Pero los dos continuaron tendidos sobre el banco de nieve que había estado a punto de enterrarles. Su ropa se había endurecido hasta adquirir la consistencia de una armadura, y ya no tenían ninguna sensación en las extremidades. Peor aún, las manchas blancas de la congelación les descolorían los rostros y orejas.
—Estamos acabados —gimió Albrec—. Dios nos ha abandonado.
El viento había amainado, y los dos hombres permanecieron tumbados de espaldas sobre la nieve, contemplando la enorme bóveda del cielo nocturno y estrellado. Hermosas e implacables, las estrellas eran tan brillantes que proyectaban sombras débiles, aunque la luna aún no había salido.
A lo lejos, los dos clérigos oyeron el aullido de un lobo solitario, que había descendido de las terribles alturas invernales de las Címbricas en busca de comida.
Otro le respondió, y luego varios más. Había una manada en la noche, animales llamándose unos a otros en gritos de camaradería inconcebible.
Albrec estaba extrañamente tranquilo. «Me estoy muriendo», pensó, «y no me importa».
—Los marineros creen que en los oyvipos viven las almas de los marineros que se ahogaron en pecado —dijo el pequeño monje a Avila, recordando su niñez junto al mar Hárdico.
—¿Qué es un oyvipo? —preguntó Avila, y su voz era como una pluma ligera en equilibrio sobre sus labios, como si sus pulmones estuvieran demasiado castigados por el dolor para darle profundidad.
—Un pez grande y de hocico plano, de mirada amable y con la costumbre de perseguir a los barcos. Un ser muy alegre, siempre jugando.
—Entonces envidio a esas almas perdidas —jadeó Avila.
—Y los leñadores —continuó Albrec, y su propia voz empezaba a sonar confusa y débil—. Creen que en los lobos habitan las almas de los hombres malvados, y algunos piensan que también las de los niños perdidos. Creen que en el corazón de los lobos está toda la oscuridad y desesperación de la humanidad, y que por eso los cambiaformas suelen manifestarse en forma de lobo.
—Lees demasiado, Albrec —susurró Avila—. Demasiadas cosas. Los lobos son animales, sin mente ni alma. El hombre es la única auténtica bestia, porque tiene la capacidad de no serlo.
Siguieron tumbados, con el frío penetrándoles en los huesos como una dolencia lenta y cancerosa, contemplando la severa belleza de las estrellas. Ya no había dolor en ellos, ni esperanza de escapatoria o salvación, pero encontraron cierta paz entre la nieve, en el territorio salvaje de las colinas de Naria, donde las tribus libres habían adorado a sus dioses oscuros.
—No más filosofía —murmuró Albrec. Las estrellas empezaron a apagarse una a una a medida que su visión se oscurecía—. Buenas noches, Avila.
Pero su amigo no le respondió.
La patrulla fimbria los encontró una hora más tarde, atraída por las siluetas sombrías de los lobos que empezaban a reunirse a su alrededor. Los soldados ahuyentaron a las bestias a puntapiés, y encontraron a dos clérigos de Charibon tendidos en la nieve, rígidos y helados, con los rostros vueltos hacia las estrellas y las manos enlazadas como dos niños perdidos. Los soldados tuvieron que liberarlos de la nieve helada con sus espadas. Los dos hombres tenían señales de violencia y penalidades, pero sus rostros estaban tranquilos, serenos como los de santos esculpidos.
El sargento al mando de la patrulla ordenó que los envolvieran en capas y los llevaran al campamento. Los soldados obedecieron las órdenes, recogieron los cuerpos y emprendieron la marcha a paso ligero hasta el lugar donde las hogueras del ejército fimbrio resplandecían rojas y amarillas bajo las estrellas, a menos de una milla de distancia.
Los lobos observaron su marcha en silencio.
Habían avanzado a buen ritmo, recorriendo sesenta leguas en once días. Corfe nunca había visto nada parecido a su pequeño ejército de salvajes desharrapados. Eran entusiastas, habladores, alegres y obstinados. Al salir de Torunn habían cambiado por completo, y la columna resonaba a menudo con canciones tribales y bromas obscenas. En cierto modo, la ciudad les había reprimido, pero una vez a campo abierto, marchando con espadas en las caderas y lanzas en las manos, algo en ellos había despertado. Eran indisciplinados, sí, pero poseían más entusiasmo que ningún soldado que Corfe hubiera conocido. Parecían creer que se dirigían al sur para tomar parte en una especie de festival.
Compartió sus observaciones con Marsch una noche junto a la hoguera, mientras tiritaban envueltos en sus mantas raídas, y observaban las ráfagas de nieve, iluminadas por las llamas y girando como plumas en la oscuridad. Casi un tercio de los hombres iban descalzos, y muchos no tenían ropa adecuada para el frío, pero los grupos en torno a las demás hogueras hervían con el sonido de las conversaciones, como un jardín con el zumbido de las abejas en verano.
—¿Por qué parecen tan contentos? —preguntó Corfe a su nuevo alférez.
El enorme salvaje se limpió la nariz con la manta, encogiéndose de hombros.
—Son libres. ¿Es que no basta con eso para hacer feliz a un hombre?
—Pero marchan hacia el sur a luchar en una batalla que no tiene nada que ver con ellos.
¿Por qué parecen tan impacientes?
Marsch dirigió una mirada de extrañeza a su comandante.
—¿Y cuántas veces las causas de las guerras significan algo para los soldados que luchan en ellas? Para mi pueblo, los felimbri, la guerra es nuestra vida. Es el medio por el que un hombre progresa en la estima de sus compañeros. No hay otro modo.
El alférez Ebro, sentado junto a ellos con una capa de piel en torno a los hombros, resopló con desprecio.
—Ése es el razonamiento de un primitivo —dijo.
—Todos somos primitivos, y siempre lo seremos —dijo Marsch, con una suavidad poco habitual—. Si los hombres fueran realmente civilizados, no se matarían unos a otros. Somos animales. Algo en nosotros necesita pelear para demostrar que estamos vivos. Mis hombres han sido tratados como animales, bestias de carga. Pero ahora van armados, como los hombres libres, y se disponen a luchar como hombres libres, en un combate abierto. No importa con quién luchen, ni dónde, ni para qué.
—El salvaje filósofo —rió Ebro.
—De modo que la causa no es necesaria —dijo Corfe.
—No. Un hombre progresa sometiendo a otros hombres, sea matándolos o dominándolos hasta tal punto que no se atrevan a oponerse a su voluntad. Así es cómo se hacen los reyes… Al menos, entre mi pueblo.
—¿Y qué eras tú antes de las galeras, Marsch? —preguntó suavemente Corfe.
El enorme salvaje sonrió.
—Era lo que todavía soy, un príncipe de mi pueblo.
Ebro se echó a reír, pero Marsch le ignoró como si no existiera.
—Podríais matar a vuestros oficiales torunianos aquí y ahora, y marcharos a casa. Nadie podría deteneros —dijo Corfe. Marsch negó con la cabeza.
—Hemos hecho un juramento que no romperemos. Nuestro honor está en juego. Y además… —en aquel momento dirigió una sonrisa a Corfe, mostrando unos dientes cuadrados y amarillos cuyos caninos habían sido afilados—… estamos interesados en ver cómo le irá a nuestro coronel, con sus costumbres torunianas y su lenguaje directo, en una verdadera batalla.
Fue el turno de Corfe para echarse a reír.
Era imposible que la llegada de la columna se mantuviera en secreto. Su aspecto era tan extraño y único que pueblos enteros se asomaban a los caminos embarrados para verla pasar.
Los últimos días tuvieron que escatimar la comida, pues las raciones de la intendencia se habían agotado, y los hombres tuvieron que subsistir con lo que pudieron encontrar en el campo de los alrededores. Requisaron varias cabezas de ganado a sus aturdidos propietarios, pero en general Corfe evitó cualquier saqueo a gran escala, porque estaban marchando a través de Torunna, su propio país, y también porque quería llegar lo antes posible.
Los hombres eran maravillosamente rápidos. Aunque el tiempo pasado en las galeras les había privado de una buena parte de su forma física, desarrollando fuerza bruta en lugar de resistencia, eran capaces de andar a un ritmo asombroso, al no llevar artillería ni ninguna clase de intendencia. Los tres oficiales torunianos de la columna apenas podían mantenerse a la altura de sus subordinados, mientras avanzaban con los yelmos colgados de la cadera y las lanzas descansando sobre los poderosos hombros. Corfe estaba maravillado. Le habían educado para creer que las tribus de las Címbricas se componían de salvajes degenerados, apenas dignos de la atención de los hombres civilizados excepto cuando se convertían en una molestia con sus robos y saqueos. Pero estaba descubriendo la verdad del asunto; eran soldados natos. Sólo necesitaban un poco de disciplina y liderazgo, y estaba seguro de que podían hacer un buen papel contra cualquier enemigo del mundo.
Andruw se sentía igual de impresionado.
—Hombres buenos —dijo, mientras avanzaban entre el barro de los caminos invernales en dirección a Hedeby—. Creo que nunca he visto a unos tipos tan impacientes por luchar. Pero daría mi huevo izquierdo por una buena batería de culebrinas.
Corfe soltó una risita. El humor le resultaba extrañamente fácil últimamente. Tal vez era por encontrarse libre, en el campo, sin depender de nadie. Tal vez era la perspectiva de la matanza. En cualquier caso, no quería examinar sus razones con demasiada minuciosidad.
—No llegarían muy lejos en este barro, tus culebrinas. Y la caballería tampoco. Empiezo a creer que es una suerte que nuestra fuerza sea de infantería. Tal vez nos resultará más móvil de lo que suponíamos.
—Marchan aprisa, no hay ninguna duda —dijo Andruw con melancolía—. Seré un hombre más bajo cuando lleguemos a Hedeby. Con tanto andar, he desgastado al menos una pulgada de cada talón.
Estaban a medio día de marcha de Hedeby cuando avistaron a un pequeño grupo de caballería armada recortado contra el horizonte, observándolos. Sus estandartes ondeaban en el frío viento que azotaba las colinas a cada lado de la carretera.
—Ordinac, apostaría cualquier cosa —dijo Corfe al ver a los jinetes—. Ha venido a ver con qué se enfrenta. Despliega el estandarte, Andruw.
Andruw ordenó al portaestandarte, un salvaje de músculos enormes llamado Kyrn, que desplegara la bandera de la catedral y la dejara ondear sobre su asta de doce pies, un punto de color vivo en la monótona tarde invernal. Los demás hombres lanzaron un grito al verlo, un rugido inarticulado de quinientas voces que hizo que los caballos retrocedieran agitando las cabezas.
—Línea de batalla —dijo Corfe con calma—. Han venido a vernos, de modo que vamos a darles algo que ver. Andruw, llévate al quinto tercio y perseguid a esos jinetes en cuanto los demás hayan formado.
El rostro juvenil de Andruw se iluminó.
—Será un placer, señor.
Los cinco tercios al mando de Corfe se pusieron en línea. Una línea de cien yardas de longitud y cinco hombres de profundidad. En cuanto todos estuvieron en su sitio, con el estandarte ondeando en el centro, Andruw condujo a un tercio colina arriba hacia los jinetes que les observaban.
Había menos de veinte jinetes, protegidos con la pesada armadura de tres cuartos de la antigua nobleza. Cuando el tercio se encontró a cincuenta pasos, dieron la vuelta a los caballos y se alejaron al trote, viéndose en inferioridad numérica. Andruw situó a sus hombres en la cima de la colina, y pronto un mensajero jadeante bajó corriendo de su posición. Entregó una nota a Corfe.
Campamento enemigo a media legua por delante, a unas tres leguas de la ciudad, decía. Parece que empiezan a desplegarse.
—¿Vuestras órdenes, señor? —preguntó el alférez Ebro. Igual que las demás, su armadura escarlata estaba tan salpicada de barro que se había vuelto de color óxido.
—Nos reuniremos con el tercio de Andruw —dijo Corfe—. Después, ya veremos.
—Sí, señor.
La voz de Ebro vibraba como las alas de un pájaro enjaulado, y su rostro estaba pálido bajo las salpicaduras de barro.
—¿Ocurre algo, alférez? —le preguntó Corfe.
—No, señor. Yo… es sólo que… nunca he estado en una batalla, señor.
Corfe lo contempló un momento, sintiendo que, por algún motivo, lo apreciaba más gracias a aquella admisión.
—Lo harás bien, alférez.
El resto de la formación se unió a los hombres en la cima de la colina, y miraron hacia abajo, donde las tiendas de cuero del campamento enemigo moteaban el terreno. A la izquierda, tal vez a una milla, estaba el mar, gris y sólido como una piedra. El castillo de Ordinac en Hedeby era visible como un pináculo oscuro en la distancia. Corfe estudió a los hombres del duque con mirada de experto.
—Unos mil, tal vez, como nos han dicho. Tal vez cien jinetes, la guardia personal del duque, y sobre todo piqueros. No veo muchos arcabuceros. Son tropas de segunda clase, no podrían enfrentarse al ejército regular. Sus cañones… Tienen dos, ¿veis? Falconetes ligeros…
Ni siquiera están instalados. Sagrados santos. Creo que va a presentar batalla de inmediato.
—¿Queréis decir hoy, señor? —preguntó Ebro.
—Quiero decir ahora mismo, alférez.
—Es hora de luchar, creo —dijo Andruw, acercándose a ellos—. Vendrá a por nosotros si lo esperamos, aunque mirad esa chusma de ahí abajo; tardarán medio día en ponerlos en formación.
Había grupos de hombres recogiendo las armas amontonadas y moviéndose sin objetivo aparente, mientras varios oficiales gesticulaban tratando de imponer algún tipo de orden. El único grupo organizado parecía ser el de la guardia personal del duque, que había formado en dos hileras sobre sus pesados caballos por delante de los demás soldados, actuando como pantalla hasta que el despliegue estuviera completo.
Corfe consideró la situación en un momento. Lo superaban en número; esperaban de él que luchara a la defensiva. Ocupaba el terreno alto, y por tanto su posición era buena. Pero sus hombres no tenían armas de fuego. El enemigo podía acercarse hasta tenerlos a tiro y pasarse medio día disparándoles mientras la caballería amenazaba con arrollar sus flancos si trataba de acercarse.
—Atacaremos —dijo bruscamente—. Andruw, Ebro, id a vuestros tercios. Marsch, informa a los hombres de que cargaremos de inmediato, y dispersaremos al enemigo antes de que pueda desplegarse.
—Pero la caballería… —empezó Ebro.
—Obedece tus órdenes, alférez. Marsch, separa a la última fila y mantenla al margen, como reserva táctica. La llamaré cuando sea necesario. ¿Comprendido?