mi hermana se había montado un bodón descomunal, de la escuela clásica, con aperitivos variados, cena sentados y baile con orquesta y barra libre. El primer acto se desarrolló sin sobresaltos. En el segundo, ya habían comparecido un par de cargos públicos de relativa notoriedad, clientes del novio, y una presentadora de televisión, antigua compañera del colegio, que había compartido pupitre con la novia durante varios cursos. Al tío que levantó a Reina de la mesa con sólo aparecer por la puerta en los albores del tercer acto, no lo reconocí, aunque pude darme cuenta de que buena parte de los asistentes concentraban al mismo tiempo su atención en él, un individuo moreno, llamativamente grande, alto y pesado, un rostro casi tosco, como diseñado bajo la expresa prohibición de emplear líneas curvas.

—¿Quién es? —le pregunté a Reina, cuando volvió a la mesa.

—Rodrigo Orozco —me contestó, asombrada por mi ignorancia—. No me digas que no le conoces.

—Pues no, creo que no le he visto nunca.

—Es primo de Raúl —me explicó, señalando con el dedo al mejor amigo de Santiago—. Acaba de volver de Estados Unidos, ha estado allí varios años, becado por una fundación muy importante, ¿sabes?, ahora no me acuerdo del nombre… Sí, mujer, tienes que saber quién es, hace un par de meses publicó un libro, salió en todos los periódicos.

—Ni idea —admití—. ¿A qué se dedica?

—Es psiquiatra.

—¡Ah! Pues parece más bien portero de un club nocturno…

Mi hermana me contestó con una mirada de desdén y ningún otro comentario, pero en un plazo no superior a un cuarto de hora, me cogió del brazo para obligarme a seguirla, cruzando el salón.

—Ven —dijo—. Me ha pedido que os presente.

Todavía no había adivinado de quién me estaba hablando, cuando me encontré delante de aquella mole, cuya semejanza con un armario de dos cuerpos desmentía el prestigio intelectual de su propietario casi tan eficazmente como su rostro de jefe sioux. Mi hermana pronunció su nombre, y él me tendió la mano en el preciso instante en el que yo inclinaba la cabeza en su dirección para besarle en las mejillas, y la confusión frustró al mismo tiempo su gesto y el mío. Saludé sin contratiempos al tío que estaba a su lado, un norteamericano bajo y delgadito que se identificó a sí mismo, y me quedé parada, sin saber qué decir. En ese momento, mi prima Macu me asaltó por detrás, cogiéndome del brazo para arrastrarme hasta su marido, que contaba chistes en el centro de un corrillo al que me sumé con un par de voluntariosas carcajadas. Entonces, no sé muy bien cómo, sentí que aquellos dos tíos que no dejaban de ser unos desconocidos por más que Reina acabara de presentármelos, estaban hablando de mí.

Me volví bruscamente y les pillé por sorpresa. El primo de Raúl me señalaba con el dedo sin ningún disimulo mientras se inclinaba para murmurar en el oído de su amigo algún comentario irresistiblemente ingenioso, a juzgar por la sonrisita de puntas irónicas que el americano me dedicaba, sosteniéndome la mirada con tanto descaro como el propio murmurador. Tal vez en otra época de mi vida habría interpretado esa escena de otra manera, pero en aquel momento me dije que, como mínimo, me estaban llamando gorda, y aquellas risas, y aquellas miradas, se hundieron en mi nuca como el filo de una puntilla. Me alejé de allí lo más deprisa que pude, mascullando insultos entre dientes para contrarrestar la indignación que coloreaba mis mejillas, y entonces, cuando me sentía más que nunca una atracción turística, fue Santiago quien me detuvo. Mi ex marido estaba tan borracho que no fue capaz de articular una excusa inteligible para invitarme a abandonar el salón, y al final se limitó a tirar de mí hasta el pasillo y siguió andando unos metros, hasta encerrarme con él en un locutorio telefónico. Allí, mirándome de frente, murmuró mi nombre, se desplomó sobre mí e intentó besarme. Me zafé sin gran esfuerzo de su abrazo, pero el extraño brillo que impregnó sus ojos en aquel instante, aportó el toque amargo, una tremenda nota gris, al final de una noche que resultó en definitiva convencional, por lo desastrosa.

Cuando me separé de mi hijo, sentí un dolor físico, concreto, atroz, una insoportable sensación en el estómago, el ombligo, el vientre, la piel horadada quemando la carne. El sonrió después de darme un beso, y yo le devolví beso y sonrisa, e intenté decir algo apropiado, llámame de vez en cuando, y pásatelo bien, pero no pude.

Volvíamos de Almería, de pasar unas vacaciones muy parecidas en apariencia a las del año anterior, muy distintas en el fondo. Yo quería creer que Jaime había elegido marcharse teniendo en cuenta criterios puramente materiales, él me los había enumerado muchas veces, en su acento una tranquilidad que bastaba para asegurar su inocencia, y me había propuesto colocarme a su altura, volver yo misma a tener cinco años y medio para no tener que reprocharle nada, pero a veces la tentación del chantaje emocional —yo lo he dado todo por ti, y ahora tú me dejas tirada— se hacía demasiado fuerte, y creo que si hubiera estado sola en Madrid, con él, habría terminado cometiendo el mismo pecado que mi madre repitió tantas veces conmigo.

—Es que la casa nueva de papá tiene jardín, mamá, y nos han puesto dos columpios, uno para Reina y otro para mí, y si vivo allí puedo jugar con ella, y tener el doble de juguetes, ¿sabes?, y de libros, porque puedo usar los suyos y los míos, y no me aburro, porque luego en ese barrio hay muchos niños, y nos dejan pasarnos al jardín de la casa de al lado, y la tía Reina me ha prometido que le va a pedir a los Reyes una bicicleta para mí, y en nuestra casa, en cambio, no tengo a nadie con quien jugar, y tampoco se puede montar en bicicleta…

Magda me convenció de que no tenía por qué haber nada más detrás, excepto un evidente deseo por parte de mi hermana y de Santiago de vivir con el niño, pero yo pensé muchas veces en mi propia aptitud, en mi irregular afición a cocinar, en mi falta de paciencia para ayudarle en los deberes, en la frecuencia con la que salía de noche, dejándole en manos de la canguro, en mi incapacidad para respetar los horarios, mi manera de vivir, que él comparaba en voz alta, cada día con más frecuencia, con la manera de vivir de mi hermana, con quien pasaba ya casi todos los fines de semana desde aquella Semana Santa.

—¿Sabes mamá? La tía Reina entra todas las noches en nuestro cuarto y nos da un beso a cada uno antes de irse a dormir, pero todas todas las noches, no se le olvida nunca. Y tenemos siempre la cama abierta desde antes, ella la abre antes de cenar.

Un buen día me pedía que le llenara la bañera de espuma, porque Reina lo hacía. A la mañana siguiente, quería llevarse al colegio un bocadillo de tortilla de chorizo recién hecha envuelto en papel de plata dentro de una bolsa hermética que lo mantuviera caliente, porque así eran los bocadillos que Reina le hacía a su hija. Esa misma tarde me pedía que le fabricara una hucha con un tetrabrik porque Reina sabía hacerlo. Un par de noches después me preguntaba por qué me iba a cenar con unos amigos en vez de quedarme en casa, porque Reina le había contado que no salía nunca sola por ahí desde que nació su hija. En cualquier momento, decidía que quería dormir conmigo cuando presintiera que iba a tener pesadillas, porque Reina le dejaba dormir con ella y con su padre. Si íbamos al parque, pretendía jugar conmigo en lugar de hacerse amigo de otros niños, porque Reina jugaba siempre con él los fines de semana. Si íbamos al cine, tenía que sacar entradas de entresuelo porque Reina decía que los niños ven mejor desde allí que desde el patio de butacas. Si le invitaba a una hamburguesa para merendar, tenía que limpiársela previamente de cualquier rastro de guarnición vegetal porque a Reina no le importaba hacerlo. Le parecía mal que yo anduviera desnuda por la casa aunque estuviéramos solos, porque Reina no lo hacía nunca, y no le gustaba que llevara zapatos de tacón, ni que me pintara los labios y las uñas de rojo, ni que me pusiera medias negras, porque Reina jamás hacía ninguna de esas cosas. Un día me preguntó por qué le regañaba tan poco cuando hacía las cosas mal, porque Reina siempre hacía que se enfadaba si le pillaba en cualquier falta. Otro día me reprochó que me empeñara en trabajar, porque Reina le había dicho que no trabajaba para poder disfrutar plenamente de su hija. A las horas que yo trabajo, tú estás en el colegio, le contesté, así que da lo mismo. No te creas, dijo él, yo creo que no da lo mismo. Reina, por lo visto, siempre tenía tiempo.

—Tú le has educado —repetía Magda—, y le has enseñado que puede elegir. El ha elegido, eso es todo.

Ella me animó a volver a la playa en agosto, después de dejar a Jaime con su padre, y yo prometí que lo haría, creí que estaba dispuesta a hacerlo, pero cuando llegué a mi casa me encontré muy cansada, y seguí estando cansada al día siguiente, y al otro, y al otro. Marqué uno por uno todos los números de teléfono que me sabía de memoria y nadie me contestó, el mundo entero estaba de vacaciones, y en el fondo no me importaba, llegaba incluso a experimentar una extraña punzada de placer cada vez que contaba diez tonos sin recibir respuesta, porque en realidad no me apetecía ver a nadie.

Nunca en mi vida me había sentido tan fracasada.

Todas las tardes iba al cine porque las salas tenían aire acondicionado.

Abrí la puerta y ni siquiera me fijé en él. Levanté la bombona vacía con las dos manos, la deposité en el descansillo y saqué un billete de mil pesetas del bolsillo, repitiendo mecánicamente una secuencia que había realizado un millón de veces, pero entonces él pronunció el precio de la carga en voz alta, y su acento me advirtió de que no era el repartidor de otras veces. Le miré a la cara y me sonrió.

—¿Polaco? —pregunté, por decir algo, mientras él buscaba el cambio en una pequeña cartera sujeta a su cintura por una correa.

Llevaba la cremallera del mono color butano abierta casi hasta el ombligo, y las mangas enrolladas por encima del codo. Me sacaba la cabeza, y sus brazos daban la impresión de ser capaces de rodearme más de dos veces. Tenía el pelo negro, los ojos verdes, la piel blanquísima y la cara muy cuadrada. Hacía mucho tiempo que no me tropezaba con un espectáculo semejante.

—¡No! — me contestó, con una sonrisa forzada, como si le ofendiera mi suposición—. No polaco, nada polaco. Yo búlgaro.

—¡Ah! Lo siento.

—Polacos, brrr… —añadió, moviendo la mano en un gesto de desprecio—. Católicos, pesados, todos como Papa. Búlgaros mucho mejor.

—Desde luego.

Cogió la bombona vacía, se la echó al hombro como si no pesara nada, me sonrió, y me dijo adiós. Aquella tarde no fui al cine.

Dos días después, vi que el vecino había dejado una bombona vacía delante de la puerta, y se la cambié por la que él me había dejado, pero quien subió a reponerla fue el polaco de siempre, rubio, bajito, con bigote y una cadena llena de medallas de la Virgen colgada del cuello.

—¿Y el búlgaro? — le pregunté, y él me miró con cara de pocos amigos, encogiendo los hombros—. Da lo mismo, tome.

—¿No propina? —me dijo solamente.

—No propina —contesté, y cerré la puerta.

Volví a verle a mediados de septiembre, una mañana de sábado, por pura casualidad. Salía del portal para ir a hacer la compra, llevando a Jaime de la mano, y lo vi en la esquina, parado junto al camión. No me atreví a decirle nada, pero él me reconoció y me sonrió de nuevo, y entonces me fijé en que, cuando lo hacía, se le marcaban dos hoyitos en las mejillas.

—¡Hola! —dijo, moviendo la mano en el aire.

—Hola —le contesté, acercándome—. ¿Qué tal estás?

—Bien, bien.

Entonces le llamaron, pero no entendí su nombre. El cogió dos bombonas que había en el suelo y me dedicó una mirada de disculpa.

—Ahora, el curro.

—Claro —dije—. Adiós.

—Adiós.

Unos diez días después, cuando acababa de sentarme a comer, sonó el timbre, y me dio tanta rabia levantarme de la mesa que llegué a pensar en no abrir. Por el camino, mientras intentaba adivinar quién podría ser tan inoportuno, ni siquiera me acordé de que existiera, y sin embargo fue a él a quien encontré, sonriendo como siempre, al otro lado de la puerta.

—¿No quieres? —señalaba una bombona que había en el suelo.

—¡Uy! Pues claro que sí… —mentí, escondiendo en un bolsillo la servilleta que llevaba en la mano—. ¡Qué casualidad! Precisamente tengo una bombona vacía. Ahora mismo voy a por ella, muchas gracias.

Corrí hasta la cocina, liberé un envase que todavía estaba lleno a medias, y lo transporté por el pasillo lo más airosamente que pude, como si pesara exactamente la mitad de lo que pesaba en realidad.

—¿Quieres que yo meta dentro? —me preguntó, señalando la bombona nueva, y me eché a reír.

—Sí, por supuesto que quiero —contesté, y él sonrió, aunque era evidente que no había identificado el sentido de mis risas—. Esto me recuerda un chiste muy viejo que contábamos en el colegio, cuando era pequeña, ¿entiendes?

—Colegio —dijo—, ¿tú niña? —y yo asentí.

—Un butanero llegaba a una casa y la señora le decía, métamela usted hasta aquí, que cuando llegue mi marido, ya me la meterá él hasta el fondo… Es muy malo, pero nos hacía mucha gracia.

Mientras me reía a carcajadas, él intentaba hacerme coro, como si nunca hubiera escuchado algo tan divertido, y creí que no había comprendido nada en absoluto, pero me equivoqué, porque un instante después, clavando los ojos en la cartera donde rebuscaba el cambio durante mucho más tiempo del razonable, emitió sus conclusiones en un cauteloso murmullo.

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