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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (87 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—Nooo… —murmuré, con la boca muy abierta, y sólo cuando conseguí cerrarla, intenté disculparme—. Lo siento, yo… Supongo que tendría que haberme dado cuenta, no sé…

—Pero ¿por qué? — le miré y vi que me estaba sonriendo. Parecía bastante divertido y absolutamente en nada ofendido—. Si a mí no se me nota, no se me ha notado nunca. Todavía me encuentro de vez en cuando con compañeros del colegio que tampoco lo saben, hay incluso uno que lleva años convencido de que estoy viudo, y siempre que me ve, me pregunta si la sigo echando mucho de menos. Magda fue la única que se enteró antes de tiempo, y porque me pilló en el monte, metiéndole mano a un sobrino de Marciano que me traía de cabeza, el muy cabrón, qué horror, las locuras que pude llegar a hacer por ese tío, cada vez que me acuerdo… Luego, los dos solíamos hacer esa broma. Ya se sabe, decíamos, cuando uno tiene catorce hijos, se acaba encontrando un poco de todo, un emigrante, una miss, un vegetal, un manco, una monja, un maricón, un procurador en Cortes, un eyaculador precoz…

—¿Quién? —chillé, presa de un alborozo absurdo, casi infantil.

—¡Ah! — me contestó él, dibujando una interrogación en el aire con un dedo que, a continuación, posó sobre su pecho con gesto cómicamente grandilocuente—. Yo, desde luego, no.

—Pedro, seguro —aventuré—. Y se lo tendría bien empleado.

—No te diré ni que sí ni que no —me contestó, riendo—, pero tampoco importa mucho, no creas. Papá se gastó una fortuna en putas, y al final le arreglaron siendo todavía muy jovencito, parece que quedó bastante bien…

—¿Y a ti no te intentó arreglar?

Movió lentamente la cabeza de un lado a otro.

—No, porque yo no se lo pedí. Además, ya tenía veintisiete años, era muy mayor, y nunca he sido tonto. Te diría, incluso, que él lo sabía desde mucho tiempo antes de que yo se lo contara, aunque nunca dijo nada, ni en un sentido ni en el contrario, simplemente jamás mencionaba el sexo en sus conversaciones conmigo. Podríamos haber seguido así toda la vida si mi madre no se hubiera puesto tan pesada, pero el día que cumplí los veinticinco me lo dijo, hijo mío, no te pienso dejar en paz hasta que te vea colocado, y cumplió su palabra, eso desde luego… Ella no sospechaba nada, creo yo, pensaba más bien que tenía mucho complejo, y que por eso no había salido todavía con ninguna chica, porque a los veinticinco yo ya era feísimo, para qué nos vamos a engañar, y entonces decidió buscármelas ella, y no sabes la verbena que me organizó. De la noche a la mañana, la casa se llenó de chicas, amigas de mis hermanas, de mis primas, de las novias de mis hermanos, hijas de las amigas de mi madre, rubias y morenas, gordas y flacas, altas y bajas, lanzadas y tímidas, yo qué sé, un catálogo completo, para todos los gustos, algunas muy guapas, y otras además simpáticas. Dos de ellas me cayeron especialmente bien, y nos hicimos amigos, salíamos juntos, íbamos al cine, o a cenar, pero antes de que tuvieran tiempo de hacerse ilusiones, a las dos les conté la verdad. Una se enfadó muchísimo, me dijo que no quería volver a verme, y la perdí rápidamente de vista, pero la otra, María Luisa, que se casó después, dos veces, y tiene un montón de hijos, y otro de nietos, sigue siendo muy amiga mía, y fíjate, tiene hasta gracia, me imagino que mi madre se revolvería en la tumba si se enterara, pero con ella sí que me he acostado de vez en cuando durante todos estos años, casi cuarenta, y no sé por qué, porque no me ha pasado con ninguna otra mujer, pero de repente, un buen día, a ella le apetecía y a mí también, y a lo mejor, luego nos tirábamos dos años, o tres, sin tocarnos, hasta que un día cualquiera volvía a pasar lo mismo, hemos sido dos extraños amantes…

—O sea, que habríais podido casaros.

—Desde luego. Y ella llegó a verme tan mal, tan angustiado, que me dijo que estaba dispuesta a hacerlo, y a hacer su vida mientras yo hacía la mía, pero viviendo oficialmente en la misma casa. Por eso fui a hablar con mi padre, porque no le podía hacer una cosa así. Me tiré semanas dándole vueltas al tema, preparé un discurso y hasta lo escribí antes de salir de mi cuarto, pero luego, en el despacho, me acerqué a su mesa, me senté, y se me quedó la mente en blanco. El me miraba en silencio, como animándome a hablar, y al final lo solté de un tirón, a lo bestia, yo nunca me he metido en tu vida, papá, le dije, no sé lo que te da Teófila, ni me interesa, pero tú tienes que comprenderme, y sé que te voy a dar un disgusto tremendo, que para un hombre como tú tiene que ser terrible tener un primogénito como yo, pero no puedo hacer nada, papá, yo no tengo la culpa, a mí me gustan los hombres… El cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y no movió los labios. Aquella respuesta me impresionó tanto que le dije que me casaría si él me lo pedía. No, me contestó, sin abrir los ojos todavía, ni hablar, para ti sería una tortura y para tu mujer una putada. Le di las gracias y se levantó, recorrió un par de veces la habitación, y luego vino andando hasta colocarse detrás de mí, me puso una mano en el hombro, me lo apretó, y me pidió que le dejara solo. Tengo que pensar, me dijo, pero no te preocupes, y no le digas nada a tu madre, ya se lo diré yo, será lo mejor.

—¿Y ella? ¿Qué dijo?

—Nada. Absolutamente nada, fue como si, de repente, ella y mi padre se hubieran intercambiado los papeles. Nunca más pudimos hablar de nada que no fuera trivial, y eso sí que no me lo esperaba, te lo juro, porque siempre había creído que ella lo aceptaría mejor que él, que le dolería menos. Al fin y al cabo, tenía motivos de sobra para desconfiar de los pichabravas, llevaba toda la vida sufriendo por uno, y sin embargo, él se acostumbró a vivir conmigo aunque jamás llegara a comprenderme, pero mi madre no me lo perdonó. Nunca.

—Porque era una santa.

—Sí, supongo que sí, que fue por eso. Todavía recuerdo, y creo que no se me olvidará nunca, la mirada de triunfo que me dedicó el día de la petición de mano de tu madre. Todavía recuerdo cómo me dolió esa mirada, y sus comentarios ácidos, soberbios, implacables. Casaba a una hija preñada, pero eso era lo de menos.

—Lo de más era mi padre.

—Sí. O, si lo prefieres, el gran fracaso de mi vida —soltó una carcajada rotunda, pero me sonó tan falsa que adiviné que ni siquiera él mismo se la creía—. Así pensaba yo entonces por lo menos, ahora ya no estoy tan seguro. Tu padre no se dejaba, no se dejó nunca, y no me pongas esa cara porque te lo digo en serio, y si hubiera sucedido otra cosa, te lo diría también, porque para mí, como comprenderás, no es nada ofensivo, ni injurioso, todo lo contrario, pero tu padre no me decía nada, ni que quería ni que dejaba de querer, aunque al final siempre se las arreglaba para escurrírseme entre las manos sin que yo terminara de darme cuenta y, desde luego, de alguna manera, me usó, me utilizó descaradamente para colarse en mi casa y para seducir a tu madre…

—Magda dice que fue al revés, que fue mamá quien le sedujo a él.

—¿Sí? A mí no me dio esa impresión, qué quieres que te diga, pero a lo mejor tiene razón, no sé, en realidad todo eso ya da lo mismo. El caso es que tu padre jugó conmigo, pero después siempre he podido recurrir a él, ha estado siempre a mi lado. Y me ha sacado de sitios mucho peores que la romería balcánica en la que te vieron a ti el otro día, no creas…

—¿Ya te has enterado? — asintió con la cabeza, sonriendo—. ¡Joder, cómo corren las noticias!

—Ese tipo de noticias no corren —reía—, vuelan. Pero las cosas siempre se pueden mirar desde otro punto de vista… Al fin y al cabo, en ciertos círculos, este episodio no haría más que acrecentar tu prestigio, porque desde luego estás a la última, es lo que hace furor esta temporada.

—¿Qué? —le pregunté, sonriendo.

—Los novios búlgaros —me contestó, y los dos nos reímos juntos.

—Búlgaros no, brrr… —me dijo Hristo, moviendo la mano en un gesto de desprecio—, para trabajo, mejor polacos. Casados, católicos… Les gusta trabajar. Mejor todo polacos, yo elijo.

—Muy bien, como quieras.

Al principio, había pensado en montar una academia de idiomas, pero cuando se lo comenté, Porfirio me preguntó si tantas ganas tenía de arruinarme, antes de proponerme un negocio mejor.

—Mensajerías —me dijo al oído entre dos mordiscos, con flagrante desprecio de la romántica cúpula del cielo africano, mientras yo me acariciaba despacio con los muñones de sus dedos en la terraza de su apartamento, un ático del más flamante complejo hotelero tunecino—. Eso es lo que tienes que montar. Miguel y yo pagamos un pastón en mensajeros todos los meses, y estoy seguro de que tu padre hace otro tanto. A partir de ahora te lo llevas tú y andando, no seas tonta.

No me preguntó de dónde había sacado el dinero, ni siquiera cuando le llamé para pedirle que me vendiera el piso donde vivía, y yo no se lo conté, ni siquiera en el momento de pagarlo al contado, porque a los dos nos habían enseñado que esas cosas ni se preguntan ni se cuentan nunca. Desde que había vuelto de Londres, observaba escrupulosamente las tradicionales normas de conducta de mi familia, y después de vivir durante días enteros en el despacho de un notario, siguiendo punto por punto las indicaciones de Tomás, a quien le divertía muchísimo tener de repente tantas cosas que hacer —crear sociedades, hacer donaciones, nombrar testaferros, y adquirir propiedades bajo toda clase de seudónimos legales—, mi fortuna era tan inescrutable como nula había sido antes de marcharme a Londres. Me sentía una Fernández de Alcántara genuina, y cuando conseguí que Hristo aceptara la dirección de mi futura agencia de mensajeros, dejé de trabajar. Luego, compré el columpio más grande que pude encontrar, e hice recubrir de césped artificial una de las terrazas de mi casa. Me dije que había llegado el momento de devolver golpe por golpe, empuñando las mismas armas de las que hasta entonces sólo había dispuesto el enemigo, y sin embargo, Jaime volvió a mí con heridas más profundas.

Eran las nueve y media de la noche de un tremendo viernes de marzo, frío y oscuro como el más desalentador presagio de la primavera, cuando Santiago se presentó en mi casa sin avisar. A principio creí que venía solo, pero Jaime emergió bruscamente de su sombra y caminó despacio hasta que sus pies atravesaron el umbral de mi puerta. Luego echó a correr y se estrelló contra mi cuerpo con una violencia blanda y temblorosa.

—¡A ver si entiendes tú lo que le pasa a este niño! — me gritó mi ex marido con voz áspera—. Me tiene hasta los cojones ya, está insoportable, no puedo comprender qué coño pretende… Se ha tirado toda la tarde llorando como un histérico, diciendo que tenía que venir aquí, que tenía que verte, y cuando le he dicho que este fin de semana no le tocaba, me ha contestado que si no le traía se vendría andando, yo…

—¡Ya está bien, Santiago! Tiene seis años —chillé yo también. Jaime tiritaba y lloraba, la cabeza apretada contra mi estómago, parecía aterrorizado—. Muy bien, vete, yo me quedo con él, ya hablaremos.

Ensayó todavía un par de ortodoxos gestos de indignación, y giró sobre sus talones sin decir nada. Mientras le perdía de vista, me pregunté de dónde habría sacado repentinamente tanto carácter. Después cerré la puerta, llevé a Jaime al salón, me senté con él en el sofá, y le dejé llorar mientras quiso hacerlo.

—¿Estás cansado? — me dijo que no con la cabeza, pero yo insistí, tenía la impresión de que estaba agotado—. ¿Quieres irte a la cama? Puedo llevarte una taza de leche, y hablamos allí.

—Mamá, dime una cosa —me contestó él, en cambio—. ¿A que Iñigo Montoya es un héroe?

—¿Iñigo Montoya…? —repetí en voz alta, desconcertada.

El advirtió mi ignorancia, y esbozando un gesto de impaciencia, se puso de pie, fue andando hasta la otra punta del salón, adelantó la mano derecha con el puño cerrado, como si blandiera una espada, y vino hacia mí, repitiendo aquel extraño sortilegio con la voz más profunda que pudo arrancar de su garganta.

—¡Hola! Me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.

Dio un paso hacia delante e incrementó ligeramente el volumen de sus palabras y el dramatismo de sus gestos. Si no hubiera visto las lágrimas que enturbiaban sus ojos para rodar luego sobre sus mejillas, me habría reído con ganas de aquella sentida actuación.

—¡Hola! Me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.

Se acercó un poco más y sus gritos atronaron en el aire.

—¡Hola! Me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.


La princesa prometida
—murmuré, identificando por fin aquella sonora salmodia.

—Claro —me dijo él, suspirando como si mi reacción le hubiera liberado de una insoportable carga—. Menos mal que te has acordado.

Habíamos visto esa película por la tele los dos juntos, y los dos habíamos llorado al mismo tiempo cuando el malvado caballero de los seis dedos rasgaba los brazos de Iñigo Montoya con el filo de su espada, humillándole tan vilmente como ya lo hiciera una vez, muchos años antes, al marcar su rostro, derramando sangre sobre las mejillas de un solitario niño huérfano alimentado a medias por el orgullo y por la desesperación. Los dos habíamos llorado juntos, sufriendo la impotencia del desharrapado hidalgo toledano que parecía condenado a perder siempre, y los dos nos habíamos vengado con él de la más atroz de las afrentas de ficción, al contemplar cómo, desalentado y malherido, solo, y burlado por el destino, lograba convertir su rabia en fuerza, y extraer del dolor las energías precisas para vengar por fin la muerte de su padre. Los dos elegimos ser Iñigo Montoya, y los dos vencimos con él. Luego, apagué la tele. Era una película muy bonita, pero sólo una película, una historia más, como otra cualquiera y sin embargo, ahora Jaime me agarraba por las muñecas y lloraba, implorando un consuelo inconcebible, como si mi respuesta fuera absolutamente vital para él.

—¿A que Iñigo Montoya es un héroe, mamá? Dime que sí. ¿A que también es un héroe para ti?

—Claro, Jaime —le miré con atención y me asusté, porque nunca le había visto tan asustado—. Por supuesto que es un héroe. Como el pirata y como el gigante, los tres son los héroes de la película.

—Reina dice que no.

—¿Cuál Reina?

—Las dos. Dicen que no es un héroe porque pierde en el duelo con el pirata Roberts, y vuelve a perder luego, cuando el malo le corta las mangas. Dicen que al final gana sólo por casualidad, y que el pirata tampoco es un héroe, porque los malos le matan, y sus amigos le llevan a resucitar, y como nadie resucita de verdad, pues ninguno es héroe… Ellas dicen que los únicos héroes son los que ganan las guerras.

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