—Entonces debemos huir —dijo Sastro con voz ahogada, viendo cómo sus sueños y ambiciones se desmoronaban ante sus ojos. Pero su vida… Sobrevivir debía ser posible. Era impensable que muriera.
—El palacio está rodeado. No hay esperanza de escapatoria, especialmente para vos. —Una nota de satisfacción sutil era perceptible en la voz de Quirion—. Si os atrapan, os ejecutarán de inmediato por alta traición. Creo que a mí y a mis hombres nos permitirán partir en paz; no somos hebrionéses, después de todo. Pero vos y vuestros hombres sois traidores y lo pagaréis con la pena máxima. Os sugiero, lord Carrera, que para evitar la humillación pública a manos de la soldadesca de Abeleyn, empleéis esto. —Y tendió a Quirion un cuchillo largo y de aspecto afilado.
—¿Suicidarme? —chilló Sastro—. ¿Es ésa la única salida? ¿Quitarme la vida?
—Sería un final más digno que el que os daría Abeleyn.
—Y vos… ¿os someteréis tranquilamente a los dictados de un rey herético? ¿Qué pensará de eso el pontífice, presbítero?
—El pontífice no estará complacido, naturalmente, pero es preferible que consiga salvar a mil Caballeros Militantes de esta debacle que nada. Y hay que pensar en el futuro. Mis hombres deben vivir para volver a luchar por la Iglesia.
—El futuro —dijo amargamente Sastro. Los ojos se le habían llenado de lágrimas—.
Debéis ayudarme a escapar, Quirion. Soy el futuro rey de Hebrion. Soy la única alternativa a Abeleyn.
—Comprasteis vuestra candidatura con los cadáveres de vuestros hombres —dijo ásperamente Quirion—. Hay otros con más derechos. Acabad con dignidad, lord Carrera.
Demostradles que supisteis morir como un hombre.
Sastro lloraba abiertamente.
—¡No puedo! ¿Cómo puedo morir, yo, Sastro di Carrera? No puede ser. Tiene que haber algo que podáis hacer.
Se agarró a los hombros metálicos de Quirion, como si se estuviera ahogando y tratara de aferrarse a su salvador. Una mueca de disgusto cruzó el rostro del presbítero.
—¡Ayudadme, Quirion! Soy rico… Puedo daros cualquier cosa.
—¡Perro cobarde! —espetó Quirion—. Sois capaz de enviar a cien mil hombres a la muerte sin pensar, pero tembláis ante la perspectiva de la vuestra. ¡Buen Dios, qué terrible rey hubierais sido para este desdichado país! ¿De modo que me daríais cualquier cosa?
—¡Cualquier cosa, por el amor de Dios, hombre! Sólo tenéis que nombrarla.
—Entonces tomaré vuestra vida —gruñó el presbítero, y hundió el cuchillo en el estómago del noble.
Los ojos de Sastro se abrieron de incredulidad. Retrocedió.
—Dulces santos —jadeó—. Me habéis matado.
—Sí —dijo brevemente Quirion—. Así es. Ahora morid como un hombre. Yo voy a rendir Abrusio al hereje.
Se volvió sobre sus talones y salió de la habitación sin mirar atrás.
Sastro cayó de rodillas, con el rostro empapado en lágrimas.
—¡Quirion!
Agarró la empuñadura del cuchillo y trató de arrancárselo del vientre, pero sólo gritó de dolor mientras sus dedos resbalaban con la sangre. Cayó de lado sobre el suelo de piedra.
—Oh, dulce Santo bendito, ayúdame —susurró. Y luego quedó en silencio. Una burbuja de sangre se formó sobre su boca abierta, flotó por un instante y finalmente estalló mientras su espíritu partía.
—Hay banderas blancas por toda la ciudad, señor —dijo el sargento Orsini a Abeleyn—.
El enemigo está arrojando las armas; incluso los Militantes. ¡Abrusio es nuestra!
—Nuestra —repitió Abeleyn. Estaba ensangrentado, sucio y exhausto. Él y Orsini subían por la empinada calle hasta donde la abadía de los inceptinos se recortaba contra el cielo, alta y sombría. Sus hombres le rodeaban, con las armas aún al hombro, y ningún júbilo por la victoria iluminaba sus rostros. Caían proyectiles, pero procedían de los barcos del puerto. Las baterías enemigas habían sido silenciadas. Los hombres se agacharon cuando una bala derribó la pared de una casa apenas a cincuenta yardas de distancia. Grandes penachos de humo brotaban de la abadía, que había recibido una docena de impactos directos.
—Mensajero —graznó Abeleyn. Tenía la boca como si alguien se la hubiera llenado de pólvora.
—¿Señor?
—Corre al puerto. Lleva un mensaje al almirante Rovero. El bombardeo de la Ciudad Alta debe cesar al momento. El enemigo se ha rendido.
—Será un placer, señor. —El mensajero partió a toda prisa.
—Os felicito por vuestra victoria, señor —dijo Orsini, sonriendo.
Abeleyn descubrió que también sonreía, aunque sin saber por qué. Tendió una mano, y tras un instante de sorpresa, Orsini la tomó. Se las estrecharon como si acabaran de sellar un trato. Los hombres vitorearon al verlo.
Más soldados reales empezaron a congregarse cuando la noticia se extendió. Pronto hubo varios centenares en torno a Abeleyn, blandiendo espadas y arcabuces en el aire y lanzando vítores, ignorando las balas de cañón que seguían cayendo a poca distancia.
Levantaron a Abeleyn en vilo y lo llevaron en una tosca procesión triunfal hacia la abadía en llamas y el palacio bombardeado que volvía a pertenecerle. Abrusio, rota e incendiada, había vuelto a manos de su legítimo soberano.
—¡Larga vida al rey! —gritaron, en un rugido ronco de triunfo y alegría, y Abeleyn, levantado en alto y disfrutando de la aprobación de los hombres que habían luchado con él y para él, pensó que aquel sentimiento era el motivo de que los hombres se volvieran conquistadores. Era más precioso que el oro, más difícil de conseguir que ninguna otra forma de amor. Era la esencia de la monarquía.
Los soldados triunfantes, cuyo número ascendía ya a varios millares, habían alcanzado prácticamente los muros de la abadía cuando cayó sobre ellos la última andanada de los barcos del puerto.
La calle estalló en torno a Abeleyn. En un momento estaba en volandas, sobre los hombros de un ejército victorioso, y al siguiente el mundo se había convertido en una terrible pesadilla de explosiones de proyectiles y chillidos humanos. Sus portadores se derrumbaron debajo de él, y Abeleyn cayó al suelo, golpeándose la cabeza contra los adoquines. Alguien (le pareció que era Orsini) se había arrojado sobre él, pero Abeleyn no estaba dispuesto a tolerarlo.
No se escondería detrás de otros hombres como una mujer asustada. Era el rey.
De modo que estaba tratando de incorporarse entre la asustada multitud, empujando hombres a derecha e izquierda, cuando el último proyectil de la andanada estalló a menos de dos yardas de distancia, y su mundo desapareció.
La mujer era hermosa bajo el sol invernal, alta, esbelta y pálida como un abedul. Los oficiales en el alcázar de la galera dirigían miradas rápidas y hambrientas a la barandilla de estribor, donde ella permanecía en pie. Iba velada, por supuesto, como todas las concubinas del sultán, pero Aurungzeb estaba tan orgulloso de su belleza ramusiana que su velo era translúcido, escandaloso, igual que su atuendo. Cuando el viento agitaba las capas de gasa que envolvían su cuerpo, era posible ver la huella momentánea de sus pezones, la línea de su muslo y pantorrilla. Aquellas miradas subrepticias hicieron soñar durante semanas a muchos marineros; pero los esclavos remeros, antaño ciudadanos ramusianos libres, la miraban con una mezcla de lástima y furia. Por algún motivo, la situación de la mujer les hacía más conscientes de la derrota de su pueblo que las cadenas que les aprisionaban muñecas y tobillos; representaba una prueba humillante del poderío merduk.
La mujer parecía mirar sólo en una dirección, sin ver nada más: la monstruosa torre central de lo que había sido la catedral de Carcasson, afilada, severa y ennegrecida por las llamas a las que había sobrevivido. Se erguía en solitario entre los escombros de la que había sido la mayor ciudad del mundo, y se había convertido en un desierto desolado, excepto en los lugares donde las paredes de los edificios mayores se elevaban como monumentos a un pueblo perdido.
Aekir, la Ciudad Santa. Habían transcurrido meses desde su caída, pero seguía siendo una ruina. Los merduk habían acampado por millares en torno a la plaza de las Victorias, donde aún se erguía la estatua de Myrnius Kuln, y sus tiendas de campaña habían formado calles y pueblos entre la desolación, pero ni con todos sus millares llenaban una décima parte del espacio demarcado por el círculo roto de las murallas. Eran como gusanos devorando el cadáver de un unicornio, y Carcasson era el cuerno de la bestia muerta.
La mujer llamada Ahara por su amo y señor, el sultán Aurungzeb, había sido antes otra persona. En otra vida, en otro milenio, su nombre había sido Heria, y había estado casada con un alférez de caballería llamado Corfe. Hasta la caída de Aekir.
A la sazón, era el juguete sexual del mayor conquistador de oriente. Un mero trofeo de guerra, igual que la arruinada Aekir. Sintió una extraña comunión con la solitaria torre de Carcasson.
Su dominio del idioma merduk era ya bastante bueno, pero el sultán no lo sabía. Había intentado aparentar dificultades en la comprensión, y mostrarse torpe en sus esfuerzos por hablar. Aunque tampoco había demasiada conversación cuando Aurungzeb irrumpía en el harén como una galerna, llamando a su compañera favorita. Era necesario estar bien dispuesta, sin remilgos, y someterse a lo que el sultán tuviera en mente.
No tenía esperanza de liberación; aquel sueño había desaparecido largo tiempo atrás. Y dado que Corfe, que había sido su vida, estaba muerto, no le parecía que su propia existencia revistiera demasiada importancia. Era como un fantasma temblando entre la vida y la muerte, sin expectativas ni posibilidades de cambio.
Pero había conservado una pequeña parte de su alma. Aquél era el motivo por el que fingía lentitud en el aprendizaje del idioma merduk. Aurungzeb decía cosas delante de ella, o mantenía conversaciones en su presencia que estaba seguro de que no comprendería. En ello, Ahara encontraba una especie de poder, un pequeño gesto que le permitía conservar algo de personalidad propia.
De modo que continuó allí, mientras la galera del sultán avanzaba por el ancho río Ostio, con la arruinada Aekir desfilando por ambas orillas. Y escuchó.
El comandante del mayor ejército de campo de Ostrabar, Shahr Indun Johor, conversaba animadamente con el sultán mientras los oficiales asistentes permanecían en el lado de babor del alcázar. Heria, o Ahara, podía escucharles a hurtadillas mientras los esforzados esclavos empujaban la galera río abajo, hacia la concentración de barcos y hombres que aguardaba más adelante.
—Los transportes de Nalbeni ya han atracado, alteza —estaba diciendo Shahr Johor. Un joven alto y de rasgos elegantes, era el sucesor de Shahr Baraz, el anciano
khedive
que había conquistado Aekir y dirigido los primeros asaltos infructuosos contra el dique de Ormann.
—Excelente. —Aurungzeb tenia una sonrisa blanca y brillante, que resultaba sorprendente entre aquella extensión de barba, como descubrir de repente los caninos afilados de un perro negro—. ¿Y cuándo estará la flota lista para zarpar?
—Dentro de dos días, alteza. El Profeta nos ha bendecido con vientos suaves. Los transportes entrarán en el golfo Kardio antes de terminar la semana, y habrán ocupado sus puestos asignados en la costa toruniana tres días después. En menos de dos semanas tendremos un ejército en suelo toruniano, al sur del río Searil. Habremos rodeado el dique de Ormann.
—Ah, Shahr Johor, alegras mi corazón. —La sonrisa de Aurungzeb se ensanchó. Era un hombre cordial, de cintura algo gruesa y ojos negros y brillantes como trozos de azabache—.
¡Excelencia! —gritó en dirección al grupo de hombres reunidos al otro lado del alcázar—. Debo felicitar a vuestro señor por su rápido trabajo. Sólo ha pasado una semana desde la firma del tratado, y vuestras galeras están ya en posición. Estoy impresionado.
Uno de los hombres se adelantó y se inclinó. Era más bajo que la media, vestido con sedas ricamente bordadas y con una cadena de oro al cuello, el símbolo de los embajadores entre los merduk.
—Mi sultán, que ojala viva para siempre, se alegrará de vuestra confianza y satisfacción, alteza. Nalbeni nunca ha deseado otra cosa que aunar esfuerzos con sus hermanos de Ostrabar por la propagación de la fe y la derrota de los infieles.
Aurungzeb se echó a reír. Su buen humor era contagioso.
—Esta noche celebraremos un banquete para brindar por esta nueva cooperación entre nuestros países, y por la derrota de los enemigos, que ya no podrán seguir desafiando el poder de nuestros ejércitos tras sus murallas de piedra, sino que tendrán que salir al campo de batalla y pelear como hombres.
Ahara quedó olvidada. El sultán y sus hombres bajaron con el embajador de Nalbeni para volver a estudiar los mapas que ya llevaban días estudiando, y concretar los últimos detalles de su plan conjunto.
Ahara permaneció junto a la barandilla de la galera. Aekir seguía desfilando a su lado, y el río se volvía cada vez más bullicioso. Había centenares de barcos anclados en las ruinas de los antiguos muelles. Una poderosa flota con bandera de Nalbeni, y un ejército acampado junto a ella a la orilla del río. Se decía que estaba compuesto por cien mil hombres. Algunos procedían de la reserva preparada antes de la batalla del dique, y otros pertenecían a levas más recientes, reclutadas durante el invierno en las granjas y ciudades de Ostrabar y Nalbeni.
Torunna sería arrollada, y las fortificaciones del dique de Ormann resultarían inútiles tras la invasión anfibia. Aquel espectáculo de hombres y barcos representaba el funeral del Occidente ramusiano.
Y no importaba. El mundo de Ahara había perecido en aquel mismo lugar, en una pesadilla de muertes, violaciones e incendios. La mujer era indiferente a la posibilidad de que el resto del continente pudiera correr una suerte similar. Simplemente se alegraba, en aquella pequeña porción de su ser que continuaba siendo suya, de poder estar allí, bajo el sol, escuchando a las gaviotas y oliendo la sal del estuario del Ostio. Se limitó a disfrutar de su soledad.
Pero ésta terminó, como ocurría siempre, y fue llamada abajo a atender al sultán y sus huéspedes. Su danza era muy apreciada, y a Aurungzeb le encantaba hacerla actuar en público. Decía que le abría el apetito.
La galera siguió navegando, con los esclavos inclinados sobre los remos, mientras la gran concentración de hombres, barcos y municiones se deslizaba junto a ella a cada orilla.