Los reyes heréticos (23 page)

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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

BOOK: Los reyes heréticos
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—Ése es el discurso de la Iglesia.

—No soy un hijo obediente de la Iglesia, bien lo sabéis.

—Pero sois un producto de su cultura.

Hawkwood levantó los brazos. Bardolin le exasperaba, pero no podía dejar de apreciarlo.

—Bebed algo más de brandy, y dejad de intentar arreglar los males de la sociedad durante un rato.

Bardolin se echó a reír, y obedeció.

Iban a aventurarse de nuevo en el interior por la mañana, y la cena de Murad fue al mismo tiempo un acontecimiento social y una reunión de trabajo. Había hecho sacrificar al último pollo, como para demostrar al mundo que no albergaba ningún temor respecto al futuro, y uno de los soldados había cazado un pequeño ciervo, no mayor que un cordero, que era el plato principal de la mesa. Bardolin le examinó los huesos como si fuera a interpretar un augurio.

Además de los platos de carne, devoraron los últimos frutos secos, nueces, aceitunas en escabeche, y un trozo de queso de Hebrion duro como el jabón. Bebieron vino de Candelaria, tibio como la sangre en la noche húmeda, y acabaron con brandy fimbrio.

Hawkwood, Murad, Bardolin, Sequero y Di Souza: la jerarquía de la colonia. La exclusiva lista de invitados de Murad había enfurecido a una docena de colonos prominentes, que creían que también merecían disfrutar de su brandy.

Los pocos afortunados conversaron civilizadamente, con la luz de las preciosas velas del barco jugueteando sobre sus rostros relucientes. Sequero sufría por la pérdida de sus caballos; su estado se deterioraba rápidamente en aquel extraño clima, y los hombres no encontraban ningún forraje que pareciera sentarles bien. Aunque los caballos tampoco habrían podido llevarlos por aquella jungla, pensó Hawkwood; a partir de entonces, la nobleza iría a pie como el último de los soldados. Tal vez aquello era lo que más entristecía al joven aristócrata.

Unas polillas gigantescas revoloteaban en torno a las velas, algunas tan grandes como la mano de Hawkwood, y en torno a los hombres zumbaban los insectos más pequeños, que eran sin embargo los más irritantes. Pese a los esfuerzos de Murad por convertir la reunión en un acontecimiento elegante, con un par de mujeres de la colonia como sirvientas, los hombres sentados en torno a la tosca mesa y al mantel de algodón enmohecido no tenían un aspecto demasiado pulcro. Habían descubierto que el cuero se pudría con una rapidez increíble, y muchos soldados habían empezado a atarse las armaduras con trozos de enredadera retorcida o sogas de barco. Pronto parecerían un grupo de salvajes vestidos con harapos.

Bardolin les dijo que los colonos estaban experimentando con las frutas que colgaban en profusión de casi todos los árboles. Algunas eran muy buenas, otras olían a corrupción desde el mismo instante de abrirlas. Habían conseguido atrapar a unos cuantos pájaros untando ramas con zumo de muérdago. Había comida para todos, si conseguían aprender a usarla, prepararla e identificarla.

—Comida para salvajes —se burló Sequero—. Por mi parte, prefiero confiar en el cerdo salado y la galleta del barco.

—Las provisiones del barco no durarán para siempre —dijo Hawkwood—. Y habría que reservar la mayor parte para el viaje de regreso. Tengo a hombres intentado extraer sal de las lagunas menos profundas de la orilla, pero debemos partir de la base de que no tendremos medios de preservar la comida. Las provisiones en conserva deben mantenerse intactas.

—Estoy de acuerdo —dijo inesperadamente Murad—. Éste es nuestro país, y debemos aprender a sacarle partido. A partir de mañana, el grupo de exploración vivirá de la tierra. Sería absurdo intentar cargar con la comida.

Sequero levantó su vaso de candelario rojo.

—Pronto echaremos de menos muchas cosas, supongo. Es el precio que pagamos por ser pioneros. Señor, ¿cuánto tiempo tenéis intención de estar fuera? —Sequero asumiría el mando de la colonia en ausencia de Murad.

—Un mes o cinco semanas, no más. Espero que se hagan progresos en mi ausencia,
haptman
. Podéis empezar a abrir campos para las familias con hombres capaces de trabajar, y quiero que exploréis la costa a varias leguas de distancia arriba y abajo, y que dibujéis mapas precisos. La gente de Hawkwood os ayudará.

Sequero se inclinó levemente en su asiento. No parecía indebidamente preocupado por sus nuevas responsabilidades. Di Souza estaba sentado frente a él, sin expresión en su rostro grande y rojo. Sólo era noble de adopción; sabía que no podía aspirar a un ascenso como el de Sequero. Pero había albergado alguna esperanza, de todos modos.

Levantaron la pared de lona de la residencia de Murad para dejar que el aire entrara y saliera. Por el fuerte se extendían las toscas cabañas de los demás colonos, algunas iluminadas por hogueras y otras por globos de luz mágica, encendidos por los que tenían habilidad para hacerlo. Eran como luciérnagas enormes flotando fascinadas en la oscuridad, una visión siniestra, pues las polillas de la jungla revoloteaban a su alrededor. Pequeños planetas girando en órbitas erráticas en torno a soles en miniatura, pensó Hawkwood, recordando las creencias de Bardolin.

—Dicen que Ramusio recorrió todas las calzadas y caminos de Normannia para propagar la fe —dijo Bardolin en voz baja—. Pero el pie del Santo nunca pisó esta tierra. Es un continente oscuro el que hemos descubierto. Me pregunto si alguna vez podremos aportarle algo de luz, aparte del fuego y los hechizos.

—Y la pólvora —añadió Murad—. También está con nosotros. Cuando la fe no nos sostenga, lo harán los arcabuces. Y la determinación humana.

—Esperemos que sean suficientes —dijo el mago, y vació su vaso de vino.

12

Por la mañana se encontraron con una neblina que les llegaba a la cintura. Parecía haber surgido del mismo suelo, y a los que se movían por el fuerte les parecía que vadeaban a través de un mar monocromo.

La expedición partió poco después del amanecer. Murad iba delante, con el sargento Mensurado junto a él, seguido por Hawkwood, Bardolin y dos marineros del
Águila
, el enorme timonel negro Masudi y el cabo segunda Mihal, gabrionés como el propio Hawkwood. Tras ellos iban doce soldados hebrionéses con media armadura, armados con arcabuces y espadas, con los yelmos atados a las caderas y tintineando al andar. La expedición resonaba como la caravana de un buhonero, pensó Hawkwood malhumorado. Él y Bardolin habían intentado convencer a Murad de dejar atrás las pesadas armaduras, pero el noble se había mostrado inflexible. De modo que los sudorosos soldados tenían que cargar con cincuenta libras más a sus espaldas.

La veintena restante de soldados del medio tercio salió a despedirlos, junto a la mayoría de los colonos. Dispararon una salva de saludo que hizo que los pájaros salieran volando y chillando en varias millas a la redonda, y provocó que Bardolin resoplara de fastidio. Luego dejaron atrás Fuerte Abeleius, y la compañía se quedó a solas con la jungla.

Se orientaron con la brújula portátil de Hawkwood, y avanzaron hacia el oeste en la dirección más recta posible. Uno de los soldados recibió la orden de marcar un árbol con fuego a cada cien yardas, aunque su camino habría sido fácil de identificar, porque parecía un túnel abierto en la vegetación por un toro obstinado.

Una marcha lenta, el ruido incesante de los machetes, hombres jadeando y maldiciendo a la furiosa maleza.

El día avanzó, y se refugiaron bajo los árboles cuando cayó la habitual tormenta de la tarde, convirtiendo sus alrededores en una casa de baños humeante y empapada. Luego siguieron adelante, protegiendo la pólvora seca como si fuera oro en polvo.

Encontraron la ladera rocosa de la colina a la que habían subido el primer día, y, ante la insistencia de Murad, la escalaron de nuevo en una agonía de esfuerzo. Una vez en la cima, se detuvieron para disfrutar de un aire algo más libre y echar una ojeada al ancho mundo. Por parejas, se despojaron unos a otros de las gruesas sanguijuelas que les trepaban por las piernas y se les metían por el cuello, y empezaron a bordear el contorno de la colina hueca, siguiendo la línea del risco hacia el nordeste, y saliendo casi directamente hacia el norte. Era una distancia larga, pero más rápida y fácil porque no tenían que abrirse paso a través de la jungla.

Cuando llegó la noche habían empezado al fin a descender, e improvisaron un campamento entre las rocas de la ladera, apilando piedras y formando plataformas donde dormir. Apareció la niebla, con su sabor acre y su humedad que empapaba las rocas, y los soldados empezaron a discutir sobre quién tendría que encender las hogueras, hasta que Mensurado los hizo callar. Se turnaron para hacer guardias en grupos de tres, y, en mitad de la guardia intermedia, Hawkwood fue despertado bruscamente por Murad.

—Mirad ahí, hacia la jungla. Acaban de aparecer.

Hawkwood se frotó los ojos hinchados y estudió la ruidosa oscuridad. La visibilidad era difícil si trataba de concentrarse. Mejor desenfocar un poco la vista. Allí: una pequeña mancha brillante a lo lejos.

—¿Luces?

—Sí, y no son luciérnagas.

—¿A qué distancia creéis que están? —Hablaban en susurros. Los centinelas estaban despiertos y alerta, pero Murad no había avisado a nadie más.

—Es difícil decirlo —dijo el noble—. Seis u ocho leguas, por lo menos. Deben de estar por encima de los árboles. En la ladera de una de esas extrañas colinas, tal vez.

—¿Por encima de los árboles, decís?

—Bajad la voz. Sí, de lo contrario no podríamos verlas. No he visto ningún claro mientras bajábamos.

—¿Qué hacemos? —preguntó Hawkwood.

—Sacad el aparato y tomad la orientación de esas luces. Ésa es nuestra ruta para mañana.

Hawkwood obedeció, manipulando el cuenco, el agua y la aguja a la luz de la hoguera.

—Al noroeste, más o menos.

—Bien. Ahora tenemos un objetivo. No me gustaba la idea de ir deambulando por el interior hasta tropezar con la carretera.

—Supongo que no se os ha ocurrido que tal vez querían que viéramos esas luces, ¿cierto, Murad?

El rostro del noble se frunció en una sonrisa que parecía un rictus.

—¿Acaso importa? Sea lo que sea lo que habita este continente, tendremos que enfrentarnos a ello (o a ellos) en algún momento. Mejor que sea pronto.

Había una luz extraña en los ojos de Murad, una impaciencia inquietante. Hawkwood se sentía como a bordo de un barco sin timón, con una costa a sotavento espumeando frente a la proa. Una sensación de impotencia, de ser manipulado por fuerzas contra las que nada podía hacer.

—Volved a dormir —le dijo Murad en voz baja—. Aún faltan horas para que amanezca.

Yo haré vuestra guardia; ya no podré dormir esta noche.

Parecía una criatura que hubiera dejado de necesitar el sueño. Su constitución siempre había sido delgada, pero empezaba a parecer demacrado hasta la escualidez, una criatura pálida de tendones y huesos unidos por la fuerza de su voluntad, que centelleaba en unos ojos demasiado brillantes. ¿El principio de unas fiebres? Hawkwood lo comentaría con Bardolin al día siguiente. Con un poco de suerte, el muy cabrón podía morirse.

Hawkwood regresó a su cama de piedra y cerró los ojos para aguardar el anhelado olvido del sueño.

Nadie hizo ningún comentario sobre lo sucedido durante la noche, y el grupo se puso en marcha con los estómagos rugiendo. Habían traído algo de galleta, pero nada más. Si iban a vivir de la tierra, tendrían que empezar a hacerlo pronto.

Dejaron atrás la colina del cráter y se sumergieron de nuevo en la densa jungla, aún descendiendo. El mediodía llegó antes de que la tierra se hubiera aplanado por completo, y el suelo estaba pantanoso y mojado debido al agua caída desde la montaña. Había riachuelos por todas partes, y de los árboles brotaban unas raíces desnudas, grandes como contrafuertes, en la parte alta de los troncos, con un aspecto tan fantástico que era difícil creer que no hubieran sido injertadas por un botánico enloquecido. Masudi y Mensurado, que se abrían paso a machetazos, quedaron empapados de agua cuando las enredaderas que cortaban empezaron a chorrear como mangueras.

Se detuvieron para descansar, con las piernas entumecidas por la fatiga y el hambre.

Bardolin y algunos soldados recogieron fruta de las ramas de los alrededores, y la compañía se sentó a experimentar. Había una fruta redonda de color amarillo, que al abrirla presentaba un aspecto casi igual al del pan, y, después de ciertos intentos cautelosos, los hombres la devoraron, ignorando las advertencias del anciano mago. También encontraron una especie de pera enorme, y unos objetos verdes y curvados que crecían en racimos, y que Hawkwood había visto en las junglas de Macassar. Mostró a sus hombres cómo quitar la piel exterior y comer la dulce pulpa amarilla. Pero, a pesar de la abundancia, los soldados necesitaban carne, y varios de ellos marchaban con la mecha lenta encendida, listos para echarse el arma al hombro y disparar contra cualquier animal que pudieran encontrar.

Otro chaparrón al llegar la tarde. En aquella ocasión, continuaron avanzando bajo la tormenta, aunque estaban casi cegados por la lluvia. Los hombres caminaban con las cantimploras levantadas para recoger agua, pero ésta estaba impregnada del detritus de la bóveda vegetal y llena de cosas en movimiento, por lo que tuvieron que desecharla, asqueados.

Imperceptiblemente, empezaban a acostumbrarse a la rutina de la jungla. Se habían atado las calzas con tiras de cuero y cordel para impedir que las sanguijuelas penetraran en su interior, y aceptaban la lluvia diaria como un acontecimiento normal. Se volvieron más hábiles abriéndose camino a través de la densa vegetación, y aprendieron a evitar las ramas bajas, de las que a veces caían serpientes. Sabían qué comer y qué no (hasta cierto punto), aunque los que se habían atiborrado de fruta empezaron pronto a abandonar la columna para hacer sus necesidades cada vez con mayor frecuencia. Y el ruido incesante, los gritos, trinos y gemidos de los habitantes de la jungla, pronto se convirtieron en algo apenas percibido. Sólo cuando a veces cesaban, inexplicablemente, se detenían sin decir nada, y permanecían como hombres convertidos en piedra en mitad de aquel silencio vasto e inquietante.

La segunda noche encendieron los fuegos con cartuchos de pólvora, ya que no les quedaba yesca seca, y construyeron camas con hojas y helechos para intentar poner algún obstáculo entre sus fatigados cuerpos y los insectos del suelo. Luego los soldados se sentaron a limpiar su equipo y secar los arcabuces, mientras Masudi y Mihal recogían fruta para la comida.

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