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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (78 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—Porque era santa —dije, sonriendo.

—Claro, y porque daba pena, igual que tu madre. Yo no sé cómo se las arreglan, pero hay mujeres que siempre le dan pena a todo el mundo.

—Sí, desde luego. Mi hermana, por ejemplo, y a mamá también le pasa, eso es verdad. Yo me apuntaría encantada, te lo advierto —y solté una carcajada—, pero no me sale, nunca le doy pena a nadie, es como las raíces cuadradas.

—¿Sabes cuál es la única diferencia entre una mujer débil y una mujer fuerte, Malena? — me preguntó Magda, y yo negué con la cabeza—. Que las débiles siempre se pueden montar en la chepa de la fuerte que tengan más a mano para chuparle la sangre, pero las fuertes no tenemos ninguna chepa en la que montarnos, porque los hombres no valen para eso, y cuando no queda más remedio, tenemos que bebernos la nuestra, nuestra propia sangre, y así nos va.

—Esa es la historia de mi vida… —murmuré, aunque aún no sabía hasta qué punto era cierto lo que acababa de decir.

Magda acogió entre risas mi comentario, y me dio una palmada en el muslo antes de levantarse.

—Vamos a casa —dijo—. Todavía quiero contarte una cosa, y no me vendría mal tomarme una copa antes.

Pero primero me enseñó el cortijo, reconstruyó para mí la historia del edificio, habitación por habitación, mostrándome las ampliaciones y las reformas, recordando qué cuadro había en cada pared, qué mueble en cada esquina, qué estera en cada suelo, cuando ella atravesó el umbral por primera vez. Luego paseamos por el jardín de atrás, un rectángulo de baldosas rojas de barro cocido, rotas de vez en cuando por el estallido de una planta grasa, ramas de un verde furioso aferrándose al suelo como los brazos de un pulpo, centenares de flores minúsculas, rosas, amarillas y violetas, salpicándolo todo, y fuimos hasta el huerto a recoger flores de calabacín para la cena.

El sol ya estaba cansado cuando salimos al patio por fin, con dos viejas hamacas de madera y lona blanca. Magda sirvió con gestos ceremoniosos una segunda copa, y sólo continuó su historia después de apurar la suya.

—Lo más extraño de todo era la obsesión de mi padre por Pacita. Eso no lo entendía nadie, que un hombre al que no parecían gustarle los niños, porque nunca había terminado de interesarse por sus hijos sanos, tuviera tanta paciencia, y tantas ganas de perder el tiempo, como para estar todo el día pendiente de aquel monstruito del que no se podía esperar nada, ninguna mejora, absolutamente ningún progreso. Y sin embargo, así estaban las cosas. Papá daba de comer a Paz, la llevaba de paseo, la tenía en brazos horas enteras, la metía en la cama por las noches, y era el único que la entendía, el único capaz de calmarla y de conseguir que dejara de llorar. Mamá contrató desde el principio a una chica para que se ocupara exclusivamente de la niña, pero cuando mi padre estaba en casa, apenas dejaba trabajo para ella. A cambio, cada vez que se marchaba, la niñera de Paz no daba abasto, porque mi hermana se ponía insoportable, chillando y llorando todo el tiempo, de día y de noche, negándose a comer, y a dormir, hasta que él volvía. Sabía reconocer el sonido de sus pasos, y se tranquilizaba instantáneamente cuando los oía. Nosotros lo sabíamos, e intentamos engañarla muchas veces, pero nunca hubo manera. Paz solamente quería a papá, era como si para ella todo lo demás no existiera, como si no hubiera llegado a existir nunca, y se pasaban los días los dos solos, en el jardín, o en el despacho, sin ver a nadie más. Mi madre se ponía enferma. Solía decir que lo hacía exclusivamente para mortificarla.

—¿Y era verdad?

—No. La verdad era mucho más atroz que todo eso. Yo la descubrí una tarde de primavera, no sé si alguno más lo descubriría también, pero desde luego no lo demostró… Estábamos prácticamente solos en casa, Pacita, él y yo. Era jueves, las muchachas tenían la tarde libre, y mamá había ido al teatro con mis hermanas, quizás también con algún niño, los otros no sé dónde estarían. Yo me había quedado en casa castigada por contestar, me parece, siempre me castigaban por contestar, aunque ya ni siquiera me acuerdo de qué había dicho, y además me daba igual, porque el teatro me aburría muchísimo, sobre todo las obras que solía escoger mi madre, que adoraba a Casona. Salí al pasillo para ir a alguna parte, tampoco me acuerdo de eso, y escuché un murmullo lejanísimo, un sonido que jamás habría podido captar si la casa estuviera llena de gente, como estaba todos los días, todos menos aquél. Recorrí el pasillo muy despacio y me pareció que el ruido venía del piso de abajo. Al principio me asusté, pero la voz seguía hablando, y parecía tranquila, así que me quité los zapatos y bajé muy despacio las escaleras, y en el descansillo del primer piso, me pareció reconocer a mi padre, aunque en toda mi vida no le había oído decir ni la mitad de las palabras que debía de haber pronunciado ya aquella tarde. Caminando de puntillas, sin hacer ruido, llegué hasta el despacho y pegué la oreja a la puerta para intentar distinguir con quién hablaba, pero no escuché ninguna otra voz, sólo los alaridos de Pacita, entonces me arriesgué a empujar la hoja y pude verles, estaban los dos solos, él con un plato sobre las rodillas y una cuchara en la mano derecha, ella encogida en esa especie de silla de ruedas con correas que siguió usando hasta que murió, un bebé de ocho años que no quería merendar, y el aire apestando a papilla de frutas…

—Pero no lo entiendo —dije, sin entender tampoco las lágrimas lentas que aún tardaban mucho más tiempo de lo razonable en recorrer la cara de Magda—. ¿Con quién hablaba el abuelo?

—¡Con Paz, Malena! Hablaba con ella, ¿no lo entiendes?, porque no podía hablar con nadie más, por eso. Y por eso pasaban tanto tiempo juntos, en aquel momento lo comprendí todo, por eso le gustaba cuidarla, y estar con ella, y no la dejaba sola ni un momento, porque con aquella hija sí podía hablar, y ella sabía escucharle a su manera, reconocía su voz, callaba mientras la oía, y él le contaba cosas que no podía contarle a nadie más, porque para Pacita no significaban nada, porque jamás aprendería a hablar, y nunca podría repetirlas… Hoy he vuelto a soñar con los adoquines, ¿sabes, hija?, le decía, y Pacita abría la boca, él metía la cuchara dentro y seguía hablando, últimamente tengo ese sueño casi todas las noches pero tú nunca estás, eres la única que no está, están todos los demás, los de aquí y los de allí, tu madre y Teófila, cada una rodeada de sus hijos, en un balcón, pero tú no estás, Paz, gracias a Dios…

Magda hizo una pausa, y se secó las lágrimas con las dos manos. Intentaba serenarse pero no lo consiguió, su voz se cascaba un poco más en cada palabra, y ella parecía desmembrarse entera al pronunciarla, como si estuviera a punto de romperse, hasta que me di cuenta de que estaba rota ya, rota quizás desde aquella tarde en la que decidió salir, ella también, de los sueños de mi abuelo.

—¿Sabes lo que soñaba mi padre, Malena? ¿Sabes lo que soñaba? Estaba en la plaza de Almansilla, arrodillado en el suelo, y arrancaba un adoquín del pavimento para golpearse en la cabeza con él, nada más, y nosotros estábamos en un balcón, mirándole, sin hacer nada por impedir que se hiciera daño, todos sus hijos y sus dos mujeres, todos menos Paz estábamos allí, y él se golpeaba con el adoquín en la cabeza, se rompía el cráneo, y seguía golpeándose, y llegaba un momento en que ya no le dolía, el dolor era tan intenso que no parecía dolor, sino una sensación agradable, consoladora dijo él, casi placentera, pero se mareaba, y eso le preocupaba porque no quería morir así, no podía perder el conocimiento porque en el centro de la plaza había una horca, y él tenía previsto ahorcarse pero sólo cuando él quisiera, él decidiría el momento en que tenía que matarse y entonces se levantaría, y caminaría unos pasos, se subiría en la banqueta, se pondría la soga alrededor del cuello y daría una patada, y entonces se mataría, pero antes no, antes lo único que quería hacer era golpearse en la cabeza con el adoquín, hundírselo en los sesos una vez, y otra, y otra, hasta el límite de la inconsciencia, y yo estaba en la puerta del despacho escuchando aquello y quise morirme, te lo juro, Malena, quise no haber nacido nunca, para nunca haber podido escuchar aquella historia, tenía la piel de gallina, y tanta angustia dentro que no podía respirar, porque hasta el aire que tragaba me dolía, y entonces corrí hacia él, el plato se le cayó al suelo, se llevó un susto de muerte, Pacita nos miraba con aquellos ojos de tonta, y yo quería decirle que hablara conmigo, conmigo, que también era su hija, pero podía comprenderle y contestarle, conmigo, aunque sólo fuera porque yo tampoco tenía a nadie con quien hablar en aquella casa donde nadie más se sentía culpable de nada, eso quería decirle, y tendría que haberle dicho eso, pero no pude, porque cuando me tiré encima de él, y le abracé, lo único que se me ocurrió fue decir, cuéntamelo a mí, papá, a mí, que he salido mala, igual que tú…

Levantó la cabeza para mirarme, y sonrió.

—A él le habría gustado saber que tú también habrías llorado aquella tarde.

—El sabía que yo era de los suyos —dije, secándome las lágrimas con el borde de la manga—. Me lo dijo una vez.

—Sí, él conocía a sus hijos… No le sorprendió que me quedara con él, aquella noche cenamos juntos en el despacho, cuando se lo dije a Paulina, se santiguó, y yo me eché a reír. Salí de allí muy tarde y no quise ver a nadie, mi madre ya estaba acostada, pero cuando entré en mi cuarto me encontré con la tuya arrodillada en el suelo, con los brazos a la altura del pecho, los dedos entrecruzados, toda una estampita. ¿Qué haces?, le pregunté, y ella me miró con cara de pena y me dijo, estoy rezando por ti, Magda, y yo le contesté, vete a tomar por el culo, Reina. Se lo contó a mamá, por supuesto, y ella me castigó sin salir indefinidamente por haber dicho eso, pero al día siguiente, a media tarde, cogí la puerta y me largué, y no pasó nada. Mi padre cuidaba de mí. Siguió haciéndolo siempre, hasta cuando discutíamos, cuando nos enfadábamos, cuando yo tomaba decisiones con las que él no podía estar de acuerdo, siempre cuidó de mí, a cambio, simplemente, de que yo fuera su hija, de que le contara cada tarde cómo me habían ido las cosas, de que viera una película en la televisión con él, o le acompañara al banco una mañana de sábado. Todo a cambio de nada, ése era el trato, y todavía le preocupaba que dijeran que yo había nacido maldita.

—La sangre de Rodrigo —dije, y ella asintió—. Yo también la tengo.

—¡No digas tonterías, Malena! —me contestó, como si yo hubiera hablado en broma.

—¡Que sí, Magda! — apreté su brazo y me puse seria—. Yo la tengo y él lo sabía.

—¿Pero qué dices? — me miraba con los ojos dilatados por el asombro, pero estaba mucho más furiosa que perpleja—. ¿Cómo puedes creer en esa bobada a estas alturas, por el amor de Dios?

—Porque es lo único que puede explicar ciertas cosas.

—¡Vamos, Malena! O acabarás igual que tu abuelo, soñando los mismos sueños… Lo que pasa es que él estaba obsesionado con ese cuento de viejas desde que era muy pequeño, porque cuando su tío Porfirio se suicidó, él lo vio todo, estaba en el jardín, y le vio tirarse por el balcón, y pudo mirar el cadáver, y hasta tocarlo, y luego, Teófila, que lo sabía todo porque vivía en Almansilla desde pequeña, se lo repitió hasta la desesperación, que nunca podría dejarla, que por mucho que se lo propusiera no podría olvidarse de ella, que acabaría volviendo, porque era su destino, y estaba escrito en su sangre, y así un día, y otro, y otro… Hasta que él también se convenció, o mejor dicho, se convenció de haberse convencido, por la misma razón que alegas tú, porque la maldición le servía para explicarse a sí mismo, para justificar sobre todo por qué Teófila había terminado teniendo razón, por qué no se la pudo sacar de la cabeza… Nunca se le ocurrió pensar que lo que le pasaba a él le estaba pasando al mismo tiempo a millones de personas en todo el planeta. Mi padre no se había enamorado de Teófila por su sensibilidad, ni por su inteligencia, ni por su ingenio, ni por su delicadeza, ni por los intereses comunes que les unían, ni, menos que por nada, porque le viniera bien. El le había ido detrás única y exclusivamente porque quería llevársela a la cama, y fue allí donde se enamoró de ella, así, sin pensar, sin hablar, casi a traición, antes de tener tiempo para darse cuenta de lo que le estaba pasando. No sé cómo lo contaría él, pero yo creo que fue eso, tuvo que ser eso, y en esas circunstancias, importa poco acarrear media docena de maldiciones o no haber escuchado ni un triste juramento en toda tu vida, porque no hay nada que hacer. Si pasa, siempre pasa cuando no conviene, como no conviene, donde no conviene, y con quien no conviene, es como esos garajes en los que hay que pagar antes de recoger el coche.

—O como una maldición —murmuré, y ella me miró y se echó a reír.

—Está bien —aceptó—, reconozco que, bien pensado, a veces dan ganas de creer en las maldiciones, pero nosotros no tenemos la sangre podrida, Malena, la sangre de Rodrigo era como la de todo el mundo, líquida y roja.

—¿Y qué más?

—Nada más. Si acaso, rosa.

Al principio no entendí lo que quería decir. Me quedé quieta, pensando, mientras ella se recostaba en la hamaca y se echaba a reír.

—¿Rodrigo? — exclamé por fin, y mi perplejidad no hizo otra cosa que acrecentar su risa—. ¿Era homosexual Rodrigo?

Ella asintió lentamente con la cabeza, sonriendo.

—¿No lo sabías? Mi padre no te lo contó, claro, yo creo que le daba rabia contarlo, pero Rodrigo era maricón, desde luego, y yo aún diría más… La loca sobre la que no se ponía el sol.

—El intentó hacerlo bien, como lo intentó mi padre, como yo misma lo intenté, pero no tuvo suerte, claro, no se tiene nunca… ¿Qué te pasa? Estás como atontada.

Cuando la escuché, me di cuenta de que tenía la boca abierta y apreté los dientes en seco, una hilera contra la otra, hasta escuchar su chasquido. Luego junté los labios y sonreí.

—Era lo último que me esperaba —dije—. Hace mucho tiempo que suponía que el origen de la maldición tenía que ver con el sexo, porque era lo único que encajaba, pero me imaginaba que Rodrigo habría sido adúltero, como Porfirio, o bígamo, como el abuelo, no sé, algo parecido. Quizás un incesto, que parece que es lo único que nos falta.

Magda soltó una carcajada antes de seguir.

—Sí, tienes razón, incesto no hubo. Pero sí que fue adúltero, y bígamo también, según se mire.

—Porque estaba casado.

—Claro. Con una mestiza, hija legítima de un hidalgo vizcaíno y de una india de familia noble, Ramona se llamaba, un bicho. Oficialmente vivían en Lima, pero él pasaba la mayor parte del tiempo fuera, en el campo. Tenía un montón de casas, con un montón de tierras de cultivo, con un montón de esclavos negros de dos metros por dos palmos, que era lo que más le chiflaba en este mundo, a saber de dónde los sacaría… Mientras estaba en la ciudad se comportaba como un caballero, y según todos los indicios, además lo era, pasando por alto un par de detalles, claro, como que se empeñara en lavarse y perfumarse todos los días. Pero era un administrador muy hábil, y ganó mucho dinero, pese a lo cual tenía fama de hombre honesto. Su matrimonio también parecía feliz, y él debía de cumplir sin grandes problemas, porque su mujer parió dos hijos en pocos años, y aunque pasaban poco tiempo juntos, siempre fue considerado con ella, o por lo menos eso es lo que se cuenta, que Ramona hacía y deshacía con plena libertad, que siempre se movió a su antojo. Le podía haber dado por los negros a ella también, y entonces no habría pasado nada, pero mira tú por dónde, era una mujer honrada, honradísima, y muy piadosa, entregada a su familia, todo eso, y claro, con los años, acabó mosqueándose, y al final le pilló, no sé cómo, ni dónde, eso nunca me lo han contado, pero le pilló con un negro, las dos manos hundidas en la masa hasta el mismísimo codo, y armó la de Dios es Cristo… Fue entonces cuando le maldijo, a él y a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, y profetizó que la sangre se le pudriría en las venas, y que así ocurriría con todos los de su casta, y que ninguno de nosotros hallaría jamás la paz mientras sirviera, o cediera…, no sé, no me acuerdo de lo que decía exactamente mi padre, a las exigencias de la carne, o a sus servidumbres, bueno, algo así, por lo menos así me lo contó él, vete tú a saber lo que diría aquella bruja en realidad porque, al parecer, hablaba medio en indio, invocando a los dioses de su madre, y soltando cada dos por tres sortilegios incomprensibles, para poner a Rodrigo todavía más nervioso, me imagino. Al final anunció que se volvía a Lima, pero le prohibió seguirle los pasos, y él encantado, claro, toda la vida que le quedaba allí, pendoneando con sus negros, vestido de gitana, imagínate, la ilusión de su vida. Se las prometía muy felices, pero tuvo mala suerte, y ahí fue cuando tuvimos mala suerte todos, porque si Rodrigo llega a enfermar de una pulmonía, o si aguanta vivo diez años más, ni maldición ni leches, no habría pasado nada, pero murió antes de un año, once meses después de la visita de Ramona, el tiempo que tardó en incubar una especie de horrible infección.

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