—Todo el mundo necesita algo de consuelo, el contacto de otro cuerpo de vez en cuando, Corfe. Incluso las reinas. Incluso las reinas ancianas.
—No sois tan anciana —dijo él, y lo decía de veras.
Ella le palmeó la mejilla como una tía con un sobrino favorito.
—Ve. Ve a la guerra y empieza a ganarte un nombre.
Corfe abandonó los aposentos, sintiéndose extrañamente descansado, entero. Como si ella le hubiera restañado por un tiempo la sangre de las heridas que aún llevaba. Cuando avanzó hacia los barracones, encontró a sus quinientos hombres esperándolo bajo su sombrío estandarte, silenciosos a la luz anterior al amanecer, firmes como hileras de estatuas de hierro, sólo con el vapor de su respiración como signo de vida en el frío aire.
—En marcha —dijo a Andruw, y las largas hileras emprendieron la marcha hacia los campos de batalla del sur.
La escuadra ofrecía un hermoso espectáculo al hacerse visible en torno al saliente de tierra. Galeones de guerra con sus baterías de cañones,
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abarrotados de soldados e infantes de marina, veloces carabelas con sus velas latinas como alas; y todos con el escarlata del gallardete hebrionés en el palo mayor y el estandarte burdeos del almirante Rovero en el de mesana. Cuando avistaron al grupo de la playa, dispararon una salva de saludo. Veintiséis cañonazos en homenaje a su rey, con lo que todos los barcos de la escuadra quedaron rodeados de humo de pólvora al cesar el estruendo de las andanadas. Abeleyn sintió un nudo en la garganta ante aquel espectáculo. Volvía a ser un rey, no un vagabundo nómada o un refugiado perseguido. Todavía tenía súbditos, y su palabra aún podía desencadenar el rugido de los cañones.
Rovero y él fueron abajo en cuanto las barcazas hubieron embarcado a los hombres de tierra. La escuadra se hizo a la mar de inmediato; los enormes galeones virando en secuencia como elegantes castillos flotantes, mientras los barcos más pequeños se agrupaban a su alrededor como vástagos angustiados.
Rovero hincó la rodilla en tierra en cuanto estuvo a solas con Abeleyn en el camarote principal del barco insignia. Abeleyn lo levantó.
—No te preocupes por eso, Rovero. Si he aprendido algo en estas últimas semanas, es a no andarme con ceremonias. ¿Cuánto falta para llegar a Abrusio?
—Dos días, señor, si se mantiene este viento del sureste.
—Comprendo. ¿Y cómo estaba la ciudad cuando zarpaste? ¿Cuál era la situación?
—Señor, ¿os gustaría cambiaros y lavaros? He ordenado que os preparen comida…
—No. Háblame de mi reino, Rovero. ¿Qué ha estado ocurriendo?
El almirante parecía muy serio, y las palabras salieron siseando de un lado de su boca, como si fueran una maldición dirigida a alguien situado detrás de él.
—Ayer recibí una visita del pájaro de Golophin. El pobre está casi acabado. Lo tenemos en la bodega, porque no puede volar más. Traía noticias de Abrusio, y esto. —El almirante entregó a Abeleyn un pergamino con el sello real de Astarac—. Va dirigido a vos, por supuesto, señor, pero el pájaro no pudo llegar más lejos.
Abeleyn levantó el pergamino con tanta cautela como si pudiera estallar en llamas en cualquier momento.
—¿Y Abrusio?
—El Arsenal está ardiendo. Las santabárbaras han sido inundadas, de modo que no hay motivo de preocupación en ese sentido. Y Freiss ha muerto. Sus hombres han sido capturados, han muerto o se han unido a los de Carrera.
—Es algo, supongo. Continúa, Rovero.
—Mantenemos nuestras posiciones contra los traidores y los Caballeros Militantes, pero con el fuego y la presión de los civiles no podemos sacar partido a toda nuestra fuerza. Más de dos tercios de nuestros hombres están luchando contra el incendio, no contra los traidores, o están dirigiendo la evacuación de la Ciudad Baja. Tal vez podremos salvar una parte del brazo occidental de Abrusio; los ingenieros han erigido un cortafuegos a través de la ciudad, pero hay miles de edificios reducidos a cenizas, además de los astilleros, el Arsenal, los almacenes navales y muchos de los graneros de emergencia destinados a alimentar a la población en caso de asedio. Abrusio se ha convertido en dos ciudades, señor: la Baja, que está casi destruida y en nuestras manos, si sirve de algo, y la Alta, que está intacta y en manos de los traidores.
Abeleyn pensó en la vida rebosante de su capital en verano. La vitalidad bulliciosa, abigarrada y apestosa de las calles, los edificios y callejones, los recovecos y rincones, las tabernas, tiendas y mercados de la Ciudad Baja. Había recorrido las zonas más oscuras de Abrusio cuando era joven (o todavía más) en busca de aventuras, disfrazado de muchacho atolondrado con dinero en el bolsillo. Todo desaparecido. Todo destruido. Se sintió como si una parte de su vida le hubiera sido arrebatada, y sólo los recuerdos pudieran retener la imagen de lo que había sido.
—Hablaremos más tarde de nuestros planes, almirante —dijo, con los ojos cegados, ardiéndole en las órbitas como si sintieran el calor del infierno que estaba destruyendo su ciudad—. Déjame un rato a solas, por favor.
Rovero se inclinó y salió.
«Se ha hecho más viejo», pensó el almirante mientras cerraba tras de sí la puerta del camarote. «Ha envejecido diez años en diez semanas. El muchacho que había en él ha desaparecido. Hay algo en su aspecto que me recuerda a su padre. No me enfrentaría a él por nada del mundo.»
Salió al combés del barco, con la boca convertida en una cicatriz a lo largo de su rostro.
Aquella maldita mujer, la amante del rey, estaba en cubierta discutiendo sobre su alojamiento.
Quería más espacio, una ventana, aire fresco. Ya tenía el rostro un poco verde, la muy entrometida. Bueno, fuera una mujer madura o no, ya no podría hacer con el rey lo que quisiera, como se rumoreaba que había ocurrido en el pasado. ¿No había engordado un poco, sin embargo?
El rey de Hebrion salió del camarote a la galería del galeón insignia, que flotaba como un balcón largo sobre la bulliciosa espuma de la estela. Podía ver los demás barcos de la escuadra en línea, a apenas dos cables de distancia, aún con la velas simples, con las proas subiendo y bajando y levantando espuma a ambos lados de los saltillos. Era un espectáculo enardecedor, poder y belleza aliados al servicio de una potencia terrible. Las máquinas de guerra más gloriosas e impresionantes que la mano del hombre tenía capacidad de construir. La mano del hombre, no la de Dios.
Abrió la carta del rey Mark y permaneció en la galería para leerla.
Mi querido primo:
Te escribo a toda prisa y sin ceremonia; la galera correo espera en el puerto con el ancla levada. Su destino es Abrusio, porque no sé en qué otro lugar localizarte. Pese a las terribles historias que nos llegan de Hebrion, creo que llegarás finalmente a tu capital y expulsarás a los traidores y Cuervos que se proponen arruinar Occidente.
Pero debo comunicarte mis noticias. Mi grupo sufrió una emboscada al sur de las Malvennor; era una fuerza de buen tamaño y origen desconocido, y tuvimos suerte de escapar con nuestras vidas. Un intento de asesinato, por supuesto; un esfuerzo por liberar al mundo de otro hereje. Sólo puede haberlo orquestado el prelado inceptino de Perigraine, por orden de Cadamost. Temo que se hayan hecho otros intentos, contra ti y Lofantyr, pero si estás leyendo esta misiva es obvio que sobreviviste.
Las antiguas leyes que gobernaban las conductas y guiaban las acciones de los hombres han sido destruidas. He tenido que enfrentarme a un levantamiento de los nobles de Astarac, y Cartigella vuelve a ser mi capital desde hace sólo unos días. Pero los traidores estaban mal dirigidos y mal equipados, y no tenían Caballeros Militantes para apoyarlos. El ejército, que permaneció leal en su mayor parte, a Dios gracias, está ahora mismo limpiando Astarac de los últimos reductos de los rebeldes. Pero se rumorea que Perigraine se está movilizando, y debo proteger mis fronteras orientales; de lo contrario, podrías contar con refuerzos de Astarac en la triste tarea de recuperar tu propio reino.
Mi hermana se casará contigo, y, aunque fea como una rana, es una mujer de gran inteligencia y sentido común. Más que nunca, los reyes heréticos debemos permanecer unidos.
Abeleyn, Hebrion y Astarac han de seguir aliadas; de lo contrario, nos hundiremos por separado.
No perderé el tiempo en pompas y ceremonias. En cuanto sepa que estás a salvo en Abrusio, la enviaré a tu lado, como prueba viviente de nuestra unión.
(¿La recuerdas, Abeleyn? Isolla. De pequeño, solías tirarle de las trenzas y burlarte de su nariz torcida.)
Las noticias de Torunna son muy parecidas a las mías. Macrobius ha sido recibido como el auténtico pontífice, pero, según mis fuentes, no aparece demasiado en público, y es posible que esté enfermo, Dios no lo quiera. Ese anciano es todo lo que se interpone entre nosotros y la anarquía total. Lofantyr quiere dirigir personalmente la guerra contra los merduk; sin embargo, parece que está descuidando el dique de Ormann, y Torunn está rodeada de cientos de miles de refugiados. Nuestro primo de Torunna no es un general. A veces ni siquiera estoy seguro de que sea un soldado.
Debo terminar aún más rápidamente, pues la marea subirá pronto. Se dice que hay un ejército fimbrio en marcha. Se rumorea que su destino es el dique, lo que podría explicar la negligencia de Lofantyr, aunque no excusarla. Ha contratado a los antiguos constructores del imperio para que libren su guerra por él, y cree que puede despreocuparse del tema. Pero cuando uno deja entrar a un perro en su casa, puede acabar convirtiéndose en un lobo si no se lo vigila y se lo trata con la debida disciplina. No confío en la generosidad de los fimbrios.
Terminaré aquí. Una carta lamentable, sin ningún tipo de elegancia ni cuidado por las formas. Mi antiguo profesor de retórica se estará revolviendo en su tumba. Tal vez algún día los filósofos volverán a tener tiempo para discutir sobre el sexo de los ángeles, pero de momento el mundo necesita demasiado a los soldados, y la pluma debe ceder el paso a la espada.
Que tengas suerte, primo.
Mark
Abeleyn sonrió al terminar la lectura. A Mark nunca se le habían dado bien las florituras.
Le alegraba saber que Hebrion no estaba sola en el mundo, y que Astarac parecía a punto de recuperar el orden. Las noticias sobre los fimbrios eran interesantes, sin embargo. ¿Acaso Lofantyr esperaba realmente que los fimbrios lucharan y murieran en el este por Torunna sin querer algo más que dinero a cambio?
Isolla. Habían jugado juntos de niños, en congresos y cónclaves, mientras sus padres cambiaban la forma del mundo. Era flaca y pelirroja, con el rostro pecoso y una nariz torcida que había sido evidente incluso entonces, cuando aún no eran adolescentes. Sólo tenía un año o dos menos que Abeleyn; bastante mayor para casarse por primera vez. La recordaba como una niña tranquila y paciente a la que le gustaba estar a solas.
Pero aquellos recuerdos no tenían importancia. Lo trascendental era que la alianza entre Hebrion y Astarac quedaría firmemente cimentada con aquel matrimonio, y los sentimientos personales no tenían nada que ver.
(Pensó en Jemilla y su abultado vientre, y sintió un escalofrío de aprensión por algún motivo que no acababa de comprender.)
La sensación pasó. Entró en el camarote y llamó a los asistentes para que vinieran a ayudarle a desvestirse y lavarse. Se sirvió un vaso de vino de las botellas sobre un cardán en la mesa, lo vació, mordió un trozo de pan de hierbas y bebió más vino.
La puerta del camarote se abrió, y aparecieron su asistente personal y su paje, aún sin cambiar de ropa y uno de ellos comiendo.
—¿Señor?
Se sintió avergonzado. Había olvidado que aquellos hombres habían pasado por lo mismo que él, y que estaban tan hambrientos, sedientos y sucios como él mismo.
—Está bien. Podéis retiraros. Lavaos y conseguid tanta comida y vino como podáis meteros en las barrigas. Y tened la amabilidad de pedir al almirante Rovero que pase por aquí cuando tenga un momento.
—Sí, señor. Los marineros os han calentado agua en una de las calderas de la cocina.
¿Os preparamos un baño?
¡Un baño! Dulces cielos. Pero sacudió la cabeza.
—Que lady Jemilla use el agua. Yo estaré bien.
Los hombres se inclinaron y salieron. Abeleyn podía oler su propio cuerpo por encima de los olores habituales en un barco, a alquitrán, madera y agua rancia, pero no le importaba.
Jemilla esperaba a su hijo, y apreciaría un baño más que ninguna otra cosa en aquel momento.
Que tomara un baño: eso la mantendría alejada de él por un tiempo.
De repente comprendió que no sentía demasiado aprecio por su amante. En la cama era soberbia, y tan ingeniosa e inteligente como pudiera desear cualquier hombre. Pero no confiaba en ella más de lo que lo haría en una culebra que se deslizara por su bota en los bosques. La idea lo sorprendió ligeramente. Era consciente de que algo en él había cambiado, pero todavía no estaba seguro de qué se trataba.
Una llamada a la puerta. El almirante Rovero, con las cejas enarcadas en su rostro de lobo de mar.
—¿Queríais verme, señor?
—Sí, almirante. Vamos a repasar ese plan que habéis trazado con Mercado para recuperar Abrusio. Es un momento tan bueno como cualquier otro.
No habría descanso, ninguna posibilidad de sentarse a contemplar la espuma de la estela y los poderosos barcos que los acompañaban a popa, como altas pirámides de lona, madera y cañones relucientes. No habría tiempo para olvidar las preocupaciones y responsabilidades. Y a Abeleyn no le importaba.
«Tal vez sea eso lo que ha cambiado», pensó. «Por fin me estoy volviendo un rey responsable.»
La cabeza de Albrec estaba llena de sangre, hinchada y latiendo como un corazón confinado. Su cara estaba en contacto con algún tipo de material, tela o algo parecido, y sus manos también parecían llenas e hinchadas.
Se dio cuenta de que estaba cabeza abajo, colgando con el abdomen aplastado por su propio peso.
—Bájame —jadeó, sintiéndose como si fuera a vomitar si no se enderezaba.
Avila lo bajó cuidadosamente. El joven inceptino lo había estado llevando a cuestas sobre su ancho hombro. Los dos respiraban pesadamente. El mundo de Albrec se tambaleó y giró por un instante mientras los fluidos de su cuerpo recuperaban su posición. La lámpara que Avila llevaba en la mano chisporroteaba en el suelo, casi sin aceite.