El enorme salvaje asintió y se abrió camino entre los hombres.
—¿Estás seguro de esto, Corfe? —preguntó Andruw.
—No voy a quedarme aquí sentado esperándolos, Andruw. Ésta es nuestra única oportunidad. Debemos ser rápidos. Quiero que todo se haga a paso ligero. Hemos de atraparlos mientras todavía intentan desplegarse.
—¿Media legua a paso ligero con esta armadura? —dijo Andruw con aire dubitativo.
—Los hombres pueden hacerlo. Vamos, a trabajar.
El grupo del estandarte se movió primero, mientras las hileras de hombres de detrás se ataban los cascos y aflojaban las espadas en las vainas. Luego la formación empezó a moverse. Corfe les había enseñado unas cuantas voces de mando en normanio, y empleó una de ellas, enfatizando la orden con un gesto de su sable.
—¡Paso ligero!
Los hombres empezaron a avanzar al trote, con el estruendo de una cacharrería en movimiento. La formación empezó a solidificarse mientras se movía colina abajo a través del blando terreno, convirtiéndolo en un pantano a su paso. Tras el cuerpo principal, Marsch mantenía a sus cien hombres de la reserva en una masa más compacta que seguía los pasos de sus compañeros.
Un esfuerzo titánico, fácil al principio por tratarse de un camino descendente, y luego más duro cuando los pies empezaron a pesar, los pulmones a luchar en busca de aire, y la armadura pesada a aplastarles los hombros. Los hombres se encontrarían cansados al entrar en contacto con el enemigo, pero éste estaría desorganizado y sin formar. Era un riesgo que Corfe estaba dispuesto a asumir.
Recorrieron media milla, y la formación seguía avanzando en silencio, a excepción de los chapoteos de las botas o los pies desnudos en el barro, los golpes y choques de las piezas de hierro, y las respiraciones dificultosas y jadeantes. No les quedaba energía para lanzar gritos de guerra.
Era difícil mantener la cabeza erguida y hacer funcionar el cerebro, seguir pensando.
Pero tener que trazar planes a toda prisa mantenía la mente apartada del dolor físico.
La pantalla de jinetes pesados parecía desconcertada. Era evidente que no habían esperado aquel movimiento. Sonó una corneta, y los jinetes espolearon a sus monturas colina arriba. Los animales iban muy cargados, y tenían que avanzar cuesta arriba por un terreno blando y embarrado. Lo máximo que pudieron conseguir fue un trote rápido, confiando en su peso e inercia para romper la formación de Corfe, además de con el miedo a enfrentarse a los lanceros propio de la infantería.
Los salvajes lanzaron un grito ronco cuando las dos tropas chocaron entre un gran estruendo, los caballos colina arriba y la infantería corriendo a su encuentro cuesta abajo. La líneas de Corfe se volvieron irregulares y se entremezclaron cuando los jinetes introdujeron pesadas cuñas de hierro y músculo en su interior. Corfe vio a uno de sus hombres atravesado limpiamente por una lanza, pese a la armadura, y arrojado a un lado como un pez destripado.
Pero los jinetes no pudieron seguir avanzando. Los hombres de Corfe agarraron sus lanzas y los derribaron de la silla, acuchillando hacia arriba en axilas e ingles, o cortando los tendones de los caballos, de modo que las bestias caían entre chillidos, pateando desesperadamente y aplastando a sus jinetes. Y cuando un jinete estaba en el suelo, le era imposible levantarse. La armadura lo mantenía inmovilizado en el barro hasta que un salvaje le arrancaba alegremente el yelmo para cortarle el cuello.
Todo terminó rápidamente. La línea de caballería se convirtió en grupos de jinetes que fueron a su vez rodeados y derribados. Una veintena de caballos enloquecidos por el dolor galopaba sin jinetes colina abajo, junto con unos cuantos lanceros que de algún modo habían conseguido mantenerse en la silla y poner a sus monturas al medio galope.
—¡Reformad! —gritó Corfe. Y los hombres dejaron de saquear a los muertos para volver a formar y reforzar las líneas.
—¡Paso ligero!
La formación volvió a echar a correr. Corfe no tenía idea de cuántas bajas se habían producido en su pequeño ejército, pero no importaba. Lo importante era alcanzar al resto de las fuerzas rebeldes antes de que se desplegaran.
Su armadura le parecía ligera. No había dado un solo golpe durante aquella escaramuza rápida y brutal, demasiado atareado tratando de dirigir las cosas, de no perder la visión general, de calcular la necesidad de la reserva al mando de Marsch. Y el ardor de la batalla empezó a fluir en él, la fuerza fría que se apoderaba de todos los hombres ante la perspectiva de una muerte inminente. Los salvajes avanzaban colina abajo a la carrera, y en aquella ocasión, Corfe les oyó emitir el chillido siniestro y agudo que era su grito de guerra.
Había un grupo de hombres ante ellos, algunos en formación, otros amontonados en una masa informe. Distinguió la formación de un tercio de piqueros, con sus armas largas y afiladas descendiendo para presentar una barrera de pinchos a los atacantes. Los hombres de Corfe chocaron con el enemigo.
Los rebeldes tuvieron que apelotonarse casi de inmediato cuando retrocedieron los hombres en primera línea de la formación. Aquí y allá alguna compañía conseguía disparar una andanada, pero la mayor parte de los arcabuceros cargaban y disparaban a discreción. Tal vez el duque había muerto en la batalla de la caballería, pensó Corfe: no parecía haber ningún liderazgo más allá de los oficiales de cada tercio individual.
Sólo el tercio de piqueros mantuvo la formación. Los salvajes golpeaban las armas largas con sus espadas y trataban de perforar y romper la formación, pero los hombres de la retaguardia enemiga pasaron sus propias picas por encima de los hombros de sus compañeros para empalar a los impetuosos atacantes. Los hombres de Corfe estaban haciendo retroceder a los desorganizados grupos de rebeldes en las demás escaramuzas, pero las picas les estaban causando cuantiosas bajas.
Corfe se abrió paso entre la refriega hasta encontrarse con la retaguardia de sus hombres. Marsch aguardaba allí con la reserva, con los ojos ardiendo de impaciencia.
—Venid conmigo —les gritó Corfe, y echó a correr.
Los llevó por detrás del frente, rodeando el flanco enemigo. Encontraron una compañía de arcabuceros, situada allí para evitar un movimiento similar, pero estuvieron sobre ellos antes de que el enemigo pudiera hacer un solo disparo, golpeando y acuchillando como diablos escarlata. Los arcabuceros rompieron la formación y huyeron hacia su campamento. Corfe condujo a sus hombres hacia delante, por entre las tiendas exteriores del campamento rebelde, mientras los salvajes pateaban las hogueras y cortaban las cuerdas a su paso.
Estaban en la retaguardia enemiga. Increíblemente, nadie había apostado allí ninguna fuerza de reserva. La falange de piqueros levantaba sus pinchos como un gran puercoespín por delante de ellos. Los hombres de Corfe seguían arrojándose contra las picas, tratando de derribarlas.
—¡A la carga! —gritó Corfe, y condujo a sus cien hombres hacia la retaguardia de las picas.
El enemigo no tuvo ninguna posibilidad. Por muy impresionantes que fueran los piqueros en formación, cuando sus filas se rompían quedaban impotentes, y sus pesadas armas se convertían en un inconveniente. El tercio de reserva de Corfe los derribó por docenas, destrozando la formación.
La batalla estaba ganada. Corfe lo supo en cuanto los rebeldes empezaron a tratar de huir de su asalto doble. El ejército rebelde se había convertido en una chusma, sin ningún vestigio de organización militar. No eran más que un grupo de hombres tratando de salvarse, mientras los diablos escarlata de Corfe los segaban como al trigo en su huida.
—Te felicito por tu victoria, coronel —dijo Andruw, reuniéndose con Corfe en medio de la masacre—. Uno de los movimientos más hábiles que he visto… ¡Y estos hombres nuestros! —Sonrió—. El salvajismo debe de tener su lado bueno.
Victoria. Su sabor era dulce, aunque fuera contra otros torunianos. Era mejor que el vino o las mujeres. Era una exaltación que acababa con las inseguridades.
—Hay que mantenerlos asustados —dijo a Andruw—. Los perseguiremos hasta la misma Hedeby si es necesario. No deben tener descanso, ni posibilidad de reformar. Continuad, Andruw.
Andruw señaló a sus hombres, que aullaban y masacraban mientras perseguían al ejército en retirada, convirtiendo su huida en una pesadilla macabra.
—No creo que pudiera detenerles aunque lo intentara, Corfe.
Al caer la noche, todo había terminado. El alcalde de la ciudad había rendido la ciudadela de Hedeby, pues toda la nobleza del lugar había muerto en la batalla. Corfe alojó a sus tropas en el propio castillo. Lo que quedaba de las fuerzas del duque Ordinac eran fugitivos dispersos, perdidos en algún lugar del campo de los alrededores. Muchos se habían rendido en la plaza de la ciudad, demasiado exhaustos para seguir huyendo, y, a la sazón, estaban prisioneros en las celdas del castillo. La gente de la ciudad, aterrorizada por la presencia de aquellos bárbaros sanguinarios y de armaduras extrañas, no les negó comida, bebida ni nada que se les antojara, aunque Corfe dictó órdenes estrictas contra el maltrato a los ciudadanos.
Había visto demasiados ejemplos en Aekir para permitírselo a sus hombres.
Cuatrocientos hombres del duque habían muerto en el campo de batalla, y había otros doscientos heridos de gravedad, la mayoría de los cuales seguirían el camino a la eternidad de sus camaradas muertos. El ejército de Corfe había perdido a menos de cien hombres. La mayor parte de las bajas pertenecían al tercio que se había enfrentado a las picas enemigas.
Ordinac tenía una buena despensa, y se celebró un banquete para todos los que se encontraban lo bastante bien para disfrutarlo. Los salvajes bebieron y comieron en las largas mesas del salón del castillo, servidos por criados aterrados (Corfe se había asegurado de que fueran todos hombres), y contando las historias de lo que cada uno había hecho personalmente en la batalla. Era como una escena de una época primitiva, cuando los hombres valoraban la proeza en la batalla por encima de todas las cosas. A Corfe no le gustó demasiado, pero dejó que los hombres se divirtieran. Se lo habían ganado. Le divirtió ver al alférez Ebro sofocado y bebiendo con los demás, recibiendo palmadas en la espalda sin ofenderse por ello. Estaba claro que el alivio de haber sobrevivido con honor a su primera batalla lo había relajado. Soltaba grandes carcajadas ante bromas contadas en un idioma que no comprendía.
Corfe abandonó el sofocante salón para subir a las anticuadas almenas del castillo de Hedeby y contemplar la ciudad y las tierras de más allá, oscuras bajo las estrellas. Sobre la colina que dominaba la ciudad relucía un resplandor rojo. Los habitantes de la ciudad habían arrastrado los cadáveres hasta allí por orden de Corfe, y habían encendido una pira. Allí yacían, soldados torunianos junto a su duque y salvajes felimbri, ardiendo todos juntos. Corfe agradeció a su suerte que sus hombres no parecieran necesitar ritos funerarios muy elaborados. Mientras el cadáver ardiera con una espada en las manos, estaban contentos. Eran hombres muy extraños: había estado a punto de quererlos aquella mañana, cuando lo siguieron sin preguntar ni vacilar. Semejante lealtad estaba fuera del alcance de las fortunas de los reyes.
Oyó pasos detrás de él, y se encontró rodeado por Andruw y Marsch. El salvaje llevaba un odre de vino fláccido.
—¿Ya estás borracho? —le preguntó Andruw, aunque podía haberse hecho la misma pregunta a sí mismo.
—Necesitaba aire —le dijo Corfe—. ¿Por qué os estáis perdiendo la diversión?
—Los hombres quieren brindar por su comandante —dijo gravemente Marsch.
Llevaba toda la velada bebiendo, pero seguía firme como una roca. Ofreció el odre a su coronel, y Corfe bebió un sorbo del vino flojo y ácido del sur de Torunna. El sabor le trajo recuerdos de su juventud. Él procedía de aquella parte del mundo, aunque había estado destinado en el este durante tanto tiempo que casi lo había olvidado. De no haberse alistado en el ejército a una edad tan temprana, podría estar ardiendo en la pira de la colina, tras haber luchado por su señor en una guerra cuyo motivo comprendía poco y le importaba menos.
—¿Están situados los retenes? —preguntó a Andruw.
—Sí, señor. —El joven oficial parpadeó como un búho—. A media milla de la ciudad, sobrios como monjes, y montados en los mejores caballos de los establos. Corfe, Marsch y yo queríamos hablar contigo. —Andruw pasó un brazo sobre los hombros de Corfe—. ¿Sabes qué hemos encontrado aquí?
—¿Qué?
—Caballos. —Era Marsch quien hablaba—. Hemos encontrado muchos caballos, coronel, que podrían ser de guerra. Al parecer, ese duque vuestro era un apasionado de la cría de caballos. Hay más de mil haciendo de sementales en los campos del sur. Nos lo han dicho los criados.
Corfe se volvió para mirar a Marsch a los ojos.
—¿Qué estás diciendo, alférez?
—Mis hombres son jinetes natos. Es nuestra forma preferida de luchar. Y la armadura que llevamos; la mayor parte son piezas de caballería pesada… —Marsch se interrumpió, enarcando las cejas.
—Caballería —jadeó Corfe—. De modo que era eso. Yo mismo fui oficial de caballería.
Andruw le estaba sonriendo.
—La propiedad de los traidores queda confiscada por la corona, ya sabes. Pero estoy seguro de que Lofantyr no echará de menos unos cuantos jamelgos. Ya ha sido bastante tacaño con nosotros.
Corfe contempló la noche salpicada de hogueras. La pira de cadáveres se le antojó un ojo que le observaba.
—A caballo tendremos más movilidad y potencia de ataque, pero también necesitaríamos un tren de intendencia, una forja móvil, herreros…
—Hay hombres en la tribu capaces de poner herraduras y curar caballos. Los felimbri valoran a sus caballos más que a sus esposas —dijo Marsch, perfectamente en serio. Andruw se atragantó con el vino y se echó a reír.
—Estás borracho, asistente —le dijo Corfe.
—Sí, lo estoy, coronel —dijo Andruw, saludando—. Mis disculpas, Marsch. Toma un trago.
El odre fue circulando entre los tres mientras permanecían apoyados en las almenas, con los ojos entrecerrados para protegerse del frío viento que llegaba del mar.
—Equiparemos a los hombres con caballos, pues —dijo Corfe al fin—. Así tendremos ocho escuadrones de caballería, además de repuestos para todos los hombres y un tren de intendencia para el forraje y la forja. Mulas para llevar el grano… Hay de sobra en la ciudad. Y luego…