Dos ancianos monjes estaban vistiendo al pontífice en sus apartamentos privados cuando entró el vicario general de la orden inceptina. Los monjes fueron despedidos, y los dos clérigos se miraron, mientras Himerius acababa de abrocharse su túnica púrpura sobre la gruesa cintura.
—¿Y bien? —preguntó Himerius.
Betanza tomó asiento y no pudo sofocar un bostezo; era muy tarde, y había tenido un día agotador.
—No ha habido suerte. Los dos monjes siguen desaparecidos. Están muertos, si son inocentes, o han huido, si no lo son.
Himerius gruñó, estudiando su reflejo en el espejo de cuerpo entero que resaltaba la sombría opulencia de su vestidor.
—Son culpables, Betanza: puedo sentirlo. Commodius trataba de impedir que cometieran una herejía, y murió por ello. —Un espasmo de emoción indefinible cruzó los rasgos aguileños del pontífice y desapareció—. Que Dios se apiade de él, era un leal siervo de la Iglesia.
—¿Qué os hace estar tan seguro de que así fueron las cosas, santidad? —preguntó Betanza, con evidente curiosidad. Su gran rostro de soldado parecía exhausto, y unas líneas escarlata se entrecruzaban sobre el blanco de sus ojos.
—Lo sé —espetó Himerius—. Enviad partidas de Militantes a buscar a esos dos fugitivos en cuanto el tiempo lo permita. Quiero que los traigan de vuelta a Charibon para someterlos a un interrogatorio.
Betanza se encogió de hombros.
—Como deseéis, santidad. ¿Y esos fimbrios de abajo? ¿Los recibiréis esta noche?
—Sí. Debemos averiguar si su aparición aquí en este momento es una coincidencia, o parte de un plan mayor. No hace falta que te diga, Betanza, que los acontecimientos de hoy no deben salir de la ciudad. Ninguna historia de asesinatos en Charibon puede circular por los reinos. Este lugar debe ser inmaculado, puro, inmune al escándalo o el rumor.
—Por supuesto, santidad —dijo Betanza, mientras se preguntaba cómo podía amordazar a una ciudad de miles de habitantes. Los monjes eran peores que las mujeres cuando se trataba de chismorrear. De todos modos, el mal tiempo ayudaría.
—Esta tarde ha llegado un correo, mientras estabas ocupado con otros asuntos —dijo Himerius con ligereza, y de repente adquirió un aire distinto, un tono triunfal que no pudo evitar que asomara a sus ojos.
El pontífice se volvió y miró directamente al vicario general con las manos cruzadas sobre el pecho. Era como si una sonrisa estuviera luchando por abrirse camino en su rostro. Por un instante, pensó Betanza, pareció algo loco.
—Buenas noticias, amigo mío —dijo Himerius, dominándose. Volvió a ser el clérigo sobrio, cargado de dignidad e importancia—. El correo venía de Alstadt. Al parecer, nuestro devoto hijo de la Iglesia, el rey Haukir de Almark, ha muerto por fin, que los santos acojan su alma. Ese piadoso rey, ese parangón de fe y obediencia, ha legado su reino a la Iglesia.
Betanza jadeó.
—¿Estáis seguro?
—El correo traía una carta del prelado Marat de Almark. Ha sido nombrado regente del reino hasta que yo considere oportuno reorganizar su gobierno. Almark es nuestra, Betanza.
—¿Y los nobles? ¿No tienen nada que decir al respecto?
—Aceptarán. No tienen más remedio. Almark tiene un fuerte contingente de Caballeros Militantes en su capital, y los ejércitos reales, en su mayor parte, están acantonados más al este, a lo largo del río Saeroth. Almark es nuestra, de veras.
—Dicen que los acontecimientos importantes son como nódulos en la historia —musitó Betanza—. Cuando ocurre uno, es posible que ocurran otros al mismo tiempo, y a veces en el mismo lugar. Podréis enfrentaros a esos fimbrios con más confianza, santidad. La noticia no podía haber sido más oportuna.
—Precisamente. Por eso los recibiré ahora, aunque sea tan tarde. Quiero sorprenderlos con la noticia.
—¿Qué creéis que quieren?
—¿Qué quiere todo el mundo en estos días? La Iglesia posee Almark y controla Hebrion.
Se ha convertido en un imperio. Todos tienen que buscar su acomodo en él. No tengo ninguna duda de que esos fimbrios han venido a tantear el terreno del intercambio diplomático. La antigua potencia imperial se inclina bajo el viento nuevo. Ven: bajaremos a recibirlos juntos.
El salón de recepciones pontificio estaba lleno de sombras. Las antorchas ardían en cuencos en las paredes, y se habían encendido braseros en torno al estrado donde descansaba el trono del pontífice. Había Caballeros Militantes firmes, como monumentos grabados, situados cada diez pasos a lo largo de la pared, parpadeando para mantenerse despiertos y cuadrándose en el momento en que el pontífice entró y tomó asiento. Betanza permaneció en pie a su derecha, y un par de escribientes se agazaparon en sus túnicas negras como charcos de tinta color ébano al pie del estrado, con las plumas preparadas. A un lado, aguardaba Rogien, el anciano inceptino que también era el jefe de la corte pontificia, y cuyo cráneo sin pelo relucía a la luz de las antorchas.
Los fimbrios tuvieron que recorrer toda la longitud del salón entre luces y sombras, con sus botas resonando sobre el suelo de basalto. Eran cuatro hombres, todos de negro, a excepción de la banda escarlata que uno de ellos llevaba a la cintura.
Hombres de rostros duros, mejillas y frentes curtidas por el viento, y con el cabello corto como un caballo con la crin rasurada. No llevaban armas, pero los Militantes alineados en las paredes a cada lado los observaron con atención y cautela, apretando los puños en torno a sus espadas.
—Barbius de Neyr, mariscal y comandante del ejército fimbrio —anunció Rogien con su broncínea voz.
Barbius inclinó la cabeza en dirección a Himerius. Los fimbrios no doblaban la rodilla ante nadie salvo su emperador, e Himerius lo sabía, pero la leve inclinación contenía tanto desprecio que le hizo revolverse en su trono, mientras sus manos manchadas de amarillo apretaban los reposabrazos.
—Barbius del electorado de Neyr, sed bienvenido a Charibon —dijo el pontífice con calma—. La urgencia de vuestra misión está escrita en vuestro rostro y el de vuestros compañeros, y por eso nos hemos dignado concederos una audiencia, pese a lo avanzado de la hora. Se os han asignado aposentos apropiados a vuestro rango y el de vuestros camaradas, y en cuanto la audiencia termine habrá comida y bebida para ayudar a sostener los espíritus fatigados.
Barbius repitió la leve inclinación en agradecimiento a su generosidad. Cuando habló, su voz sonó como piedras rechinantes, en contraste con la musicalidad profunda de la de Himerius.
—Agradezco la hospitalidad de vuestra santidad, pero lamento deciros que no podré disfrutar de ella. Mis hombres y yo tenemos prisa: el grueso de nuestra fuerza está acampado a unas cinco leguas de aquí, y esperamos reunirnos con ella antes de que amanezca.
—¿El grueso? —repitió Himerius.
—Sí, santidad. Estoy aquí para aseguraros de que las tropas bajo mi mando no albergan ninguna hostilidad hacia la ciudad monasterio, y que no debéis temer, ni tampoco Almark, ningún saqueo por su parte. Simplemente estamos de paso, obedeciendo las órdenes de los electores.
—No comprendo. ¿No sois una embajada de los electorados? —preguntó Himerius.
—No, santidad. Sólo soy el comandante de un ejército fimbrio en ruta hacia el este, que ha venido a presentar sus respetos.
La frase sonó como un trueno en la habitación.
—¿Hay un ejército fimbrio acampado a cinco leguas de Charibon? —dijo Betanza, con incredulidad.
—Sí, excelencia.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó Himerius, y la música había desaparecido de su voz.
Sonaba ronco como un viejo cuervo.
—Acudimos en socorro del dique de Ormann.
—¿Por orden de quién?
—De mis superiores, los electores de Fimbria.
—Pero, ¿quién ha pedido vuestra ayuda? ¿El hereje Lofantyr? Ha tenido que ser él.
Barbius se encogió de hombros, ocultando tras su mostacho dorado cualquier expresión de su boca. Sus ojos eran inexpresivos y duros como el hielo sobre el mar.
—Sólo obedezco órdenes, santidad. No me corresponde a mí juzgar los asuntos de la alta política.
—¿Os dais cuenta de que estáis poniendo en peligro vuestra alma inmortal, socorriendo a un hereje que ha repudiado la validez de la Santa Iglesia? —espetó Himerius.
—Como he dicho, santidad, sólo soy un soldado obedeciendo órdenes. Si no obedezco, respondo con mi vida. Os he visitado en señal de cortesía, para solicitar vuestra bendición.
—¿Marcháis en ayuda del que refugia al heresiarca de Occidente, y me pedís mi bendición? —dijo Himerius.
—Mi ejército marcha al este para atajar la invasión merduk. Está sirviendo a todos los reinos de Occidente, sean himerianos o macrobianos —dijo Barbius—. Os suplico, santidad, que lo consideréis de ese modo. El dique caerá en primavera si mis hombres no lo refuerzan, y los merduk estarán a las puertas de Charibon en menos de un año. Es posible que el rey Lofantyr sea quien paga nuestros sueldos, pero prestaremos un servicio valioso para todos los hombres libres de Normannia.
Himerius permaneció en silencio, pensando. Fue Betanza quien habló a continuación.
—De modo que los fimbrios sois mercenarios. Os alquiláis a los reyes necesitados y lucháis por el oro de sus cofres. ¿Y si los sultanes merduk os ofrecieran más dinero que los reyes de Occidente, mariscal? ¿Lucharíais entonces bajo el estandarte del Profeta?
Por primera vez, un rastro de emoción cruzó el rostro del mariscal fimbrio. Sus ojos relampaguearon y dio un paso al frente, lo que hizo que todos los guardias de la habitación se tensaran.
—¿Quién construyó Charibon? —preguntó—. ¿Quién fundó Aekir, excavó el dique de Ormann y levantó los grandes rompeolas del puerto de Abrusio? Fue mi pueblo. Durante siglos, los fimbrios fuimos el escudo tras el que la gente de Occidente se refugió de las hordas de las estepas, las tribus de jinetes, los miles de merduk. Los fimbrios hicieron del mundo occidental lo que hoy es. ¿Creéis que podríamos traicionar la herencia de nuestros padres, el legado de nuestro imperio? ¡Nunca! Una vez más, estaremos en la vanguardia de los que lo defienden.
Todo lo que pedimos —y el tono del mariscal se dulcificó— es que no consideréis nuestro refuerzo del dique como un asalto a la Iglesia himeriana. No tenemos intención de cometer ninguna herejía, y preferiríamos mantener buenas relaciones con Charibon, si es posible.
Himerius se incorporó y levantó una mano. La luz de las antorchas convirtió su rostro en una máscara aguileña, con los ojos negros y relucientes a cada lado de su nariz.
—Tenéis nuestra bendición, entonces, mariscal Barbius de Neyr. Que vuestras armas reluzcan de gloria, y que expulséis a los paganos merduk de las puertas de Occidente.
—¿Por qué lo habéis hecho? —quiso saber Betanza—. ¿Por qué habéis legitimado el préstamo de tropas fimbrias a los herejes? ¡No tiene sentido!
El pontífice y él paseaban por uno de los claustros de Charibon iluminado por las estrellas, totalmente desierto a aquella hora de la noche. Sus manos estaban ocultas en las mangas, y se habían subido las capuchas para protegerse del intenso frío, pero las ventiscas habían terminado y la noche era clara como una burbuja de hielo y cortante como una astilla de pedernal. Los novicios habían barrido la nieve del claustro antes de acostarse, y los dos clérigos podían recorrerlo sin interrupción.
—¿Por qué no iba a hacerlo? De haberle negado mi bendición, me habría enemistado con él. Eso no habría hecho ningún favor a la Iglesia, y posiblemente le habría causado mucho daño. No podemos enfrentarnos a un ejército de fimbrios. ¡Piensa en ello, Betanza! Fimbrios de nuevo en marcha por el continente. Tercios imperiales en movimiento. Bastaría para hacer temblar de miedo a cualquiera. Después del Cónclave de Reyes, sabíamos que se preparaba algo así… pero no tan pronto. Lofantyr nos lleva ventaja en este camino, literalmente.
—Pero, ¿por qué bendecir la empresa? Es un reconocimiento tácito del reino de Torunna, que ya no se encuentra en el seno de la Iglesia.
—No. Sólo he bendecido a los fimbrios; no he deseado buena suerte a los herejes. Si el antiguo poder imperial vuelve a moverse e interesarse por el mundo, nos conviene tenerlo de nuestro lado. Los fimbrios siguen siendo un estado himeriano, recuerda. Nunca han reconocido formalmente al anti pontífice Macrobius, y, por lo tanto, técnicamente están en nuestro campo.
Queremos que sigan ahí. Es obvio que ellos quieren tener a la Iglesia de su lado, de lo contrario ese rudo mariscal habría pasado junto a Charibon sin detenerse, y no habríamos sabido nada de su existencia. No; pese al legado de Almark, no somos lo bastante fuertes para enfrentarnos a los electores.
Sus sandalias golpearon la frígida piedra del claustro.
—Los compadezco, durmiendo al raso en una noche como ésta —dijo Betanza.
—Son soldados —resopló Himerius—. Poco más que animales. Apenas tienen sentimientos, excepto los más básicos. Que tiriten.
Dieron otra vuelta al claustro, y luego Betanza dijo:
—Voy a acostarme, santidad. Mis investigaciones en torno a la muerte de Commodius proseguirán al amanecer. Deseo rezar un poco.
—Desde luego. Buenas noches, Betanza.
El pontífice se quedó solo en la clara noche, con los ojos resplandeciendo bajo la capucha. En su mente estaba reclutando ejércitos y prendiendo fuego a las ciudades herejes.
Nacería un segundo imperio en la tierra, y, como había predicho el loco Honorius, surgiría en una época de sangre y fuego.
«Estoy cansado», pensó Himerius, y su exaltación salvaje se apaciguó cuando el viento helado azotó su cuerpo. «Me hago viejo, y me canso de la lucha. Pero mi tarea estará terminada pronto, y podré descansar. Otro ocupará mi lugar.»
Se dirigió a su dormitorio, silencioso como un gato.
—Albrec. ¡Despierta, Albrec!
Un golpe en la mejilla de Albrec le obligó a volver la cabeza y le arrancó la costra de hielo de la nariz. Gimió cuando el aire frío azotó su carne expuesta, y luchó por abrir los ojos mientras alguien le sacudía como un perro a una rata.
Yacía medio enterrado en la nieve, y una silueta blanca como la escarcha lo estaba golpeando.
—¡De acuerdo, de acuerdo! Estoy despierto.
Avila se derrumbó junto a él, mientras el aire entraba y salía siseando de su pecho fracturado.
—Ha dejado de nevar —jadeó—. Deberíamos tratar de seguir adelante.