Los reyes heréticos (21 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Los reyes heréticos
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—¿Y así es como se formó este paisaje? —dijo Murad, apareciendo detrás de ellos.

—Es una teoría.

—He oído decir que en las latitudes meridionales hay montañas como ésta —añadió Hawkwood—. Algunas de ellas escupen humo y gases sulfurosos.

—Cuentos de marineros —se burló Murad—. No estáis en una taberna de Abrusio tratando de impresionar a unos cuantos paletos, Hawkwood.

Hawkwood no dijo nada. Su mirada no se apartó del panorama que estudiaban.

—No hace ni cincuenta años, un hombre podía ser quemado en la hoguera por atreverse a sugerir que el mundo era redondo, y no plano como un escudo —dijo suavemente Bardolin—.

Ahora, sin embargo, incluso en Charibon aceptan que giramos sobre una esfera, como sugiere Terenius de Orfor.

—No me importa la forma que tenga el mundo, mientras mis pies puedan ayudarme a recorrerlo —espetó Murad.

Miraron abajo, hacia el cuenco contenido en el risco. Era perfectamente redondo, un círculo de jungla. Estaban a una altura de unos tres mil pies, calculó Hawkwood, pero el aire no parecía menos denso.


Heyeran Spinero
—dijo Murad—. El Risco Circular. Lo escribiré en el mapa. Hasta aquí hemos llegado por hoy. Parece que se acerca una tormenta por el norte, y me gustaría estar en el campamento antes de que oscurezca.

Ninguno de ellos lo mencionó, pero todos pensaban en el monstruoso pájaro que los había estudiado con tanto descaro. La idea de pasar una noche lejos del resto de sus compañeros en una jungla poblada por cosas como aquélla era intolerable.

El graznido de Mensurado atrajo su atención. El sargento señalaba el paisaje que tenían debajo.

—¿Qué sucede, sargento? —preguntó ásperamente Murad. Parecía combatir el agotamiento sólo a base de cólera.

Mensurado sólo pudo señalar y susurrar, perdida por completo su capacidad de gritar a los soldados.

—Allí, señor, a la derecha de esa extraña colina, justo encima de la ladera. ¿Lo veis?

Observaron mientras el resto de los soldados continuaban sentados, bebiendo el agua que les quedaba y secándose el rostro.

—¡Dulce Santo bendito! —dijo Murad suavemente—. ¿Podéis verlo, caballeros?

Un espacio en la jungla, un diminuto claro donde podía distinguirse un trozo de tierra batida.

—Un camino, o calzada —dijo Bardolin, trazando un hechizo de larga vista para ayudar a sus fatigados ojos.

—Hawkwood, sacad ese aparato vuestro y marcad su orientación —dijo el noble, con tono imperativo.

Frunciendo el ceño, Hawkwood obedeció, llenando el cuenco con una parte de su agua de beber. Lo estudió, levantó la vista mientras calculaba y dijo:

—Al oeste-noroeste de aquí. Diría que a unas quince leguas. Es una carretera muy ancha, para ser visible desde tanta distancia.

—Ése, caballeros, es nuestro destino —dijo Murad—. En cuanto nos hayamos organizado, conduciré una expedición al interior. Vosotros dos me acompañaréis, naturalmente.

Iremos hacia ese camino, y veremos si encontramos a quienes lo construyeron.

El sargento Mensurado estaba inmóvil como un bloque de madera. Murad se volvió hacia él.

—Cuantas menos personas sepan de esto, mejor será, por ahora. ¿Me comprendéis, sargento?

—Sí, señor.

—Bien. Despabilad a los hombres. Es hora de regresar.

—Sí, señor.

En cuestión de minutos estaban de nuevo en marcha, en aquella ocasión colina abajo, tropezando con los huecos que sus pies habían abierto al ascender. Hawkwood y Bardolin se quedaron atrás unos momentos, contemplando las nubes sobre la cima de la gran montaña del norte.

—Lo mataré antes de que nos marchemos —dijo Hawkwood—. Algún día irá demasiado lejos.

—Es su forma de ser —dijo Bardolin—. No tiene otra. Depende de vos y de mí para encontrar respuestas, y detesta esa necesidad. Está tan perdido como cualquiera de nosotros.

—¡Perdido! ¿Así es como nos veis?

—Estamos en un continente desconocido, y los que lo encontraron antes que nosotros querían impedir que lo viéramos. Hay dweomer aquí, por todas partes, y una increíble abundancia de vida. Nunca había sentido algo parecido. Poder, Hawkwood, el poder de crear seres deformes y grotescos como la criatura alada que hemos visto. No lo he dicho antes porque no estaba seguro, pero ahora lo estoy. Aquel pájaro fue una vez un hombre como vos o yo. Había el residuo de la mente de un hombre en el cráneo de la bestia. No como en los cambiaformas, sino algo distinto. Permanente. Hay algo o alguien en esta tierra que está realizando actos monstruosos, cosas que ofenden a la misma esencia de las leyes de la naturaleza. Murad puede estar impaciente por encontrarlos, pero yo no, aunque sólo sea porque hasta cierto punto puedo entender el motivo que impulsa a esos actos. El poder aliado con la irresponsabilidad. Es la cosa más peligrosa del mundo, la más seductora de las tentaciones. Es el mal, puro y simple.

Emprendieron la marcha en pos de los últimos soldados sin más palabras, mientras las criaturas de la jungla continuaban con sus chillidos burlones a su alrededor.

11

Llovió durante el camino de regreso, como había predicho Murad, y, al igual que todo lo demás en aquella tierra, la lluvia era extraña. El cielo se cubrió en cuestión de minutos, y la penumbra bajo las copas de los árboles se convirtió en un ocaso que les obligó a avanzar casi a ciegas, con los ojos fijos en el hombre de delante. Se oyó un ruido atronador arriba, y levantaron la vista a tiempo de ver las primeras gotas que descendían en cascada desde el techo de vegetación.

El estruendo se intensificó hasta que apenas pudieron oír las voces de los demás. La lluvia era torrencial, maníaca, sobrecogedora. Era tibia como el agua de baño y densa como el vino. Las ramas le quitaban la mayor parte de su fuerza, y se derramaba en cascadas por los troncos de los árboles, creando riachuelos que gorgoteaban en torno a sus botas, aplastando plantas contra el suelo de la jungla y sumergiéndolos en lodo y barro. La compañía se refugió bajo uno de los leviatanes de la jungla, mientras su mundo crepuscular se convertía en una tormenta de lluvia destructora, una ciénaga cegadora e inundada de agua.

Distinguieron las formas oscuras de animales pequeños cayendo a tierra, arrancados de sus apoyos en los árboles. La lluvia que descendía por los troncos se convirtió en una sopa de corteza e insectos que se filtraba por el cuello de las armaduras, empapaba los arcabuces e inundaba irremisiblemente los cuernos de pólvora.

Permanecieron allí agazapados durante más de una hora, contemplando la tormenta con terror y desconcierto. Y entonces la lluvia cesó. En cuestión de segundos, el estruendo dejó de oírse, los torrentes menguaron y la luz creció.

Se pusieron en pie, parpadeando, volcando el agua de las armas y los cascos, secándose los rostros. La jungla volvió a cobrar vida. Los pájaros y demás fauna desconocida retomaron su eterno coro. El agua en torno a sus pies se filtró entre el suelo esponjoso y desapareció, y las últimas gotas de lluvia descendieron desde las hojas de los enormes árboles, iluminadas por el sol como una cascada de gemas. La jungla apestaba y humeaba.

Murad se sacudió el cabello lacio, arrugando la nariz.

—Este sitio huele peor que una curtiduría en pleno verano. Bardolin, vos sois nuestro experto residente en este mundo. ¿Creéis que esa lluvia era algo normal para este lugar?

El mago se encogió de hombros, completamente empapado.

—En Macassar tienen chaparrones súbitos como éste, pero sólo se dan en la temporada de lluvias —dijo Hawkwood.

—¿Hemos llegado en plena temporada de lluvias, entonces?

—No lo sé —dijo el navegante, fatigado—. He oído a los mercaderes de Calmar contar que al sur de Punt hay junglas donde llueve de este modo todos los días, y donde no hay invierno ni verano; no existen las estaciones. El tiempo nunca cambia de un mes al siguiente.

—Que Dios nos ayude —murmuró uno de los soldados.

—Eso es ridículo —espetó Murad—. En todos los países del mundo existen las estaciones; tienen que existir. ¿Qué sería del mundo sin primavera ni invierno? ¿Cuándo se recogerían las cosechas, o cuándo se sembrarían las simientes? ¿Cuándo dejaréis de contarme cuentos de viajeros, Hawkwood?

El rostro de Hawkwood se ensombreció, pero no dijo nada.

Siguieron adelante sin más palabras, y, de no haber sido por la brújula de Hawkwood, nunca hubieran logrado orientarse, porque el riachuelo que habían seguido aquella mañana se había convertido en una más entre una multitud de corrientes embarradas. Tuvieron que calcular su rumbo como los navegantes en el mar, sólo con ayuda de la brújula, y cuando oyeron las voces de los hombres del campamento, en el cielo había cierta transparencia, cierta fragilidad de la luz que sugería que el ocaso se acercaba.

El campamento era un desastre. Murad permaneció con los puños apoyados en sus delgadas caderas y lo estudió con la intensidad de una calavera. El riachuelo que atravesaba el campamento se había desbordado, y los hombres se movían a través de un verdadero pantano de barro y vegetación corrompida, entre el vapor que brotaba de la saturada tierra como una neblina. Habían talado unos cuantos árboles pequeños e intentado erigir una tosca empalizada, pero la madera no se sostenía en el blando suelo; las estacas estaban torcidas y ladeadas como dientes podridos.

El alférez avanzó hacia su superior, con las botas llenas de barro.

—Señor, quiero decir, excelencia… La lluvia. Ha inundado el campamento. Hemos conseguido salvar un poco de pólvora… —Se interrumpió.

—Movedlo todo a una orilla, lejos de la corriente —ladró Murad—. Que los hombres se pongan manos a la obra enseguida. No queda mucho rato de luz.

Distinguieron una nueva silueta en la penumbra, y el alférez Sequero, el aristócrata compañero de Di Souza, hizo su aparición, notablemente limpio y pulcro, recién llegado del barco.

—¿Qué estás haciendo en tierra, alférez? —preguntó Murad. Parecía un hombre obligado a adquirir lentamente una forma nueva; la tensión en él era palpable. Los soldados se pusieron manos a la obra al instante; sabían que les convenía evitar la ira de Murad.

—Excelencia —dijo Sequero con una sonrisa, bordeando la insolencia—. Los pasajeros se preguntan cuándo podrán bajar a tierra, y además están los animales. Especialmente los caballos; necesitan pisar tierra firme y forraje fresco.

—Tendrán que esperar —dijo Murad con una tranquilidad peligrosa—. Ahora, regresa al barco, alférez.

Mientras hablaba, la luz murió. Oscureció tan rápidamente que algunos de los soldados y marineros miraron temerosos a su alrededor, trazando el signo del Santo sobre el pecho. Un instante de ocaso seguido por una densa oscuridad, un peso de negrura sólo interrumpido por las manchas de estrellas visibles a través de las aberturas en la bóveda vegetal.

—¡Dulce Ramusio! —dijo alguien—. ¡Qué país!

Nadie habló durante unos minutos. Los hombres permanecieron inmóviles mientras la jungla desaparecía en la noche y se fundía con ella. Los ruidos de la jungla cambiaron de tono, pero su volumen no disminuyó un ápice. La compañía se encontraba en medio de una algarabía invisible.

—Que alguien encienda una luz, por el amor de Dios —graznó la voz de Murad, y el silencio del campamento se rompió. Hombres moviéndose en la oscuridad, el chapoteo pegajoso de los pies en el barro. Una lluvia de chispas.

—La yesca está empapada…

—Usad la pólvora seca que tengáis, entonces —dijo la voz de Hawkwood.

Un resplandor sulfúrico en la noche, como una erupción lejana.

—Quemad un par de estacas. Son lo único que tenemos casi seco.

Durante aproximadamente media hora, los habitantes de la nueva colonia de la corona se apiñaron en torno a un soldado que trataba de encender fuego. Podían haber sido hombres en el amanecer del mundo, agazapados en la oscuridad ignota y aterradora, con ojos que anhelaban la luz para poder ver a los seres amenazadores que surgirían de la noche.

Las llamas prendieron al fin. Pudieron verse unos a otros: un círculo de caras en torno a un fuego diminuto. La jungla se cernía sobre ellos por todas partes, y las criaturas de la noche graznaban y se burlaban de su miedo. Estaban en un mundo ajeno, perdidos y solos como niños olvidados.

Más tarde, Hawkwood y Bardolin tomaron asiento junto a uno de los fuegos. Había treinta hombres en tierra, tumbados en torno a media docena de hogueras que escupían y siseaban entre el lodo. Unos cuantos hombres montaban guardia con alabardas y espadas, mientras otros iban dando vueltas, metódica y cautelosamente, a un montón de pólvora, tratando de secarla sin volar por los aires. Los arcabuces estaban inutilizados por el momento.

—No deberíamos estar aquí —dijo Hawkwood en voz baja, acariciando la barbilla del duende de Bardolin, que gorgoteó y le sonrió, con unos ojos brillantes como lámparas diminutas a la luz de la hoguera.

—Tal vez los primeros fimbrios que se aventuraron al este de las Malvennor dijeron lo mismo —replicó Bardolin—. Los territorios nuevos, las tierras inexploradas, siempre resultan extraños al principio.

—No, Bardolin, es algo más que eso, y lo sabéis. La naturaleza de este territorio es diferente. Hostil. Distinta. Murad creyó que podría desembarcar y empezar a construir aquí su propio reino, pero no será así.

—Lo juzgáis mal —dijo el mago—. Después de lo ocurrido en el barco, creo que dejó de esperar que las cosas fueran fáciles. Está tratando de reaccionar, pero le influyen las convenciones de su clase, y su adiestramiento. Piensa como un soldado y un noble.

—¿Es que los plebeyos somos más flexibles en nuestra forma de pensar, entonces? —preguntó Hawkwood, con una débil sonrisa.

—Tal vez. No tenemos tanto que perder.

—Yo tengo un barco… Tenía dos barcos. Mi vida también está en juego en esta empresa —le recordó Hawkwood.

—Y yo me he quedado sin hogar; este continente es tal vez el único lugar del mundo donde yo y los míos podremos vivir libres de prejuicios, empezar de nuevo —replicó Bardolin—.

Ésa, al menos, era la teoría.

—Y, sin embargo, esta noche estabais demasiado cansado para conjurar siquiera un poco de luz mágica. ¿Qué presagia eso para vuestro nuevo comienzo?

El mago permaneció en silencio, escuchando los sonidos de la jungla.

—¿Qué hay ahí fuera, Bardolin? —insistió Hawkwood—. ¿Qué clase de hombres o bestias se han apoderado de este lugar antes que nosotros?

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