Los oficiales del dique iban vestidos como soldados en campaña, y estaban planeando una batalla que ya se encontraba a sus puertas. Lo que Corfe encontró en el palacio de Torunn era más bien una parodia, un juego de guerra.
Una multitud de oficiales espléndidamente vestidos, la infantería de negro, la caballería de burdeos y la artillería de azul oscuro. Por todas partes relucían el oro y la plata, con el pálido acompañamiento del encaje y la magnificencia volátil de las plumas en los sombreros de algunos de los presentes. El rey Lofantyr resplandecía con sus medias a franjas negras y plateadas y su banda escarlata de general. La luz de una docena de lámparas se reflejaba en las hebillas de plata de los zapatos, los anillos y las insignias recamadas en pedrería que simbolizaban el rango o la pertenencia a alguna de las órdenes de caballería. Corfe se inclinó profundamente. Se había negado a vestirse con el burdeos de la caballería, prefiriendo el negro de la infantería, aunque pertenecía al brazo montado. Se alegró de haberlo hecho.
—Ah, coronel —dijo el rey, haciendo un ademán—. Entrad, entrad. Aquí somos muy informales. Caballeros, el coronel Corfe Cear-Inaf, miembro del ejército de campo de John Mogen y de la guarnición del dique de Ormann.
Hubo un murmullo de saludos. Corfe fue sometido al escrutinio de una docena de miradas que lo estudiaron con toda franqueza. Sintió escalofríos.
Los demás oficiales volvieron su atención a la larga mesa que dominaba la habitación.
Estaba llena de papeles esparcidos, pero lo que ocupaba principalmente su longitud era un gran mapa de Torunna y sus alrededores. Corfe se acercó más, pero encontró el camino bloqueado.
Irritado, levantó la vista y se encontró cara a cara con uno de los petimetres de la audiencia en el palacio.
—Alférez Ebro, señor —dijo el oficial, sonriendo—. Creo que nos conocemos, aunque es difícil reconoceros sin el uniforme de combate.
Corfe asintió con frialdad. Hubo una pausa incómoda, y luego Ebro se hizo a un lado.
—Perdonad, señor.
Su sable era incómodo, más difícil de manejar que los finos estoques de los oficiales. Se encontró mirando por encima de los hombros de los demás para poder ver el mapa desplegado.
Para impedir que el papel se enrollara, habían situado unas figurillas en plata de piqueros torunianos en cada una de las cuatro esquinas. Había botellas sobre la mesa, vasos de cristal y una daga roma muy ornamentada que el rey Lofantyr empleaba como puntero.
—Aquí es donde están ahora —dijo, indicando un punto del mapa a unas ochenta leguas al oeste de Charibon—. En las colinas de Naria.
—¿Cuántos, majestad? —preguntó una voz. Era el irascible y bigotudo coronel Menin, a quien Corfe también había conocido la tarde de la audiencia.
—Un gran tercio, más los artesanos de la intendencia. Cinco mil combatientes.
Una serie de susurros recorrió la cámara.
—Serán una gran ayuda, por supuesto —dijo Menin, pero la duda era audible en su voz.
—Un ejército fimbrio de nuevo en marcha a través de Normannia —murmuró alguien—.
¿Quién lo hubiera pensado?
—¿Lo sabe ya Martellus, señor? —preguntó otro oficial.
—Ayer envié correos al dique —les dijo el rey Lofantyr—. Estoy seguro de que Martellus se alegrará de recibir un refuerzo de cinco mil hombres, no importa de dónde sean. El mariscal Barbius y sus hombres viajan aprisa. Tienen intención de alcanzar el Searil en seis semanas, si todo va bien. Tiempo suficiente para que sus hombres puedan aclimatarse antes del inicio de la próxima campaña.
Lofantyr se volvió hacia un lado para que un hombre ataviado con la librea de los funcionarios de la corte pudiera susurrarle algo al oído.
—Hemos ordenado al general Martellus que envíe patrullas de exploración continuamente, para tener siempre controlado el estado de preparación de los merduk. En este momento, parece que permanecen inmóviles en sus campamentos invernales, e incluso han enviado a gran número de hombres al este para mejorar las líneas de aprovisionamiento. Los elefantes y la caballería también han sido enviados al este, donde estarán más cerca de los almacenes de intendencia junto al río Ostio. No hay razón para temer un asalto durante el invierno.
Corfe reconoció los papeles en manos del funcionario; eran los despachos que había traído del dique.
—¿Qué hay de la bula pontificia que exige la destitución de Martellus, majestad? —preguntó bruscamente Menin.
—La ignoraremos. No reconocemos como pontífice al impostor Himerius. Macrobius, la cabeza legítima de la Iglesia, reside aquí en Torunn: todos lo habéis visto. Los edictos de Charibon serán ignorados.
—¿Y qué hay del sur, señor? —preguntó un oficial con una banda de general en la cintura, pero que parecía tener más de setenta años.
—Ah… Esos informes que hemos recibido sobre los levantamientos en las ciudades costeras al sur del reino —dijo Lofantyr con despreocupación—. No tienen importancia. Algunos nobles ambiciosos, como el duque de Rone y el barón de Staed, han decidido reconocer a Himerius como pontífice y declarar hereje a nuestra real persona. Nos ocuparemos de ellos.
La conversación continuó. Una conversación militar, áspera y segura. John Mogen había dicho una vez que a los oficiales de los consejos les encantaba hablar, pero que detestaban luchar. Corfe pensó que la mayor parte de las observaciones tenían que ver menos con la táctica y la estrategia que con la persecución de ventajas personales o el esfuerzo por atraer la atención del rey.
Había olvidado que los militares torunianos de la capital y las guarniciones ciudadanas eran muy distintos a los ejércitos de campo que defendían las fronteras. La diferencia le deprimió. Le pareció que no pertenecían a la misma categoría de hombres que los que habían luchado en Aekir y el dique de Ormann. No eran del calibre de los hombres de John Mogen.
Pero tal vez era sólo una impresión; no había alternado demasiado con los soldados de la capital. Y además, se reprochó a sí mismo, él tampoco era quién para juzgar. Había desertado de su regimiento en los últimos momentos de la agonía de Aekir, y, mientras sus camaradas luchaban y morían heroicamente en la retaguardia de la carretera del oeste, él se había escabullido entre los refugiados civiles. Nunca debía olvidarlo.
Sin embargo, nadie hizo referencia al problema de los refugiados en aquella reunión, lo que desconcertó en extremo a Corfe. Los campamentos de las afueras de la capital crecían cada día con los desesperados supervivientes de Aekir que habían huido de la Ciudad Santa y que habían sido expulsados del dique de Ormann tras las batallas libradas allí. En el lugar del rey, Corfe habría estado preocupado por la alimentación y el alojamiento de aquellas multitudes desesperadas. Estaba muy bien que acamparan fuera de las murallas durante el invierno, pero cuando regresara el calor las epidemias estaban casi aseguradas, un enemigo más mortífero para el ejército que cualquier hueste merduk.
Estaban comentando de nuevo las insurrecciones de los nobles al sur del reino. Al parecer, Perigraine estaba apoyando en secreto a los aristócratas desafectos, y circulaban vagas historias de galeras procedentes de Nalbeni con cargamentos de armas para los rebeldes. Los levantamientos eran todavía muy localizados y aislados; pero, si un líder conseguía unirlos entre sí, se convertirían en una seria amenaza. Era necesaria una acción rápida y severa. Algunos oficiales del consejo se ofrecieron voluntarios para viajar al sur y traer las cabezas de los rebeldes en una bandeja, y se hicieron muchas proclamaciones de lealtad a Lofantyr, que el rey aceptó graciosamente. Corfe permaneció en silencio. No le gustaba el modo complaciente con que el rey y su estado mayor contemplaban la situación en el dique. Parecían pensar que el esfuerzo principal de los merduk estaba superado, y que el peligro había pasado a excepción de unas cuantas escaramuzas menores que tendrían lugar en primavera. Pero Corfe había estado allí; había visto los millares de soldados en las formaciones merduk, las enormes baterías de su artillería, las murallas vivientes de sus elefantes de guerra. Sabía que el asalto principal aún estaba por llegar, y que se produciría en primavera. Cinco mil fimbrios serían una gran ayuda para los defensores del dique (si aceptaban de buen grado luchar junto a sus antiguos enemigos, los torunianos), pero no bastarían. Y Lofantyr y sus consejeros parecían no darse cuenta.
La conversación le resultaba tediosa, sobre personas cuyos nombres no significaban nada para Corfe, o ciudades del sur, lejos de la guerra con los merduk. Como miembros del personal de Mogen, Corfe y sus camaradas siempre habían comprendido la verdadera naturaleza del peligro en el este. Los merduk eran el único enemigo real que amenazaba a Occidente. Todo lo demás era una distracción. Pero allí las cosas eran distintas. En Torunn, la frontera oriental era sólo uno más entre una serie de problemas y prioridades. La idea impacientó a Corfe. Deseó volver al dique, regresar a los verdaderos campos de batalla.
—Necesitamos una expedición que acabe con esos bastardos traidores del sur, eso está claro —graznó el coronel Menin—. Con vuestro permiso, señor, quisiera llevarme a unos cuantos tercios y enseñarles un poco de lealtad.
—Muy amable por vuestra parte, desde luego, coronel Menin —dijo suavemente Lofantyr—. Pero necesito vuestros talentos aquí, en la capital. No, he pensado en otro oficial para la misión.
Los oficiales de menor graduación en torno a la mesa se miraron con algo de desconfianza, preguntándose quién sería el afortunado.
—Coronel Cear-Inaf, he decidido daros el mando —dijo el rey bruscamente.
Corfe salió de su ensoñación con un sobresalto.
—¿Qué?
El rey hizo una pausa, y luego habló en tono más duro.
—He dicho, coronel, que voy a daros el mando de esta misión.
Todos los ojos estaban fijos en Corfe, que se debatía entre la estupefacción y el desaliento. ¿Una misión que le obligaría a viajar al sur, lejos del dique? No la quería.
Pero no podía rehusar. De modo que aquello era lo que había querido decir la reina madre. La maniobra era obra suya.
Corfe se inclinó profundamente mientras su mente pugnaba por librarse de la agitación.
—Sois muy generoso, majestad. Sólo espero poder justificar vuestra fe en mis habilidades.
Lofantyr pareció apaciguado, pero había algo en su mirada que provocó desconfianza en Corfe, tal vez cierta burla disimulada.
—Vuestra tropa os espera en el patio de revista norte, coronel. Y tendréis un ayuda de campo, por supuesto. El alférez Ebro irá con vos…
Corfe descubrió que Ebro se encontraba a su lado, inclinándose muy tieso, con el rostro inexpresivo. Claramente, no había deseado aquel destino.
—… y veré qué puedo hacer para asignaros unos cuantos oficiales más.
—Gracias, majestad. ¿Puedo preguntar cuáles son mis órdenes?
—Se os comunicarán a su debido tiempo. Por el momento, os sugiero, coronel, que vos y vuestro asistente vayáis a conocer a vuestros hombres.
Otra pausa. Corfe se inclinó de nuevo, se volvió y abandonó la sala seguido de cerca por Ebro.
En cuanto estuvieron fuera, caminando por los pasillos del palacio, Corfe levantó una mano y se arrancó salvajemente la gorguera de encaje, arrojándola a un lado.
—Llevadme a ese patio de revista norte —espetó a su asistente—. Nunca he oído hablar de él.
Al parecer, Corfe no era el único. Exploraron los barracones y armerías de la parte norte de la ciudad, pero ninguno de los cabos, sargentos o alféreces a quienes preguntaron había oído hablar de aquel lugar. Corfe empezaba a creer que todo aquello era una broma monstruosa, cuando el obsequioso empleado de uno de los arsenales les dijo que el día anterior había llegado un grupo de hombres, y que habían acampado en una de las plazas de la ciudad, cerca de la muralla norte; aquél podía ser su destino.
Fueron a pie, y los relucientes zapatos de Corfe empezaron a mancharse con la suciedad de las calles. Ebro lo seguía en silencio, tratando de esquivar los charcos y adoquines manchados de barro. Empezó a llover, y su atavío de cortesano adquirió cierto parecido con el plumaje empapado de un ave de colores. Corfe se sintió perversamente satisfecho con aquella transformación.
Finalmente, abandonaron la apestosa y abigarrada multitud de las calles, y salieron a un espacio abierto y amplio, totalmente rodeado de edificios de madera. Más allá, las alturas sombrías de las murallas los contemplaban como la ladera de una colina entre las nubes. Corfe se secó el agua de los ojos, sin poder creer lo que veía.
—Esto no puede ser… ¡No pueden ser éstos! —tartamudeó Ebro. Pero Corfe se sintió repentinamente seguro de que sí lo eran, y comprendió que había sido objeto de una broma cruel.
Unos centinelas torunianos recorrían los extremos de la plaza con las alabardas sobre los hombros. En las puertas de las tiendas que los rodeaban, había arcabuceros bostezando y tratando de mantener secas las armas y la pólvora. Cuando aparecieron Corfe y Ebro, se les acercó un joven alférez envuelto en una capa embarrada, que saludó al ver la insignia sobre el absurdo peto de Corfe.
—Buenos días, señor. ¿Por casualidad sois el coronel Cear-Inaf?
El corazón de Corfe se encogió. No había ningún error, entonces.
—Lo soy, alférez. ¿Qué tenemos aquí?
El oficial volvió la mirada a la escena de la plaza. El espacio abierto estaba lleno de hombres, tal vez unos quinientos. Estaban sentados en grupos sobre los sucios adoquines, como si la lluvia helada los hubiera aplastado. Iban vestidos con harapos, y apiñados de aquel modo apestaban horriblemente. Había grilletes en todos los tobillos, y los rostros estaban ocultos por melenas apelmazadas y enmarañadas.
—Medio millar de esclavos de las galeras de la flota real —dijo alegremente el alférez—.
La mayor parte proceden de las tribus felimbri, adoradores del Dios Cornudo. Son verdaderos diablos. En vuestro lugar, señor, iría con cuidado al acercarme. Anoche trataron de atacar a uno de mis hombres y tuvimos que matar a un par.
Una rabia sorda empezó a crecer en el interior de Corfe.
—Esto no puede ser, señor. Tiene que haber un error. El rey debe de estar bromeando —protestaba Ebro.
—No lo creo —murmuró Corfe. Contempló la abigarrada multitud de humanidad miserable concentrada en la plaza. Muchos de los hombres le observaban también, dirigiéndole miradas enfurruñadas desde debajo de sus marañas de cabello piojoso. Eran hombres fuertes y musculosos, como podía esperarse de esclavos de las galeras, pero tenían la piel pálida, y muchos de ellos tosían. Unos cuantos se habían tumbado de lado, ignorando los adoquines de piedra y la lluvia torrencial.